El Range Rover era de color negro perla, con tracción en las cuatro ruedas, luces traseras empotradas y volante a la derecha.
Langdon se alegraba de no tener que conducir.
El mayordomo, Rémy, a instancias de su señor, maniobraba con pericia por los campos del cháteau, iluminados por la luna. Sin luces, había logrado subir por un repecho y ahora descendía por una larga pendiente, alejándolos de la finca. Parecía estar llevándolos hacia una zona más boscosa que se intuía a lo lejos.
Langdon sujetaba con cuidado el cilindro. Iba sentado en el asiento del copiloto, ladeado para ver a Teabing y a Sophie, que iban detrás.
—¿Qué tal la cabeza, Robert? —le preguntó ella, preocupada.
Langdon, a pesar del intenso dolor, se esforzó por sonreír.
—Mejor, gracias.
A su lado, sir Leigh se giró para echarle un vistazo al monje que, atado y amordazado, iba en el maletero abierto, detrás del asiento. Le había quitado el arma y la llevaba él en el regazo. Ahí sentado, parecía la foto de uno de esos viejos ingleses de safari por África posando con la pieza que acababa de batir.
—Cuánto me alegro de que hayas pasado a verme esta noche, Robert —dijo Teabing con una sonrisa de oreja a oreja, como si fuera la primera vez en muchos años que estuviera divirtiéndose.
—Siento mucho haberte metido en todo esto, Leigh.
—Pero qué dices. Si llevo toda la vida esperando este momento.
Teabing miró al frente y vio la sombra de un largo seto. Le dio una palmada a Rémy en el hombro.
—Recuerda. Nada de luces de freno. Si no hay más remedio, usa el de mano. Debemos internarnos algo más en el bosque. No vale la pena que nos arriesguemos y que nos vean desde la casa.
Rémy aminoró la marcha y atravesó despacio una abertura que había en el seto. Cuando el vehículo se adentró en el sendero oculto entre los árboles, la luna desapareció y la oscuridad se hizo total.
«No veo nada», pensó Langdon, esforzándose por distinguir alguna sombra en medio de la negrura. Unas ramas golpearon el lateral izquierdo del coche y Rémy giró en la dirección contraria. A paso muy lento y manteniendo el volante más o menos recto, avanzó unos treinta metros.
—Lo estás haciendo muy bien, Rémy —dijo Teabing—. Yo creo que ya es suficiente. Robert, ¿puedes apretar ese botoncito azul que hay ahí, debajo del respiradero? ¿Lo ves?
Langdon hizo lo que le pedían y un débil resplandor amarillento iluminó el sendero que tenían delante, mostrando una densa vegetación a ambos lados. «Faros antiniebla», constató Langdon. Iluminaban lo bastante como para guiarlos por el camino, pero no tanto como para delatarlos en aquella zona boscosa.
—Bueno, Rémy —exclamó Teabing con alegría—. Ya tienes luz. Nuestras vidas están en tus manos.
—¿Adónde vamos? —preguntó Sophie.
—Esta pista se interna unos tres kilómetros en el bosque —explicó sir Leigh—. Atraviesa la finca y se dirige al norte. Si no nos topamos con algún árbol caído o con algún charco grande, saldremos sanos y salvos cerca de la entrada de la autopista 5.
«Sanos y salvos». La cabeza de Langdon hubiera querido disentir. Bajó la mirada hasta su regazo, donde el cilindro volvía a reposar dentro de la caja de madera. La rosa de la tapa estaba encajada una vez más en su sitio, y aunque aún se sentía algo embotado, se veía de nuevo con fuerzas para volver a sacarla y estudiar las inscripciones con más detenimiento. Ya estaba levantando la tapa cuando notó la mano de sir Leigh sobre su hombro.
—Paciencia, Robert, hay muchos baches y está oscuro. Que Dios nos proteja si se nos rompe algo. Si no has podido reconocer el idioma cuando había luz, menos lo vas a reconocer ahora, que no se ve nada. Mejor que nos concentremos en salir enteros de aquí, ¿no te parece? Pronto habrá tiempo para eso.
Langdon sabía que Teabing tenía razón. Con un gesto de asentimiento, cerró la caja.
El monje, en el maletero, empezó a protestar y a forcejear con las cuerdas. De pronto, se puso a dar patadas como un loco.
Sir Leigh se volvió y le apuntó con la pistola.
—No entiendo el motivo de su queja, señor. Ha invadido una propiedad privada, la mía, y le ha dado un buen golpe en la cabeza a un amigo muy querido. Creo que tendría todo el derecho a matarle aquí mismo y dejar que se pudriera en este bosque.
El monje se quedó en silencio.
—¿Estás seguro de que hemos hecho bien en traerlo? —le preguntó Langdon.
—Totalmente. A ti te buscan por asesinato, Robert. Y este indeseable es tu salvoconducto a la libertad. Por lo que se ve, la policía está tan interesada en encontrarte que incluso te ha seguido hasta mi casa.
—Es culpa mía —dijo Sophie—. Seguramente el furgón blindado tenía un transmisor.
—No, no es eso —aclaró Teabing—. Que la policía os haya seguido no me sorprende. Lo que me sorprende es que os haya seguido este personaje del Opus. Con todo lo que me habéis contado, no se me ocurre cómo ha podido encontraros en mi casa, a menos que esté en contacto con la Policía Judicial o con el Banco de Depósitos de Zúrich.
Langdon se quedó pensativo unos momentos. Parecía claro que Bezu Fache estaba buscando un chivo expiatorio para explicar los asesinatos de la noche. Y Vernet les había traicionado de manera repentina, aunque teniendo en cuenta que a Langdon lo acusaban de cuatro muertes, su cambio de actitud parecía comprensible.
—Este monje no opera solo, Robert —prosiguió Teabing—, y hasta que averigües quién está detrás de todo esto, los dos estaréis en peligro. Pero también hay buenas noticias, amigo mío. Ahora estáis en una posición de poder. Este monstruo que tengo aquí detrás conoce esa información, y sea quien sea quien mueve sus cuerdas, seguro que en este momento debe de estar bastante nervioso.
Rémy, que le iba cogiendo confianza a la pista, avanzaba más deprisa. Cruzaron un charco y el agua salpicó a su paso. Subieron por una pendiente y empezaron a descender una vez más.
—Robert, ¿serías tan amable de pasarme ese teléfono de ahí? —preguntó Teabing señalando un móvil de coche que había en el salpicadero.
Langdon hizo lo que le pedía y Teabing marcó un número. Esperó largo rato a que le contestaran.
—¿Richard? ¿Te he despertado? Sí, claro, qué pregunta más tonta. Lo siento. Mira, tengo un pequeño problema. No me encuentro muy bien. Rémy y yo vamos a tener que ir a Inglaterra porque tengo que recibir mi tratamiento. Bueno, pues ahora mismo, en realidad. Siento avisarte con tan poco tiempo. ¿Puedes poner a punto a Elizabeth para dentro de unos veinte minutos? Sí, ya lo sé, haz lo que puedas. Nos vemos en un rato.
Y colgó.
—¿Elizabeth? —preguntó Langdon.
—Mi jet. Me costó más que el rescate de una reina. Langdon se giró en redondo y le miró a los ojos.
—¿Qué pasa? —inquirió Teabing—. No podéis quedaros en Francia. Tenéis a toda la policía siguiéndoos. Londres será mucho más seguro para vosotros.
Sophie también estaba mirando a sir Leigh.
—¿Cree que debemos salir del país?
—Amigos, soy bastante más influyente en el mundo civilizado que aquí en Francia. Es más, se cree que el Santo Grial está en Gran Bretaña. Si logramos abrir el cilindro, estoy seguro de que descubriremos un mapa que indicará que vamos en la dirección correcta.
—Corre usted un gran riesgo al ayudarnos —dijo Sophie—. No va a hacer muchos amigos entre la policía francesa.
Teabing apartó aquella idea con la mano y puso cara de asco.
—Francia y yo hemos terminado. Me trasladé aquí para encontrar la clave. Y ese trabajo ya está hecho. Me da igual no volver a ver más el Cháteau Villette.
Sophie no estaba convencida del todo.
—¿Y cómo vamos a pasar por los controles de seguridad del aeropuerto?
Teabing se rió.
—El jet está en Le Bourget, un aeródromo exclusivo que hay cerca de aquí. Los médicos franceses me ponen nervioso, así que cada dos semanas me voy a Inglaterra a recibir tratamiento. En el punto de origen y en el de destino pago para tener derecho a ciertos privilegios. Una vez hayamos despegado, ya decidiréis si queréis que alguien de la Embajada americana venga a recibirnos.
De pronto, Langdon no quería tener nada que ver con ninguna embajada. No era capaz de pensar en nada que no fuera el cilindro, las inscripciones, la manera de llegar hasta el Grial. No estaba seguro de si Teabing tenía razón con lo de Gran Bretaña. Era cierto, la mayoría de leyendas modernas lo situaban en algún punto del Reino Unido. Incluso se creía que la mítica isla de Avalón no era otra cosa que Glastonbury, en Inglaterra. Estuviera donde estuviera, Langdon nunca imaginó que acabaría buscándolo. «Los documentos del Sangreal. La verdadera historia de Jesús. La tumba de María Magdalena». De pronto se sintió como si esa noche estuviera viviendo en una especie de limbo… en una burbuja a la que el mundo real no podía acceder.
—¿Señor? —dijo Rémy—. ¿De verdad está pensando en instalarse definitivamente en Inglaterra?
—Rémy, tú no te preocupes —le tranquilizó Teabing—. Que yo regrese a los dominios de la Reina no implica que piense someter a mi paladar a salchichas con puré el resto de mis días. Espero que vengas conmigo. Pienso comprar una espléndida mansión en Devonshire, y haremos que te envíen todas tus cosas de inmediato. Una aventura, Rémy. ¡Toda una aventura!
Langdon no pudo evitar una sonrisa. Mientras su amigo seguía haciendo planes para su triunfal regreso a Gran Bretaña, se sintió contagiado por tanto entusiasmo.
Miró distraído por la ventana y vio pasar los árboles, pálidos como fantasmas a la luz mortecina de los faros antiniebla. El retrovisor de su lado se había doblado un poco hacia dentro, movido por las ramas, y en el reflejo vio a Sophie apoyada tranquilamente en el asiento de atrás. La observó largo rato y se vio invadido por un inesperado arrebato de agradecimiento. A pesar de todos los problemas de la noche, se alegraba de haberse tropezado con tan buena compañía.
Tras un largo rato, como si de pronto hubiera notado que le tenía clavados los ojos, Sophie se echó hacia delante y le dio un masaje en los hombros.
—¿Qué tal? ¿Estás bien?
—Sí —dijo Langdon—. Más o menos.
Sophie volvió a echarse hacia atrás, y Langdon, por el retrovisor, se fijó en que esbozaba una sonrisa. Para su sorpresa, constató que él mismo también estaba sonriendo.
Encajado en el maletero del Range Rover, Silas apenas podía respirar. Tenía las piernas y los brazos atados con cuerdas y cinta aislante. Con cada bache, una sacudida de dolor le recorría la espalda magullada. Por lo menos sus captores le habían quitado el cilicio. Como tenía la boca tapada con cinta aislante, sólo podía respirar por la nariz, que cada vez tenía más tapada, porque el polvo del maletero se le iba metiendo en las fosas nasales. Empezó a toser.
—Creo que se está ahogando —dijo Rémy con tono de preocupación.
Sir Leigh, que lo había derribado con su muleta, se volvió para mirarlo y frunció el ceño.
—Por suerte para usted, los británicos juzgamos el grado de civilización de un hombre no por la compasión que siente por sus amigos, sino por la que demuestra ante sus enemigos.
Dicho esto, alargó el brazo y con un movimiento rápido le arrancó la cinta de la boca.
Silas notó como si le ardieran los labios, pero el aire empezó a entrarle en los pulmones como un regalo del cielo.
—¿Para quién trabaja? —le preguntó Teabing.
—Hago el trabajo de Dios —soltó Silas, notando la mandíbula dolorida por la patada que le había dado aquella mujer.
—Pertenece al Opus Dei —dijo el inglés, no a modo de pregunta, sino de afirmación.
—Usted no sabe nada de quién soy.
—¿Por qué quiere el Opus la clave?
Silas no tenía ninguna intención de responder. La clave era el eslabón que conectaba con el Santo Grial, y éste, a su vez, la llave para proteger la fe.
«Yo hago el trabajo de Dios. El Camino está en peligro».
Ahora, inmovilizado dentro de aquel Range Rover, Silas sentía que, definitivamente, les había fallado a El Maestro y al obispo. No podía siquiera ponerse en contacto con ellos para contarles el desgraciado giro que habían dado los acontecimientos. «¡Mis captores tienen la clave en su poder! ¡Conseguirán el Grial antes que nosotros!». En medio de aquella opresiva oscuridad, Silas empezó a rezar, dejando que el dolor que le recorría el cuerpo alimentara sus súplicas.
«Un milagro, señor. Haz un milagro».
Silas no podía saber que, en pocas horas, ese milagro le iba a ser concedido.
—¿Robert? —Sophie seguía observándolo—. Te he visto. Acabas de poner una cara rara.
Langdon se volvió, y se dio cuenta de que tenía la mandíbula tensa y que el corazón le latía con fuerza. Acababa de ocurrírsele una idea. «¿Era posible que la explicación fuera así de fácil?».
—Sophie, tengo que hacer una llamada. Déjame tu teléfono.
—¿Ahora?
—Me parece que he resuelto algo.
—¿Qué?
—Te lo digo en un minuto. Déjame el teléfono. Sophie parecía preocupada.
—Dudo que Fache lo tenga pinchado, pero por si acaso, no hables más de un minuto —le dijo, alargándole el aparato.
—¿Qué tengo que marcar para llamar a Estados Unidos?
—Tienes que hacer una llamada a cobro revertido, porque mi servicio no incluye las llamadas transatlánticas.
Langdon pulsó el cero, consciente de que los siguientes sesenta segundos podían traerle la respuesta a la pregunta que le había estado mortificando toda la noche.