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—Me acusan injustamente, Leigh —dijo Langdon, intentando mantener la calma—. «Ya me conoces. Soy incapaz de matar a nadie». El tono de Teabing no se suavizó.

—Robert, por Dios, pero si te están sacando por la televisión. ¿Sabías que te busca la policía?

—Sí.

—Entonces has abusado de mi confianza. Me asombra que hayas sido capaz de hacerme correr este riesgo viniendo aquí y pidiéndome que diserte sobre el Grial para que así tú puedas esconderte en mi casa.

—Yo no he matado a nadie.

—Jacques Sauniére está muerto, y la policía dice que lo has matado tú. —Teabing parecía triste—. Un gran impulsor de las artes…

—¿Señor? —El mayordomo estaba junto a la puerta, detrás de sir Leigh, con los brazos cruzados—. ¿Los acompaño a la salida?

—Ya lo hago yo.

Cruzó el estudio y abrió unas grandes puertas acristaladas que daban al jardín.

—Por favor, suban al coche y váyanse. Sophie no se movió.

—Tenemos información sobre la clef de voúte. La clave del Priorato.

Teabing la miró fijamente durante unos segundos y finalmente hizo un gesto de rechazo.

—Una treta desesperada. Robert sabe cuánto la he buscado.

—Te está diciendo la verdad —intervino Langdon—. Por eso hemos recurrido a ti esta noche. Para hablarte de la clave.

El mayordomo interrumpió.

—Váyanse o llamo a la policía.

—Leigh —susurró Langdon—. Sabemos dónde está. El aplomo de Teabing pareció flaquear un poco. Rémy entró en el estudio.

—¡Váyanse ahora mismo! Si no les sacaré yo…

—Rémy —exclamó Teabing volviéndose al mayordomo—. Discúlpanos un momento.

El mayordomo se quedó boquiabierto.

—Señor, permítame que proteste. Esta gente es…

—Yo me encargo de todo —insistió sir Leigh serrándole la puerta.

Tras un momento de tenso silencio, Rémy se retiró a regañadientes, como un perro humillado.

La brisa fresca de la noche entraba por los ventanales abiertos.

Teabing se volvió para mirar a Langdon y a Sophie con expresión todavía seria.

—Por vuestro bien, espero que sea verdad lo que decís. ¿Qué sabéis de la clave?

Oculto tras los setos que había en el exterior del estudio de Teabing, Silas sostenía la pistola y observaba a través de la puerta vidriera. Hacía sólo un momento que había rodeado la casa y había visto a Langdon y a la mujer conversando en el gran estudio. Antes de que le diera tiempo a entrar, un señor con muletas se le había adelantado y había empezado a gritarle a Langdon, había abierto la puerta y les había pedido a sus invitados que se fueran. «Entonces aquella mujer había mencionado lo de la clave, y todo había cambiado». Los gritos se habían convertido en susurros, y los ánimos se habían calmado. Y la puerta vidriera había vuelto a cerrarse.

Ahora, agazapado entre las sombras, Silas observaba tras el cristal. La clave se encuentra en algún lugar de la casa. Silas lo intuía.

Ahí, en la penumbra, se acercó más a los cristales, impaciente por oír lo que estaban diciendo. Les daría cinco minutos. Si no revelaban dónde estaba la clave, Silas tendría que entrar y convencerlos por la fuerza.

En el estudio, Langdon percibía el desconcierto de su anfitrión.

—¿Gran Maestre? —repitió atragantándose casi y clavando la mirada en Sophie—. ¿Jacques Sauniére?

Sophie asintió con un gesto de cabeza, consciente de la sorpresa que le había causado.

—¡Pero es imposible que usted sepa algo así! —Jacques Sauniére era mi abuelo.

Teabing se tambaleó apoyado en las muletas y miró a Langdon, que asintió.

—Señorita Neveu, me deja usted mudo. Si es cierto lo que dice, siento mucho su pérdida. Debo admitir que, en aras de mis investigaciones, he realizado listas de los hombres que, en París, pensaba que podían ser buenos candidatos a pertenecer al Priorato. Y Jacques Sauniére estaba en ellas junto a muchos otros. ¡Pero Gran Maestre! Cuesta imaginarlo. —Se quedó unos instantes en silencio y meneó la cabeza—. Aun así, sigue sin tener sentido. Aunque su abuelo fuera el Gran Maestre de la Orden y hubiera creado la clave él mismo, nunca le habría revelado a usted cómo encontrarla. La clave abre el camino al tesoro más importante de la hermandad. Nieta o no nieta, usted no puede ser la depositaria de un dato como ese.

—El señor Sauniére se estaba muriendo cuando transmitió esa información —comentó Langdon—. No le quedaban demasiadas alternativas.

—Es que no le hacía falta ninguna. Hay tres sénéchaux que también conocen el secreto. Ahí está la gracia de su sistema. Uno de ellos pasará a ser Gran Maestre y nombrarán a otro sénéchal al que revelarán el secreto de la clave.

—Deduzco que no ha visto el informativo completo —dijo Sophie—. Además de a mi abuelo, también han asesinado a tres prominentes parisinos. En circunstancias similares. En todos los casos hay indicios de que han sido interrogados antes de morir.

Teabing estaba anonadado.

—¿Y cree que eran…?

—Los sénéchaux —intervino Langdon.

—Pero ¿cómo es posible? ¡El asesino no puede haber descubierto la identidad de los cuatro altos cargos del Priorato de Sión! Yo llevo decenios buscándolos y ni siquiera podría nombrarles a uno. Me parece inconcebible que alguien haya descubierto y asesinado en un solo día a los tres sénéchaux y al Gran Maestre.

—Dudo que haya obtenido la información en un solo día —comentó Sophie—. Parece más bien un plan de descabezamiento muy bien preparado. Algo parecido a las técnicas que usamos para luchar contra el crimen organizado. Si la Policía judicial quiere ir a por un grupo concreto, lo investigan y lo espían en silencio durante meses, identifican a los peces gordos y sólo entonces actúan y los detienen a todos a la vez. Decapitación. Sin líderes, el grupo sucumbe al caos y divulga más información. Es posible que alguien se haya dedicado a investigar con mucha paciencia al Priorato y luego haya atacado, con la esperanza de que los altos mandos revelaran el paradero de la clave.

Teabing no parecía convencido.

—Pero los hermanos no confesarían nunca. Juran guardar el secreto. Incluso ante una muerte inminente.

—Exacto —dijo Langdon—. Es decir, que si no divulgaran el secreto y todos murieran…

Teabing ahogó un grito de horror.

¡El paradero de la clave se perdería para siempre!

—Y con él, el del Santo Grial.

Con el peso de aquellas palabras, el cuerpo de sir Leigh parecía a punto de perder el equilibrio. Entonces, como sí se viera incapaz de resistir un momento más, se dejó caer sobre una silla y miró por la ventana.

Sophie se le acercó y le habló con dulzura.

—Teniendo en cuenta lo apurado de la situación en la que se encontró mi abuelo, parece posible que, en su total desesperación, intentara revelarle el secreto a alguien externo a la hermandad. Alguien en quien confiara. Alguien de su familia.

Teabing estaba pálido.

—Pero alguien capaz de semejante ataque… de descubrir tantas cosas sobre la Orden… —Se detuvo, presa de un nuevo temor—. Sólo puede tratarse de una organización. Este tipo de infiltración puede sólo haber venido del enemigo más antiguo del Priorato.

Langdon alzó la vista.

—De la Iglesia.

—¿Y de quién si no? Roma lleva siglos buscando el Grial. Sophie se mostró escéptica.

—¿Crees que la Iglesia mató a mi abuelo?

—No sería la primera vez que la Iglesia mata para protegerse —intervino Teabing—. Los documentos que acompañan al Santo Grial son explosivos, y la Iglesia lleva muchos años queriendo destruirlos.

A Langdon le costaba creer que la Iglesia se dedicara a matar descaradamente para obtener esos documentos. Habiendo conocido al nuevo Papa y a muchos cardenales, Langdon sabía que se trataba de hombres de profunda espiritualidad que nunca sucumbirían al asesinato. «Por más que quisieran conseguir algo».

Sophie parecía ser de la misma opinión.

—¿Y no es posible que los hayan matado personas ajenas a la Iglesia? ¿Alguien que no entienda lo que el Grial es en realidad? El cáliz de Cristo puede ser un trofeo muy apetecible. Está claro que los buscadores de tesoros han matado por mucho menos.

—Según mi experiencia —respondió Teabing—, el hombre llega mucho más lejos para evitar lo que teme que para alcanzar lo que desea. Y en este asalto al Priorato me parece detectar cierta desesperación.

—Leigh —interrumpió Langdon—. En tu argumento hay cierta paradoja. ¿Por qué habría el clero católico de asesinar a miembros del Priorato, en un intento de hallar y destruir unos documentos que, según proclama, son falsos testimonios?

Teabing ahogó una risita.

—Las torres de marfil de Harvard te han ablandado, Robert. Sí, el clero de Roma está tocado por la fuerza de la fe, y precisamente por eso sus creencias pueden soportar cualquier tormenta, incluidos los documentos que contradicen lo que más sagrado es para ellos. Pero ¿qué me dices del resto del mundo? ¿Qué hay de los que no están bendecidos por las mismas certezas? ¿Qué me dices de los que ven la crueldad del mundo y se preguntan dónde está Dios? ¿Y de los que saben de los escándalos de la Iglesia y se preguntan quiénes son esos hombres que afirman tener la verdad sobre Cristo y aun así mienten y encubren los abusos sexuales a niños cometidos por sus propios sacerdotes? —Teabing se detuvo un instante—. ¿Qué pasa con esa gente, Robert, si las persuasivas pruebas científicas demuestran que la versión de la historia de Jesús que propone la Iglesia no es exacta, y que la mayor historia jamás contada es en realidad la mayor historia jamás inventada?

Langdon no le respondió.

—Pues ya te diré yo qué es lo que pasa si esos documentos salen a la luz —dijo Teabing—. Que el Vaticano se enfrentaría a la peor crisis de fe de sus dos milenios de historia.

—Pero si es la Iglesia la que está detrás de todo esto —preguntó Sophie tras un largo silencio—, ¿por qué actúa precisamente ahora? ¿Después de tantos años? El Priorato tiene ocultos los documentos. No suponen un peligro inminente para ella.

Teabing suspiró ruidosamente y miró a Langdon.

—Robert, supongo que estás al corriente de la misión final del Priorato.

Langdon se quedó sin aire al pensar en ella.

—Sí.

—Señorita Neveu —dijo Teabing—, la Iglesia y el Priorato se han sometido durante años a un acuerdo tácito, consistente en que la Iglesia no atacaba a la hermandad y ésta no sacaba a la luz los documentos del Santo Grial. —Hizo una pausa—. Sin embargo, parte de la historia del Priorato ha incluido siempre el plan para revelar el secreto. Al llegar a una fecha concreta, la hermandad planea romper su silencio y culminar su triunfo mostrando al mundo los documentos del Sangreal y gritando a los cuatro vientos la verdadera historia de Jesucristo.

Sophie se quedó mirando a sir Leigh sin decir nada y se sentó.

—¿Y cree que esa fecha está cerca? ¿Y que la Iglesia lo sabe?

—Una especulación como cualquier otra —respondió Teabing—, pero sin duda le proporcionaría a la Iglesia motivación para lanzar un ataque en toda regla que le permitiera encontrar los documentos antes de que fuera demasiado tarde.

Langdon tenía la incómoda sensación de que lo que decía Teabing no era en absoluto descabellado.

—¿Crees que la Iglesia es capaz de encontrar pruebas fiables de la fecha que maneja el Priorato?

—¿Por qué no? Si aceptamos que ha sido capaz de descubrir las identidades de los cuatro miembros de la cúpula del Priorato, no hay duda de que podrían haberse enterado también de sus planes. E incluso si desconocen la fecha exacta, sus supersticiones pueden haber jugado a su favor.

—¿Supersticiones? —preguntó Sophie.

—En términos de profecías, en la actualidad estamos en una época de enormes cambios. Acabamos de terminar un milenio, y con él ha concluido la era astrológica de Piscis, que ha durado dos mil años y que representa el pez, que también es el símbolo de Jesús. Como le dirá cualquier especialista en simbología, el ideal de Piscis defiende que son los poderes superiores los que deben dictar al hombre lo que debe hacer, pues él es incapaz de pensar por sí mismo. Por tanto, este ha sido un tiempo de religiosidad ferviente. Ahora, sin embargo, estamos entrando en la Era de Acuario, el receptáculo del agua, cuyo ideal defiende que los hombres aprenderán la verdad y serán capaces de pensar por sí mismos. El cambio ideológico es enorme, y está teniendo lugar en este mismo momento.

Langdon sintió un escalofrío. Las profecías astrológicas nunca le habían interesado demasiado ni se había fiado de su credibilidad, pero sabía que había gente en la Iglesia que las seguía a pies juntillas.

—La Iglesia llama a este periodo de transición «el Fin de los Días».

Sophie le miró con expresión de incredulidad.

—¿El fin del mundo? ¿El Apocalipsis?

—No —replicó Langdon—. Ese es un error de concepto muy extendido. Son muchas las religiones que hablan del Fin de los Días. Y no se refieren al fin del mundo, sino más bien al final de la presente era, la de Piscis, que empezó en la época del nacimiento de Cristo, se desarrolló en el transcurso de dos mil años y ha terminado con el fin del milenio que hemos dejado atrás. Y ahora que hemos entrado en la Era de Acuario, el Fin de los Días ha llegado.

—Muchos historiadores especializados en el Grial —añadió Teabing—, creen que si es cierto que el Priorato planea revelar su verdad, este punto de la historia sería una época especialmente adecuada para hacerlo. La mayor parte de los estudiosos del Priorato, entre los que me incluyo, previeron que la divulgación del secreto coincidiría exactamente con el cambio de milenio. Pero está claro que no fue así. Se sabe que el calendario romano no coincide exactamente con los indicadores astrológicos, por lo que en la predicción hay cierto margen de error. No sé si la Iglesia posee información secreta sobre una inminente fecha exacta o si es que sencillamente se está poniendo nerviosa en previsión de que se cumpla la profecía astrológica. Sea como sea, eso no es lo importante. Ambos casos explicarían la posible motivación de la Iglesia para lanzar un ataque preventivo contra el Priorato. —Teabing frunció el ceño—. Y, no lo dude, si encuentran el Santo Grial, lo destruirán. Y con los documentos y las reliquias de la bendita María Magdalena harán lo mismo. —Se le entristeció la mirada—. Y entonces, una vez los documentos del Sangreal hayan desaparecido, se perderán todas las pruebas. La Iglesia habrá ganado la guerra que inició hace tantos siglos para reescribir la historia. El pasado quedará borrado para siempre.

Despacio, Sophie se sacó la llave cruciforme del bolsillo del suéter y se la entregó a Teabing, que la cogió y la observó con detenimiento.

—Dios mío. El sello del Priorato. ¿De dónde ha sacado esto?

—Mi abuelo me lo ha dado esta noche, antes de morir.

Teabing pasó los dedos por la superficie.

—¿La llave de una iglesia?

Sophie aspiró hondo.

—Esta llave proporciona acceso a la clave.

Teabing echó hacia atrás la cabeza en un gesto de incredulidad.

—¡Imposible! ¿Qué iglesia se me ha escapado? ¡Pero si las he revisado todas!

—No está en una iglesia —dijo Sophie—. Está en un banco suizo. La mirada de emoción de Teabing se desvaneció. —¿La clave está en un banco?

—En una cámara acorazada —especificó Langdon.

—¿En una cámara acorazada? —Negó con la cabeza—. Eso es imposible. Se supone que la clave está escondida bajo el signo de la rosa.

—Y lo está. Estaba metida dentro de una caja de palisandro, que también se conoce como palo de rosa, con una rosa de cinco pétalos taraceada en la tapa.

Teabing estaba anonadado.

—¿Habéis visto la clave?

Sophie asintió.

—Hemos estado en el banco.

Teabing se les acercó con los ojos llenos de temor.

—Amigos, debemos hacer algo. ¡La clave está en peligro! Tenemos el deber de protegerla. ¿Y si hubiera otras llaves? ¿Tal vez robadas a los sénéchaux asesinados? Si la Iglesia tuviera acceso al banco, igual que lo habéis tenido vosotros…

—Llegarían demasiado tarde —dijo Sophie—. Porque nos la hemos llevado nosotros.

—¿Qué? ¿Habéis sacado la clave de su escondite?

—No te preocupes —intervino Langdon—. Está muy bien escondida.

—Espero que así sea.

—La verdad —dijo Langdon sin poder disimular una sonrisa— es que eso dependerá de con qué frecuencia limpies debajo del sofá.

Había empezado a soplar el viento en el exterior del Cháteau Villete, y a Silas, agazapado junto a la ventana, se le agitaba el hábito. Aunque no había podido oír casi nada, la palabra «clave» había traspasado los cristales varias veces.

«Está dentro».

Tenía frescas en la mente las palabras de El Maestro. «Entra en el Cháteau Villete. Coge la clave. No le hagas daño a nadie».

Ahora, Langdon y los demás se habían trasladado de pronto a otra estancia, apagando las luces del estudio antes de abandonarlo. Sintiéndose como una pantera persiguiendo a su presa, Silas se acercó a la puerta vidriera. Como sólo estaba entornada, la empujó y entró en el salón. Oía voces amortiguadas que venían de otra habitación. Se sacó la pistola del bolsillo, quitó el seguro y avanzó despacio por el pasillo.