Hasta esa noche, a Sophie Neveu, a pesar de trabajar para las fuerzas del orden, nunca la habían apuntado con una pistola. Era de lo más extraño, pero la que ahora tenía delante la sostenía, con su mano pálida, un enorme albino de pelo largo y blanco. La miraba con unos ojos rojos que tenían algo de terrorífico, de fantasmal. Vestido con un hábito de lana, con una cuerda atada a la cintura, parecía un clérigo medieval. Sophie no tenía ni idea de quién podía ser, pero de pronto recordó las sospechas de Teabing de que la Iglesia estaba detrás de todo aquello y su respeto por él ganó varios puntos más.
—Ya sabe para qué he venido —dijo el monje con la voz hueca.
Sophie y Teabing estaban sentados en el diván, con los brazos en alto, acatando las órdenes del asaltante. Langdon estaba en el suelo, quejándose. Los ojos del intruso se fijaron al momento en el cilindro que seguía en el regazo de Teabing.
—No podrá abrirlo.
El tono de voz de sir Leigh era desafiante.
—Mi Maestro es muy listo —replicó el monje con el arma apuntando a un espacio intermedio entre los dos.
Sophie se preguntaba dónde estaba el mayordomo. «¿Es que no había oído caer a Langdon?».
—¿Quién es su maestro? —le preguntó Teabing—. Tal vez podamos llegar a un acuerdo económico.
—El Grial no tiene precio.
Dio un paso adelante.
—Está sangrando —comentó Teabing sin perder la calma y señalándole con un movimiento de cabeza el muslo derecho, por donde un hilo de sangre se había ido deslizando hasta la rodilla—. Y cojea.
—En eso coincidimos —replicó el monje apuntando a las muletas que tenía al lado—. Bueno, páseme la clave.
—¿Qué sabe usted de la clave? —le preguntó Teabing sorprendido.
—Qué más da lo que sepa o deje de saber. Levántese despacio y entréguemela.
—No sé si se da cuenta de que no me resulta fácil moverme. —Mejor. No me interesa que nadie haga ni un solo movimiento brusco.
Teabing agarró una muleta con la mano derecha y cogió el cilindro con la izquierda. Se levantó con esfuerzo y se quedó de pie, ladeado y sosteniendo con fuerza el criptex.
El monje se adelantó un poco más, apuntándole directamente a la cabeza. Sophie vio con impotencia que el monje alargaba la mano para coger el cilindro.
—No se saldrá con la suya —dijo Teabing—. Sólo los dignos lograrán abrir la piedra.
«Sólo Dios juzga quién es digno», pensó Silas.
—Pesa mucho —dijo el viejo de las muletas agitando la mano—. Si no lo coge pronto, se me va a caer —añadió, ladeándose peligrosamente.
Silas se adelantó para coger el criptex y, al hacerlo, el viejo perdió el equilibrio. Sin soltar la muleta, empezó a inclinarse hacia la derecha. «¡No!», Silas se lanzó a salvar el precioso objeto, para lo que bajó el arma. Pero el cilindro seguía alejándose de él. Al caer, el hombre dobló la mano izquierda y el criptex cayó sobre el sofá. En ese mismo instante, la muleta metálica que había dejado de sostener al viejo pareció acelerarse y empezó describir una parábola en dirección a la pierna de Silas.
Al entrar en contacto con su cilicio, la muleta le clavó las púas en el muslo, que estaba ya en carne viva. El monje se sintió embargado por intensas oleadas de dolor. Retorciéndose, cayó de rodillas, y en esa posición su cinturón de castigo le apretó todavía más. El arma se disparó con estruendo y la bala se incrustó en el suelo sin herir a nadie. Antes de que le diera tiempo a levantarla y a disparar de nuevo, se encontró con el pie de la mujer que le aplastaba la cara.
Al principio del camino, del otro lado de la verja, Collet oyó el disparo. Fache venía de camino, y él ya había renunciado a atribuirse ningún mérito por la captura de Langdon aquella noche. Pero sería bien tonto si dejara que por culpa del ego del capitán le abrieran a él un expediente por negligencia.
«¡Sonó un disparo en una residencia particular! ¿Y usted siguió esperando al otro lado de la verja?».
Collet sabía que hacía rato que habían perdido la ocasión de rodear la casa sin llamar la atención. Como también sabía que si seguía sin actuar un segundo más, mañana su carrera policial sería cosa del pasado. Clavó los ojos en la verja de hierro y tomó una decisión.
—Echen las puertas abajo.
En los lejanos resquicios de su aturdida mente, Robert Langdon había oído el disparo, así como un grito de dolor. ¿El suyo? Sentía que una taladradora le estaba perforando el cráneo. Cerca, en algún lugar indeterminado, había gente hablando.
—Pero ¿dónde diablos te habías metido? —gritaba Teabing.
El mayordomo se acercaba a toda prisa.
—¿Qué ha pasado? Oh, Dios mío, ¿quién es este? ¡Voy a llamar a la policía!
—¡Pero qué es esto! No llames a la policía. Haz algo útil y trae alguna cuerda para inmovilizar a este monstruo.
—¡Y un poco de hielo! —gritó Sophie al ver que se alejaba corriendo.
Langdon volvió a notar que perdía el conocimiento. Más voces. Movimiento. Ahora estaba sentado en el diván. Sophie le había puesto una bolsa con hielo en la cabeza. Le dolía el cráneo. A medida que se le iba aclarando la visión, iba haciéndosele más claro que tendido en el suelo había alguien. «¿Tengo alucinaciones?». El enorme cuerpo de un monje albino estaba atado y amordazado con cinta aislante. Tenía un corte en la barbilla y el hábito, por encima del muslo derecho, estaba empapado de sangre. También él parecía estar despertando en ese momento.
Langdon se volvió hacia Sophie.
—¿Quién es este? ¿Qué… qué ha pasado?
Teabing apareció cojeando en su campo de visión.
—Te ha rescatado un caballero que blandía su Excalibur de Ortopedia Acme.
—¿Eh? —musitó Robert intentando incorporarse. La caricia de Sophie era temblorosa pero tierna.
—Espera un minuto, Robert.
—Me temo —dijo Teabing— que acabo de demostrarle a tu amiga la desafortunada ventaja de mi defecto físico. Parece que todo el mundo te subestima.
Desde el diván, Langdon miró al monje e intentó imaginar qué había pasado.
—Llevaba puesto un cilicio —intervino Teabing.
—¿Que llevaba qué?
Teabing le señaló las tiras de piel con púas empapadas de sangre que había en el suelo.
—Lo llevaba en el muslo. Y yo he apuntado bien.
Langdon se rascó la cabeza. Había oído hablar de aquellos castigos corporales.
—Pero… ¿cómo lo has sabido?
Sir Leigh sonrió.
—El cristianismo es mi campo de estudio, Robert, y hay ciertas organizaciones que no se esconden demasiado. —Con la punta de la muleta, señaló el hábito del monje empapado de sangre—. Como en este caso.
—El Opus Dei —susurró Langdon, recordando que hacía poco los medios de comunicación habían revelado que importantes empresarios de Boston pertenecían a esa organización. Algunos compañeros de trabajo, recelosos, los habían acusado públicamente de llevar cilicios debajo de los trajes, cosa que había resultado ser falsa. En realidad, como muchos otros miembros del Opus, aquellos empresarios eran «supernumerarios», y no se auto infligían castigos corporales. Eran católicos devotos, padres entregados a sus hijos y miembros activos de sus respectivas comunidades. Como de costumbre, los medios de comunicación habían mencionado de pasada su compromiso espiritual antes de pasar a exponer con todo lujo de detalles los aspectos más escandalosos de las prácticas de los «numerarios»… miembros que eran como el monje que ahora Langdon tenía delante.
Teabing tenía la vista fija en el cinturón ensangrentado.
—Pero ¿por qué ha de estar el Opus buscando el Santo Grial?
Langdon estaba demasiado atontado para pensar en aquella cuestión.
—Robert —dijo Sophie acercándose hasta la caja de madera—. ¿Qué es esto?
Había cogido la rosa que él había sacado de la tapa.
—Sirve para ocultar unas inscripciones en el fondo de la tapa. Me parece que el texto nos ayudará a abrir el criptex.
Antes de que Teabing o Sophie pudieran decir nada, un mar de luces y sirenas se materializó a la entrada de la propiedad y empezó a serpentear en dirección de la mansión.
Teabing frunció el ceño.
—Amigos, parece que tenemos que tomar una decisión. Y será mejor que no tardemos mucho.