6

Tras pasar por debajo de la reja de seguridad, Robert Langdon estaba ahora junto a la entrada de la Gran Galería, observando el acceso a un cañón abovedado muy largo y muy profundo. A ambos lados de la galería, los severos muros se elevaban nueve metros y se perdían en la oscuridad. El brillo tenue y rojizo de las luces de emergencia apuntaba hacia arriba, iluminando con un resplandor artificial la colección de Leonardos, Tizianos y Caravaggios suspendidos del techo con cables. Naturalezas muertas, escenas religiosas y paisajes se alternaban con retratos de nobles y políticos.

Aunque la Gran Galería albergaba las obras pictóricas italianas más famosas del Louvre, a muchos visitantes les parecía que lo que la hacía más impresionante era en realidad su suelo de parqué. Con un deslumbrante diseño geométrico conseguido a base de losanges de roble, el pavimento producía un efímero efecto óptico: una red multidimensional que daba a quienes recorrían la galería la sensación de estar flotando sobre una superficie que cambiaba a cada paso.

Nada más empezar a recorrer el dibujo con la mirada, sus ojos se detuvieron en un objeto inesperado que había en el suelo, a su izquierda, rodeado con un precinto de la policía. Se volvió para mirar a Fache.

—¿Lo que está en el suelo es… un Caravaggio?

El capitán asintió sin mirar.

Langdon calculaba que aquella pintura estaba valorada en más de dos millones de dólares, y sin embargo estaba ahí, tirada en el suelo como un cartel viejo.

—¿Y qué está haciendo en el suelo?

Fache frunció el ceño, sin inmutarse.

—Esto es la escena de un crimen, señor Langdon. No hemos tocado nada. El conservador arrancó el cuadro de la pared. Así es como se activó el sistema de seguridad.

Langdon volvió a mirar la reja, intentando imaginar qué había sucedido.

—A Sauniére lo atacaron en su despacho, salió corriendo a la Gran Galería y activó la reja de seguridad arrancando ese óleo de la pared. Ésta se cerró al momento sellando el paso. Se trata de la única vía de acceso o de salida de la galería.

Langdon estaba confuso.

—Entonces, ¿el conservador llegó a capturar a su atacante dentro de la Gran Galería?

Fache negó con la cabeza.

—La reja de seguridad le sirvió para separarse de su atacante. El asesino quedó fuera, en el vestíbulo, y disparó a Sauniére desde el otro lado de la reja. —El capitán señaló una etiqueta naranja que colgaba de uno de los barrotes de la reja por la que acababan de pasar—. La policía científica ha encontrado trazas de un disparo efectuado con arma de fuego. El atacante disparó desde detrás de la reja. Sauniére ha muerto aquí solo.

Langdon recordó la foto del cadáver.

«Dijeron que se lo había hecho él mismo». Escrutó el enorme pasillo que tenían delante.

—¿Y dónde está el cuerpo?

Fache se arregló el pasador de la corbata con forma de cruz y empezó a caminar.

—Como seguramente ya sabe, la Gran Galería es bastante larga.

Su extensión exacta, sí no recordaba mal, era de unos cuatrocientos setenta y dos metros, el equivalente a tres obeliscos de Washington puestos en fila. Igual de impresionante era la anchura de aquel corredor, lo bastante espacioso como para albergar cómodamente dos trenes de pasajeros. En el espacio central, a intervalos, había colocadas algunas esculturas o enormes urnas de porcelana, que servían para dividir el pasillo de manera elegante y para crear dos carriles para los visitantes, uno para los que iban y otro para los que volvían.

Ahora Fache no decía nada y avanzaba por el lado derecho de la Galería con la mirada clavada al frente. A Langdon le parecía casi una falta de respeto pasar frente a todas aquellas obras de arte sin reparar siquiera en ellas.

«Aunque está tan oscuro que tampoco vería nada», pensó.

Aquella luz tenue y rojiza le trajo por desgracia a la memoria su última experiencia con ese mismo tipo de iluminación, en los Archivos Secretos Vaticanos. Volvió a pensar en lo cerca que estuvo de la muerte aquel día en Roma. Era el segundo paralelismo de la noche. A la mente le volvió la imagen de Vittoria. Hacía meses que no soñaba con ella. A Langdon le costaba creer que de lo de Roma hiciera sólo un año; parecían décadas. «Otra vida». Su último contacto por carta había sido en diciembre, cuando le había enviado una postal en la que le decía que se iba al mar de Java a seguir sus investigaciones sobre la teoría de las cuerdas… algo relacionado con el uso de satélites para seguir el rastro de las migraciones de las rayas. Langdon nunca había albergado la esperanza de que una mujer como Vittoria Vetra pudiera ser feliz con él viviendo en la universidad, pero su encuentro en Roma le había despertado un deseo que hasta aquel momento jamás se creyó capaz de sentir. De pronto su pertinaz soltería y las libertades básicas que ésta le permitía parecían haber zozobrado… y haber sido reemplazadas por un vacío inesperado que se había hecho mayor durante el último año.

A pesar de avanzar a paso rápido, Langdon seguía sin ver ningún cadáver.

—¿Llegó hasta tan lejos Jacques Sauniére?

—La bala le impactó en el estómago. Su muerte fue muy lenta.

Tal vez tardó entre quince y veinte minutos en perder la vida. Y está claro que era un hombre de gran fortaleza física. Langdon se volvió, indignado.

—¿Los de seguridad tardaron quince minutos en llegar hasta aquí?

—No, claro que no. El servicio de seguridad respondió de inmediato a la llamada de alarma y se encontraron con que la galería estaba sellada. A través de la reja oían a alguien que se movía al fondo del corredor, pero no veían quién era. Gritaron, pero no les respondió nadie. Supusieron que sólo podía tratarse de un delincuente, y siguiendo el protocolo avisaron a la Policía judicial. Llegamos en cuestión de quince minutos y conseguimos abrir un poco la reja, lo bastante como para colarnos por debajo. Ordené a doce hombres armados que registraran el pasillo y arrinconaran al intruso.

—¿Y?

—No encontraron a nadie, excepto a… —señaló hacía delante—. Él.

Langdon alzó la vista y siguió la dirección de aquel dedo. Al principio le pareció que Fache le señalaba una gran estatua de mármol que había en el centro de la galería. Pero al avanzar un poco pudo ver lo que había detrás. Poco menos de treinta metros más allá había un foco sobre un trípode portátil que iluminaba el suelo, creando una isla brillante de luz blanca en medio de aquella galería rojiza y en penumbra. En el centro, como si fuera un insecto bajo la lente de un microscopio, el cadáver del conservador estaba tendido en el suelo de madera.

—Ya ha visto la foto —dijo Fache—, así que esto no debería sorprenderle.

A medida que se iban acercando al cadáver, Langdon sentía que un escalofrío le recorría de arriba abajo. Aquella era una de las imágenes más extrañas que había visto en su vida.

El pálido cuerpo sin vida de Jacques Sauniére estaba en la misma posición que tenía en la foto. Langdon estaba de pie junto a él, entrecerrando los ojos para soportar la dureza de aquel foco, y tuvo que hacer un esfuerzo para convencerse de que había sido el propio conservador quien había dedicado los últimos minutos de su existencia a colocarse de aquel modo.

Sauniére estaba muy en forma para la edad que tenía… y ahora todos sus músculos quedaban a la vista. Se había quitado toda la ropa y la había doblado con esmero, dejándola en el suelo. Se había tendido boca arriba en el centro de la espaciosa galería, perfectamente alineado longitudinalmente. Sus brazos y piernas estaban totalmente extendidos, como los de un niño jugando a ser pájaro, o mejor, como los de un hombre al que una fuerza invisible estuviera a punto de descuartizar.

Justo por debajo del esternón de Sauniére, una mancha marcaba el punto donde la bala le había desgarrado la carne. La herida había sangrado muy poco, sorprendentemente, y había dejado sólo un pequeño charco oscuro.

El dedo índice de su mano izquierda también estaba ensangrentado, según parecía, porque lo había ido mojando en la herida para crear el entorno más perturbador de su macabro lecho de muerte: usando su propia sangre a modo de tinta, y su abdomen desnudo como lienzo, Sauniére había dibujado un sencillo símbolo sobre su piel; cinco líneas rectas que, a base de intersecciones, formaban una estrella de cinco puntas.

«El pentáculo».

La estrella de sangre, centrada en torno al ombligo del conservador, daba al cadáver un aspecto siniestro. La foto que había visto ya le había parecido escalofriante, pero presenciar la escena en persona le causó un gran impacto.

«Y se lo hizo él mismo».

—¿Señor Langdon? —Los ojos de Fache volvieron a posarse en el experto en simbología.

—Es el pentáculo —dijo Langdon, y la voz retumbó en la enormidad de aquel espacio—. Uno de los símbolos más antiguos de la tierra. Ya se usaba cuatro mil años antes de Cristo.

—¿Y qué significa?

Langdon siempre vacilaba cuando le hacían aquella pregunta. Decirle a alguien lo que «significaba» un símbolo era como decirle cómo debía hacerle sentir una canción; era algo distinto para cada uno. El capirote blanco usado por el Ku Klux Klan evocaba imágenes de odio y racismo en los Estados Unidos y, sin embargo, estaba lleno de significación religiosa en España.

—Los símbolos significan cosas distintas en sitios distintos —dijo Langdon—. Fundamentalmente, el pentáculo es un símbolo religioso pagano.

Fache asintió.

—Un culto al diablo.

—No —le corrigió Langdon inmediatamente, constatando que su elección de vocablos debería haber sido más clara.

En la actualidad, el término «pagano» estaba empezando a ser casi sinónimo de cultos satánicos. Craso error. La raíz de la palabra, en realidad, estaba en el término latino paganus, que significaba «habitante del campo». Los paganos eran por tanto literalmente campesinos sin adoctrinar apegados a los antiguos cultos rurales a la Naturaleza. De hecho, la desconfianza de la Iglesia para con los que vivían en las «villas» rurales era tanta que el antiguo término para describir a los campesinos —«villanos», habitantes de las villas—, había pasado a ser sinónimo de malvado.

—El pentáculo —aclaró Langdon—, es un símbolo precristiano relacionado con el culto a la Naturaleza. Los antiguos dividían el mundo en dos mitades: la masculina y la femenina. Sus dioses y diosas actuaban para mantener un equilibrio de poder. El yin y el yang. Cuando lo masculino y lo femenino estaban equilibrados, había armonía en el mundo. Cuando no, reinaba el caos. —Langdon señaló el estómago de Sauniére—. Este pentáculo representa la mitad femenina de todas las cosas, un concepto religioso que los historiadores de la religión denominan «divinidad femenina» o «venus divina». Y no hay duda de que eso, precisamente, Sauniére lo sabía muy bien.

—¿Me está diciendo que Sauniére se dibujó un símbolo de divinidad femenina en el estómago?

Langdon tenía que reconocer que era bastante raro.

—En su interpretación más estricta, el pentáculo representa a Venus, la diosa del amor sexual femenino y de la belleza.

Fache miró aquel cuerpo desnudo y emitió un gruñido.

—Las religiones de los primeros tiempos de la historia se basaban en el orden divino de la Naturaleza. La diosa Venus y el planeta Venus eran lo mismo. La diosa ocupaba un lugar en la bóveda celeste nocturna y se la conocía por multitud de nombres —Venus, La Estrella de Oriente, Ishtar, Astarte—, todos ellos conceptos del gran poder femenino y sus vínculos con la Naturaleza y la Madre Tierra.

Fache parecía más preocupado que antes, como si de algún modo prefiriera la idea del culto diabólico.

Langdon decidió no revelarle la propiedad más sorprendente del pentáculo: el origen gráfico de su vínculo con Venus. Cuando era un joven estudiante de astronomía, Langdon se sorprendió al saber que el planeta Venus trazaba un pentáculo perfecto en la Eclíptica cada ocho años. Tan impresionados quedaron los antiguos al descubrir ese fenómeno, que Venus y su pentáculo se convirtieron en símbolos de perfección, de belleza y de las propiedades cíclicas del amor sexual. Como tributo a la magia de Venus, los griegos tomaron como medida su ciclo de cuatro años para organizar sus Olimpiadas. En la actualidad, son pocos los que saben que el hecho de organizar los juegos Olímpicos cada cuatro años sigue debiéndose a los medios ciclos de Venus. Y menos aún los que conocen que el pentáculo estuvo a punto de convertirse en el emblema oficial olímpico, pero que se modificó en el último momento, las cinco puntas pasaron a ser cinco aros formando intersecciones para reflejar mejor el espíritu de unión y armonía del evento.

—Señor Langdon —dijo Fache de pronto—. El pentáculo tiene que estar también relacionado con el diablo. En sus películas de terror americanas siempre lo dejan muy claro.

Langdon frunció el ceño.

«Gracias, Hollywood». La estrella de cinco puntas se había convertido casi en un tópico en las películas sobre asesinos en serie satánicos, y casi siempre colgaba en el apartamento de algún satanista junto con la demás parafernalia supuestamente demoníaca. A él siempre le descorazonaba ver que el símbolo se usaba en aquel contexto, porque sus orígenes eran en gran medida divinos.

—Le aseguro —dijo— que a pesar de lo que vea en las películas, la interpretación demoníaca del pentáculo no es rigurosa desde el punto de vista histórico. El significado femenino original sí lo es, pero el simbolismo de esta figura se ha ido distorsionando con los milenios. En este caso, a través del derramamiento de sangre.

—No sé si lo entiendo.

Langdon miró el crucifijo de Fache, sin saber cómo enfocar lo que quería decir.

—La Iglesia, señor. Los símbolos son muy resistentes, pero la primera Iglesia católica romana alteró el significado del pentáculo. Como parte de la campaña del Vaticano para erradicar las religiones paganas y convertir a las masas al cristianismo, la Iglesia inició una campaña denigratoria contra los dioses y las diosas paganos, identificando sus símbolos divinos con el mal.

—Siga.

—Se trata de algo muy común en tiempos de incerteza. El nuevo poder emergente se apropia de los símbolos existentes y los degrada con el tiempo, en un intento de borrar su significado. En la batalla entre los símbolos paganos y los cristianos, perdieron los primeros; el tridente de Poseidón se convirtió en un símbolo del demonio. —Langdon hizo una pausa—. Por desgracia, el ejército de los Estados Unidos también ha pervertido el pentáculo; en la actualidad, es el símbolo bélico más destacado. Lo dibujamos en nuestros aviones de ataque y aparece en los galones de todos nuestros generales. «Eso es lo que han hecho con la diosa del amor y la belleza».

—Interesante. —Fache asintió sin apartar la vista del cuerpo de miembros extendidos—. ¿Y la posición del cuerpo? ¿Cómo la interpreta usted?

Langdon se encogió de hombros.

—La postura enfatiza aún más la referencia al pentáculo y al sagrado femenino.

Fache lo miró, desconcertado.

—¿Cómo dice?

—Replicación. Repetir un símbolo es la manera más sencilla de reforzar su significado. Jacques Sauniére se ha colocado imitando la forma de la estrella de cinco puntas. «Si un pentáculo es bueno, mejor serán dos».

Fache resiguió con la mirada las cinco puntas que formaban los brazos, las piernas y la cabeza del conservador, pasándose de nuevo la mano por el pelo.

—Un análisis interesante. —Hizo una pausa—. ¿Y el hecho de que esté desnudo? —añadió con un deje de disgusto en la voz, como si le repugnara la visión del cuerpo de un hombre mayor—. ¿Por qué se quitó la ropa?

«Esa sí que es una buena pregunta», pensó Langdon. Desde que vio la foto no había dejado de preguntárselo. Todo lo que se le ocurría era que la figura humana desnuda era otra representación de Venus —la diosa de la sexualidad humana. Aunque la cultura moderna había eliminado gran parte de la asociación entre Venus y la unión masculina/femenina, al ojo entrenado en etimologías no le costaría captar un vestigio del significado original de la diosa en la palabra «venéreo». Con todo, Langdon prefirió no sacar el tema.

—Señor Fache, está claro que yo no puedo decirle por qué Sauniére se ha dibujado este símbolo en el cuerpo y se ha colocado de esta manera, pero lo que sí puedo decirle es que para una persona como él, el pentáculo había de ser un símbolo de la divinidad femenina. La correlación entre ésta y ese símbolo es perfectamente conocida por los historiadores del arte y los simbologistas.

—Perfecto. ¿Y el uso de su propia sangre como tinta?

—Está claro que no tenía nada más con qué escribir.

Fache se quedó un momento en silencio.

—Pues yo creo que usó la sangre para que la policía iniciara ciertas investigaciones forenses.

—¿Cómo dice?

—Fíjese en la mano izquierda.

Langdon lo hizo, pero no vio nada. Rodeó el cadáver y se agachó, y fue entonces cuando, para su sorpresa, descubrió que el conservador tenía un rotulador en la mano.

—Sauniére lo tenía cogido cuando lo encontramos —dijo Fache, que se dirigió unos metros más allá, hasta una mesa plegable llena de objetos para la investigación, cables y aparatos electrónicos—. Como ya le he dicho, no hemos tocado nada. ¿Está usted familiarizado con este tipo de bolígrafos?

Langdon se agachó más para leer la etiqueta.

STYLO DE LUMIÉRE NOIRE

Alzó la vista al momento, sorprendido.

Aquel rotulador de tinta invisible tenía una punta de fieltro especial y estaba pensado originalmente para que museos, restauradores y unidades policiales de lucha contra la falsificación pudieran colocar marcas invisibles en las obras. La tinta del rotulador estaba hecha a base de una solución anticorrosiva de alcohol, que sólo se hacía visible bajo la luz ultravioleta. El personal encargado del mantenimiento de las obras del museo llevaba este tipo de rotuladores para colocar cruces en los marcos de las obras que debían ser restauradas.

Cuando Langdon se incorporó, Fache se acercó hasta el foco y lo apagó. La galería quedó de pronto sumida en la oscuridad.

En aquellos segundos de ceguera momentánea, sintió que le invadía una creciente incertidumbre. Lentamente fue surgiendo el perfil de Fache en medio de la tenue luz rojiza, que se acercaba con una especie de linterna que lo envolvía en una neblina violácea.

—Como tal vez ya sabe —dijo Fache con los ojos fosforescentes a causa de aquel resplandor violeta—, la policía usa este tipo de iluminación para inspeccionar los lugares donde se han cometido crímenes en busca de sangre y otras pruebas forenses. Así que entenderá cuál ha sido nuestra sorpresa… —Se interrumpió y enfocó el cadáver.

Langdon bajó la vista y dio un brinco del susto.

El corazón empezó a latirle con fuerza ante la extraña visión que brillaba ahí delante, sobre el suelo de parqué. Con letra luminosa, las últimas palabras de Sauniére se extendían, púrpuras, junto a su cadáver. Al contemplar aquel texto iluminado, sintió que la niebla que lo había envuelto toda la noche se hacía más espesa.

Volvió a leer el mensaje y alzó la vista.

—¿Qué demonios significa?

Los ojos del capitán brillaron en la oscuridad.

—Esa, monsieur, es exactamente la pregunta que queremos que usted nos responda.

No lejos de allí, en el interior del despacho de Sauniére, el teniente Collet había regresado al Louvre y estaba inclinado sobre una consola de audio instalada sobre el enorme escritorio del conservador. Si ignoraba el extraño muñeco con aspecto de robot que reproducía un caballero medieval y que parecía estar espiándolo desde un rincón de la mesa, Collet se sentía cómodo. Se colocó bien los auriculares AKG y comprobó las entradas de sonido en el sistema de grabado del disco duro. Todas funcionaban. Los micrófonos también iban perfectamente, y el sonido llegaba muy nítido.

Le moment de verité —susurró.

Sonriendo, cerró los ojos y se dispuso a disfrutar del resto de la conversación que tenía lugar en la Gran Galería y que a partir de ese momento empezaba a quedar grabada.