Sentado en el diván, con la caja de madera sobre las piernas, Teabing admiraba la elaborada rosa de la tapa. «Esta ha sido la noche más rara y mágica de mi vida».
—Ábrala —le susurró Sophie, que estaba de pie a su lado, junto a Langdon.
Teabing sonrió. «Sin prisas». Después de haber pasado más de diez años buscando esa clave, quería saborear todas las milésimas de segundo del momento. Pasó la palma de la mano por la tapa de madera, y notó la textura de la flor.
—La rosa —dijo en voz muy baja—. «La rosa es Magdalena, es el Santo Grial. La rosa es la brújula que indica el camino». Teabing se sentía como un idiota. Durante años había recorrido Francia entera en busca de iglesias y catedrales, había pagado dinero para que le permitieran el acceso a lugares restringidos, había examinado centenares de arcos situados debajo de rosetones, había buscado alguna clave de bóveda que incorporara algún código. «La clef de voúte, una clave bajo el signo de la rosa».
Despacio, sir Leigh le quitó el cierre a la tapa y la abrió.
Cuando sus ojos se posaron por fin en el contenido, supo al instante que sí, que aquello no podía ser sino la clave. Miraba aquel cilindro de mármol, formado por discos conectados entre sí y marcados con letras. Aquel mecanismo le resultaba curiosamente familiar.
—Realizado a partir de los diarios de Leonardo da Vinci —dijo Sophie—. Mi abuelo los fabricaba a modo de pasatiempo.
—Sí, claro.
Teabing había visto los bocetos y los diseños. «La clave para encontrar el Santo Grial está en esta piedra». Sacó el pesado criptex de la caja y lo sostuvo con cuidado. Aunque no tenía ni idea de qué debía hacer para abrirlo, intuía que su propio destino dependía del contenido del cilindro. En momentos de zozobra, Teabing había llegado a dudar de si la búsqueda a la que había dedicado su vida obtendría alguna recompensa. Ahora, esa incerteza había sido disipada de un plumazo. Le parecía oír las antiguas palabras… los cimientos de la leyenda del Grial:
«Vous ne trouvez pas le Saint-Graal, cest le Saint-Graal qui vous trouve».
«No eres tú quien encuentra el Santo Grial, sino el Santo Grial quien te encuentra a ti».
Y esa noche, por más increíble que pareciera, la clave para encontrar el Santo Grial había llegado directamente hasta su propia casa.
Mientras Sophie y Teabing hablaban del criptex, del vinagre, de los diales y la posible contraseña, Langdon depositó la caja de madera encima de una mesa bien iluminada para examinarla mejor. Sir Leigh acababa de decir algo que no dejaba de rondarle por la cabeza.
«La clave del Grial está oculta bajo el signo de la rosa».
Langdon levantó la caja a la luz y estudió el símbolo taraceado. Aunque sus conocimientos de arte no abarcaban los trabajos de marquetería o de taracea, acababa de recordar el famoso techo embaldosado de un monasterio a las afueras de Madrid y que, tres siglos después de su construcción, las baldosas habían empezado a despegarse, dejando al descubierto unos textos sagrados escritos por los monjes en el yeso que había debajo.
Langdon observó la rosa una vez más.
«Bajo la rosa».
«Sub rosa».
«Secreto».
Un ruido en el pasillo, a su espalda, le hizo volverse. Sólo se veían sombras. Seguro que el mayordomo de Teabing acababa de pasar por allí. Volvió a concentrarse en la caja. Pasó un dedo por el fino borde de la rosa, preguntándose si sería posible levantarla. Pero no, el encaje era perfecto. Dudaba incluso de que el filo de una hoja de afeitar cupiera entre el perfil de la flor y el hueco perfectamente labrado en que estaba insertada.
Abrió la caja y examinó el interior de la tapa. También era muy fina al tacto. Sin embargo, al cambiar un poco de posición, la luz incidió sobre lo que parecía ser un pequeño agujero en la parte posterior de la tapa, en su centro exacto. Bajándola, examinó de nuevo el símbolo encastrado y constató que ahí no había ningún hueco.
«El agujero no llega al otro lado».
Dejó la caja sobre la mesa, echó un vistazo a la habitación y se fijó en un fajo de papeles sujetos con un clip. Cogió el clip, volvió a la mesa, levantó de nuevo la tapa y observó el agujero. Con cuidado, desdobló el alambre y lo metió en él, haciendo un poco de presión. No hizo falta más. Oyó el ruido sordo de algo que había caído sobre la mesa. Langdon cerró la tapa y miró. Se trataba de un pequeño fragmento de madera, como la pieza de un rompecabezas; la rosa se había desprendido de la tapa y había caído sobre la mesa.
Anonadado, Langdon miró el hueco que había dejado. Ahí, grabadas con pulcra caligrafía sobre una fina lámina de madera que tapaba el fondo del hueco, había cuatro líneas escritas en una lengua que nunca había visto.
«Las letras parecen vagamente semíticas —pensó Langdon—, pero no reconozco a qué idioma corresponden».
Detrás de él, un movimiento brusco llamó su atención. Como salido de la nada, algo le golpeó en la cabeza y le hizo doblarse de rodillas.
Mientras caía al suelo, le pareció por un instante ver a un pálido fantasma abalanzarse sobre él, con un arma en la mano. Luego, todo se hizo oscuro.