55

Sentada en el diván, junto a Langdon, Sophie se tomó el té y una galleta, y notó los efectos reparadores de la cafeína y el azúcar. Sir Leigh Teabing parecía estar feliz mientras caminaba de un lado a otro, frente a la chimenea, produciendo un chirrido metálico con los hierros que llevaba en las piernas.

—El Santo Grial —dijo con voz de sermón—. La mayoría de gente sólo quiere saber dónde se encuentra. Y me temo que esa sea una pregunta que no llegaré a responder nunca. Sin embargo —añadió mirando a Sophie a los ojos—, es mucho más importante preguntarse qué es el Santo Grial.

Sophie detectaba en sus dos acompañantes masculinos un aire creciente de expectación académica.

—Para comprender plenamente el Grial —prosiguió Teabing— debemos primero entender la Biblia. ¿Cómo anda de conocimientos sobre el Nuevo Testamento?

Sophie se encogió de hombros.

—Pues muy mal. Mi educación se debe a un hombre que adoraba a Leonardo da Vinci.

A Teabing, aquel comentario le sorprendió y le gustó a partes iguales.

—Un espíritu iluminado. ¡Magnífico! Entonces sabrá que Leonardo fue uno de los guardianes del secreto del Santo Grial. Y que en sus obras nos dejó algunas pistas.

—Sí, Robert me lo ha contado.

—¿Y qué sabe usted de los puntos de vista de Leonardo sobre el Nuevo Testamento?

—Nada.

A Teabing se le iluminaron los ojos cuando se acercó a la librería que había en el otro lado de la sala.

—Robert, ¿serías tan amable? En el estante de abajo. La Storia di Leonardo.

Langdon se fue hasta la librería, cogió el libro y lo dejó en la mesa. Teabing lo abrió, mostrándoselo a Sophie, y le señaló algunas de las citas de la solapa.

—«De las polémicas y las especulaciones de los cuadernos de Leonardo» —leyó sir Leigh—. Creo que este punto le resultará interesante para lo que estamos hablando.

Sophie leyó lo que seguía.

«Muchos han comerciado con ilusiones y falsos milagros, engañando a la estúpida multitud».

LEONARDO DA VINCI

—Y aquí tiene otra —insistió Teabing señalando la solapa.

«La cegadora ignorancia nos confunde. ¡Oh, Miserables mortales, abrid los ojos!».

LEONARDO DA VINCI

Sophie sintió un ligero escalofrío.

—¿Leonardo da Vinci se refiere a la Biblia?

Teabing asintió.

—Las opiniones de Leonardo sobre la Biblia están en relación directa con el Santo Grial. En realidad, él pintó el verdadero Grial, que le voy a enseñar enseguida, pero primero debemos hablar de la Biblia. —Sonrió—. Todo lo que le hace falta saber sobre ese libro puede resumirse con las palabras del gran doctor en derecho canónico Martyn Percy. —Teabing carraspeó antes de proseguir—: «La Biblia no nos llegó impuesta desde el cielo».

—¿Cómo dice?

—La Biblia es un producto del hombre, querida. No de Dios. La Biblia no nos cayó de las nubes. Fue el hombre quien la creó para dejar constancia histórica de unos tiempos tumultuosos, y ha evolucionado a partir de innumerables traducciones, adiciones y revisiones. La historia no ha contado nunca con una versión definitiva del libro.

—Le sigo.

—Jesús fue una figura histórica de inmensa influencia, tal vez el líder más enigmático e inspirador que ha tenido nunca la humanidad. En tanto que encarnación mesiánica de las profecías, Jesús derrocó a reyes, inspiró a millones de personas y fundó nuevas filosofías. Como descendiente de las familias del rey Salomón y el rey David, Jesús estaba legitimado para reclamar el trono del monarca de los judíos. Es comprensible que miles de seguidores de su tierra quisieran dejar constancia escrita de su vida. —Teabing se detuvo para darle un sorbo al té y dejó la taza en la repisa de la chimenea—. Para la elaboración del Nuevo Testamento se tuvieron en cuenta más de ochenta evangelios, pero sólo unos acabaron incluyéndose, entre los que estaban los de Mateo, Marcos, Lucas y Juan.

—¿Y quién escogió cuáles debían incluirse? —preguntó Sophie.

—¡Ajá! —exclamó Teabing con entusiasmo—. Ya hemos llegado a la ironía básica del cristianismo. La Biblia, tal como la conocemos en nuestros días, fue supervisada por el emperador romano Constantino el Grande, que era pagano.

—Yo creía que Constantino era cristiano —intervino Sophie.

—Sólo un poquito —soltó Teabing burlón—. Fue pagano toda su vida y lo bautizaron en su lecho de muerte, cuando ya estaba demasiado débil como para oponerse. En tiempos de Constantino, la religión oficial de Roma era el culto al Sol, al Sol Invictus, el Sol invencible, y Constantino era el sumo sacerdote. Por desgracia para él, en Roma había cada vez más tensiones religiosas. Tres siglos después de la crucifixión de Jesús, sus seguidores se habían multiplicado de manera exponencial. Los cristianos y los paganos habían empezado a guerrear, y el conflicto llegó a tal extremo que amenazaba con partir el imperio en dos. Constantino decidió que había que hacer algo. En el año 325 decidió unificar Roma bajo una sola religión: el cristianismo.

Sophie le miró sorprendida.

—¿Y por qué tenía que escoger un emperador pagano el cristianismo como religión oficial?

Teabing dejó escapar una risita.

—Constantino era muy buen empresario. Veía que el cristianismo estaba en expansión y, simplemente, apostó por un caballo ganador. Los historiadores siguen maravillándose de su capacidad para convertir a la nueva religión a unos paganos adoradores del sol. Con la incorporación de símbolos paganos, fechas y rituales a la creciente tradición cristiana, creó una especie de religión híbrida que pudiera ser aceptada por las dos partes.

—Transformación mágica —dijo Langdon—. Los vestigios de la religión pagana en la simbología cristiana son innegables. Los discos solares de los egipcios se convirtieron en las coronillas de los santos católicos. Los pictogramas de Isis amamantando a su hijo Horus, concebido de manera milagrosa, fueron el modelo de nuestras modernas imágenes de la Virgen María amamantando al niño Jesús. Y prácticamente todos los elementos del ritual católico, la mitra, el altar, la doxología y la comunión, el acto de «comerse a Dios», se tomaron de ritos mistéricos de anteriores religiones paganas.

Teabing emitió un gruñido en señal de aprobación.

—Los simbologistas no acabarían nunca de estudiar la iconografía cristiana. Nada en el cristianismo es original. El dios precristiano Mitras, llamado «hijo de Dios y Luz del Mundo», nació el veinticinco de diciembre, fue enterrado en una tumba excavada en la roca y resucitó al tercer día. Por cierto, el veinticinco de diciembre también es el cumpleaños de Osiris, de Adonis y de Dionisos. Al recién nacido Krishna le regalaron oro, incienso y mirra. Hasta el semanal día del Señor de los cristianos es una idea que tomaron prestada de los paganos.

—¿Cómo es eso?

—Originalmente —apuntó Langdon—, los cristianos respetaban el sabath de los judíos, el sábado, pero Constantino lo modificó para que coincidiera con el día de veneración pagana al sol. —Se detuvo un instante, sonriendo—. Hasta nuestros días, la mayoría de feligreses acude a la iglesia los domingos sin saber que están allí para rendir su tributo semanal al dios pagano del sol.

A Sophie la cabeza empezaba a darle vueltas.

—¿Y qué tiene que ver todo esto con el Grial?

—Mucho —dijo Teabing—. Durante esa fusión de religiones, a Constantino le hacía falta fortalecer la nueva tradición cristiana, y ordenó la celebración del famoso concilio ecuménico de Nicea.

Sophie sólo había oído hablar de él como lugar de nacimiento del credo niceno.

—Durante ese encuentro —prosiguió Teabing—, se debatió y se votó sobre muchos aspectos del cristianismo, la fecha de la Pascua, el papel de los obispos, la administración de los sacramentos y, por supuesto, la divinidad de Jesús.

—No lo entiendo. ¿Su divinidad?

—Querida —declaró sir Leigh—, hasta ese momento de la historia, Jesús era, para sus seguidores, un profeta mortal… un hombre grande y poderoso, pero un hombre, un ser mortal.

—¿No el Hijo de Dios?

—Exacto. El hecho de que Jesús pasara a considerarse «el Hijo de Dios» se propuso y se votó en el Concilio de Nicea.

—Un momento. ¿Me está diciendo que la divinidad de Jesús fue el resultado de una votación?

—Y de una votación muy ajustada, por cierto —añadió Teabing—. Con todo, establecer la divinidad de Cristo era fundamental para la posterior unificación del imperio y para el establecimiento de la nueva base del poder en el Vaticano. Al proclamar oficialmente a Jesús como Hijo de Dios, Constantino lo convirtió en una divinidad que existía más allá del alcance del mundo humano, en una entidad cuyo poder era incuestionable. Así no sólo se sofocaban posibles amenazas paganas al cristianismo, sino que ahora los seguidores de Cristo sólo podían redimirse a través de un canal sagrado bien establecido: la Iglesia católica apostólica y romana.

Sophie miró a Langdon, que movió ligeramente la cabeza en señal de asentimiento.

—En el fondo era todo una cuestión de poder —añadió Teabing—. Que Cristo fuera el Mesías era fundamental para el funcionamiento de la Iglesia y el Estado. Son muchos los estudiosos convencidos de que la Iglesia primitiva usurpó literalmente a Jesús de sus seguidores, secuestrando Su verdadero mensaje, cubriéndolo con el manto impenetrable de la divinidad y usándolo para expandir su propio poder. Yo mismo he escrito varios libros sobre el tema.

—Y supongo que los cristianos más recalcitrantes no habrán dejado de enviarle mensajes diarios de protesta.

—¿Por qué tendrían que hacerlo? —objetó Teabing—. La gran mayoría de los cristianos con formación conoce la historia de su fe. Jesús fue sin duda un hombre muy grande y poderoso. Las maniobras políticas soterradas de Constantino no empequeñecen la grandeza de la vida de Cristo. Nadie dice que fuera un fraude ni niega que haya inspirado a millones de personas para que vivan una vida mejor. Lo único que decimos es que Constantino se aprovechó de la gran influencia e importancia de Jesús y que, al hacerlo, le dio forma al cristianismo, convirtiéndolo en lo que es hoy.

Sophie le echó un vistazo al libro que estaba sobre la mesa, impaciente por ver la pintura de Leonardo da Vinci en la que aparecía el Santo Grial.

—Pero la cuestión es la siguiente —prosiguió Teabing hablando más deprisa—. Como Constantino «subió de categoría» a Jesús cuatro siglos después de su muerte, ya existían miles de crónicas sobre Su vida en las que se le consideraba un hombre, un ser mortal. Para poder reescribir los libros de historia, Constantino sabía que tenía que dar un golpe de audacia. Y ese es el momento más trascendental de la historia de la Cristiandad. —Hizo una pausa y miró a Sophie a los ojos—. Constantino encargó y financió la redacción de una nueva Biblia que omitiera los evangelios en los que se hablara de los rasgos «humanos» de Cristo y que exagerara los que lo acercaban a la divinidad. Y los evangelios anteriores fueron prohibidos y quemados.

—Un inciso interesante —dijo Langdon—. Todo el que prefería los evangelios prohibidos y rechazaba los de Constantino era tachado de hereje. La palabra «herético» con el sentido que conocemos hoy, viene de ese momento de la historia. En latín, hereticus significa «opción». Los que optaron por la historia original de Cristo fueron los primeros «herejes» que hubo en el mundo.

—Por suerte para los historiadores —prosiguió Teabing—, algunos de los evangelios que Constantino pretendió erradicar se salvaron. Los manuscritos del Mar Muerto se encontraron en la década de 1950 en una cueva cercana a Qumrán, en el desierto de Judea. Y también están, claro está, los manuscritos coptos hallados en Nag Hammadi en 1945. Además de contar la verdadera historia del Grial, esos documentos hablan del ministerio de Cristo en términos muy humanos. Evidentemente, el Vaticano, fiel a su tradición oscurantista, intentó por todos los medios evitar la divulgación de esos textos. Y con razón. Porque con ellos se quedaban al descubierto maquinaciones y contradicciones y se confirmaba que la Biblia moderna había sido compilada y editada por hombres que tenían motivaciones políticas; proclamar la divinidad de un hombre, Jesucristo, y usar la influencia de Jesús para fortalecer su poder.

—Aun así —expuso Langdon—, es importante tener en cuenta que los intentos de la Iglesia moderna para acallar esos documentos nacen de una creencia sincera en su visión de Cristo. El Vaticano está integrado por unos hombres muy píos que creen de buena fe que esos documentos sólo pueden ser falsos testimonios.

Teabing soltó una carcajada y se sentó en una butaca, frente a Sophie.

—Como ve, nuestro profesor transige mucho más con Roma que yo. Sin embargo, tiene razón cuando dice que el clero moderno está convencido de que esos documentos son falsos testimonios. Y es comprensible. La Biblia de Constantino ha sido su verdad durante siglos. Nadie está más adoctrinado que el propio adoctrinador.

—Lo que quiere decir —aclaró Langdon— es que adoramos a los dioses de nuestros padres.

—Lo que quiero decir —cortó Teabing— es que casi todo lo que nuestros padres nos han enseñado sobre Jesús es falso. Igual que las historias sobre el Santo Grial.

Sophie se fijó en la cita de Leonardo que tenía delante.

«La cegadora ignorancia nos confunde, ¡Oh, Miserables mortales, abrid los ojos!».

Teabing cogió el libro y empezó a pasar páginas.

—Y antes de pasar a enseñarle las pinturas de Leonardo da Vinci en las que aparece el Santo Grial, me gustaría que le echara un vistazo a esto. —Abrió el libro por donde se mostraba una reproducción a dos páginas—. Supongo que reconoce este fresco.

«Debe de estar de broma». Sophie estaba contemplando el fresco más famoso de todos los tiempos, La última cena, la legendaria pintura que Leonardo había hecho en una pared de Santa María de la Grazie, en Milán. La deteriorada obra mostraba a Jesús en el momento en que anunciaba a sus discípulos que uno de ellos lo traicionaría.

—Lo conozco, sí.

—Entonces tal vez quiera participar en un pequeño juego. Cierre los ojos, si es tan amable.

Insegura, le obedeció.

—¿Dónde está sentado Jesús? —le preguntó Teabing.

—En el centro.

—Bien. ¿Y qué están partiendo y comiendo él y sus discípulos?

—Pan. «Evidentemente».

—Fantástico. ¿Y qué beben?

—Vino. Bebían vino.

—Muy bien. Sólo una pregunta más. ¿Cuántas copas de vino hay sobre la mesa?

Sophie se quedó en silencio, consciente de que esa era la pregunta con trampa. «Y dando gracias tomó el cáliz y lo compartió con sus discípulos».

—Una —dijo. «La copa de Cristo. El Santo Grial».— Jesús les pasó un solo cáliz, igual como hacen hoy en día los cristianos durante la comunión.

Teabing suspiró.

—Abra los ojos.

Sophie obedeció y vio que Teabing sonreía burlón. Miró la pintura y para su asombro vio que todos tenían una copa delante, incluido Jesús. Trece Copas. Es más, las copas eran en realidad unos vasos de vidrio muy pequeños, sin pie. En aquel fresco no había cáliz. No había Santo Grial.

A Teabing le brillaban los ojos.

—Un poco raro, ¿no le parece?, teniendo en cuenta que tanto la Biblia como la leyenda establecida sobre el Grial consideran que ese momento es el de la entrada en escena del Cáliz Sagrado. Y resulta que a Leonardo va y se le olvida pintarlo.

—Seguro que los estudiosos del arte tienen que haberse dado cuenta.

—Le sorprendería saber la gran cantidad de anomalías que Leonardo incluyó en esta obra y que los estudiosos o bien no ven o sencillamente prefieren ignorar. En realidad, en este fresco se encuentran todas las claves para entender el misterio del Santo Grial. En La última cena Leonardo lo aclara todo.

Sophie se puso a estudiar aquella reproducción con avidez.

—¿Este fresco nos dice lo que es el Grial en realidad?

—No lo que es —susurró Teabing—. Más bien quién es. El Santo Grial no es una cosa. En realidad es… una persona.