Al recepcionista de la sede del Opus Dei en Lexington Avenue, Nueva York, le sorprendió oír la voz del obispo Aringarosa al otro lado de la línea telefónica.
—Buenas noches, señor.
—¿Me han dejado algún mensaje? —preguntó con un nerviosismo poco habitual en él.
—Sí, señor, me alegro de que haya llamado. En sus habitaciones no me contestaba nadie. Ha recibido una llamada urgente hará cosa de media hora.
—¿Sí? —La noticia pareció tranquilizarlo—. ¿Ha dejado su nombre esa persona?
—No, señor, sólo un número.
Se lo dictó.
—¿Prefijo treinta y tres? Eso es de Francia, ¿verdad?
—Sí, señor, de París. La persona que ha llamado me ha dicho que era importantísimo que se pusiera en contacto con él lo antes posible.
—Gracias. Estaba esperando esta llamada —dijo Aringarosa antes de colgar.
Con el auricular aún en el oído, al recepcionista le extrañó que la conexión con el obispo sonara tan lejana y con tantas interferencias. Según su programa diario, se suponía que ese fin de semana estaba en Nueva York, pero parecía estar en la otra punta del mundo. Se encogió de hombros. El obispo ya llevaba varios meses actuando de forma extraña.
«Seguro que el teléfono móvil no tenía cobertura», pensó Aringarosa mientras el Fiat se acercaba a la salida del aeropuerto romano de Ciampino. «El Maestro ha intentado ponerse en contacto conmigo». A pesar de la preocupación que sentía por no haber recibido la llamada, le animaba pensar que El Maestro se hubiera sentido lo bastante confiado como para telefonearle directamente a la sede del Opus Dei.
«Las cosas habrán ido bien esta noche en París».
Empezó a marcar los números y sintió cierta emoción al pensar que dentro de poco tiempo estaría en París. «Aterrizaré antes del amanecer». En el aeropuerto había un pequeño jet esperando al obispo para cubrir el corto trayecto que lo separaba de Francia. Las líneas comerciales no operaban a esas horas y, además, no eran adecuadas para alguien que llevara lo que transportaba él en el maletín.
El teléfono le dio los tonos de llamada.
Respondió una voz de mujer.
—Dírection Centrale Police Judiciaire.
Aringarosa vaciló. Aquello no lo esperaba.
—Esto… sí… he recibido una llamada de este número…
—Qui étes-vous? —le preguntó la telefonista—. Su nombre.
El obispo no estaba seguro de si debía revelar su identidad. «¿La Policía judicial francesa?».
—Su nombre, señor —insistió aquella mujer.
—Obispo Manuel Aringarosa.
—Un momento.
Tras una larga espera, oyó la voz áspera y seria de un hombre.
—Obispo, me alegro de poder hablar al fin con usted. Tenemos muchos asuntos que tratar.