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Al enfilar el camino sinuoso y flanqueado por álamos, Sophie notó que los músculos se le relajaban. Qué alivio dejar atrás la carretera, y además, se le ocurrían pocos sitios más adecuados para desaparecer del mapa que aquella finca privada y cerrada, propiedad de un simpático extranjero.

Giraron al llegar a la glorieta de la entrada y el Cháteau Villete apareció ante sus ojos, a su derecha. Con sus tres plantas y sus al menos sesenta metros de longitud, el edificio tenía una fachada de piedra gris envejecida, iluminada por focos, que contrastaba con los jardines impecablemente cuidados y con los plácidos estanques.

Empezaron a encenderse algunas luces.

En vez de llevar el furgón hasta la puerta principal, Langdon aparcó en una especie de cobertizo destinado a tal efecto que había entre unos setos.

—Mejor no arriesgamos a que nos vean desde la carretera —dijo—. O a que Leigh se pregunte por qué llegamos en un furgón destartalado.

Sophie estaba de acuerdo.

—¿Y qué hacemos con el criptex? Supongo que no deberíamos dejarlo aquí fuera, pero si Leigh lo ve, seguro que querrá saber qué es.

—No te preocupes —le respondió Langdon, que empezó a quitarse la chaqueta mientras se bajaba del furgón. Envolvió con ella la caja y la cogió en brazos como si fuera un bebé.

—Con cuidado —dijo Sophie, insegura.

—Teabing no sale a abrir la puerta. Prefiere hacer una aparición más espectacular. Ya encontraremos un sitio para guardarlo antes de que llegue. —Hizo una pausa, antes de proseguir—. En realidad, tal vez deba advertirte antes de que lo conozcas. Sir Leigh tiene un sentido del humor que a mucha gente le resulta… raro.

Sophie dudaba de que, después de todo lo que le había pasado aquella noche, algo pudiera parecerle raro ya.

El sendero que llevaba hasta la entrada era un mosaico de cantos rodados. Moría junto a una puerta labrada de roble y cerezo con un picaporte de bronce del tamaño de un pomelo. Antes de que Sophie tuviera tiempo de agarrarlo, la puerta se abrió.

Un mayordomo estirado y elegante apareció tras ella, alisándose el esmoquin y ajustándose la pajarita blanca que por lo que se veía acababa dé ponerse. Parecía tener unos cincuenta años y era de rasgos refinados. Su expresión austera no dejaba lugar a ninguna duda: no le agradaba nada la presencia de los visitantes.

—Sir Leigh bajará enseguida —declaró con marcado acento francés—. Se está vistiendo, y prefiere no recibir en camisola. ¿Me llevo su abrigo? —añadió mirando con la frente arrugada la chaqueta que Langdon llevaba hecha un ovillo entre sus brazos.

—No gracias, estoy bien.

—Claro que está bien. Síganme, por favor.

El mayordomo les guió por un lujoso vestíbulo de mármol hasta una sala decorada con un gusto exquisito y tenuemente iluminada con lámparas victorianas de pantallas rematadas en borlas. El aire olía a antiguo, a aristocrático, a tabaco de pipa, a hojas de té, a jerez mezclado con el aroma húmedo de la piedra. En la pared del fondo, entre dos relucientes armaduras de cota de malla, había una tosca chimenea, lo bastante grande como para asar un buey entero. El mayordomo se acercó a ella, encendió una cerilla y la acercó a unos troncos dispuestos sobre leña menuda. El fuego no tardó en arder.

Se incorporó y se alisó la chaqueta.

—El señor desea que se sientan como en casa —dijo, antes de desaparecer.

Sophie no sabía en cuál de aquellas antigüedades sentarse. ¿En el diván renacentista de terciopelo? ¿En el balancín con patas de águila? ¿En uno de los dos bancos de piedra que parecían sacados de algún templo bizantino?

Langdon sacó el criptex de la chaqueta, se fue hasta el diván y deslizó la caja de palisandro por debajo, metiéndola bien para que no se viera. Acto seguido sacudió la chaqueta y se la puso, pasándose las manos por las solapas. Se sentó en aquella pieza de museo y sonrió a Sophie.

«Bueno, pues en el diván entonces», pensó, sentándose a su lado.

Al contemplar el fuego que ardía en la chimenea y sentir el agradable calor que desprendía, tuvo la sensación de que a su abuelo le habría encantado aquella estancia. De las paredes, forradas de madera, colgaban pinturas de los viejos maestros franceses, y entre ellas reconoció una de Poussin, uno de sus pintores favoritos. Desde la repisa de la chimenea, un busto de Isis tallado en mármol observaba la sala.

Debajo de la diosa egipcia, y dentro del hueco del hogar, dos gárgolas de piedra hacían las veces de morillos y abrían mucho las bocas revelando unas gargantas huecas, amenazadoras. Las gárgolas siempre habían aterrorizado a Sophie cuando era niña. Hasta que su abuelo la había curado de aquel temor llevándola a los tejados de la catedral de Notre Dame un día de tormenta.

—Princesa, mira estas tontas criaturas —le había dicho, señalándole aquellas bocas que chorreaban agua—. ¿Oyes el ruido extraño que sale de sus gargantas?

Sophie asintió, sin más remedio que esbozar una sonrisa ante aquel sonido burbujeante.

—Están «gargoleando» —continuó su abuelo—. ¡Haciendo gárgaras! De ahí es donde les viene su ridículo nombre.

Y Sophie ya no había vuelto a tenerles miedo nunca más.

Aquel recuerdo le clavó el aguijón de la tristeza al enfrentarla a la cruda realidad de su asesinato. «El abuelo ya no está». Visualizó el criptex bajo el diván y se preguntó si Leigh Teabing sabría abrirlo. «O si deberíamos planteárselo siquiera». Las últimas palabras del abuelo de Sophie le habían indicado que se pusiera en contacto con Langdon. Pero de involucrar a nadie más no había dicho nada. «Necesitábamos un sitio donde escondernos», se dijo a sí misma, y decidió confiar en el buen juicio de Robert.

—¡Sir Robert! —atronó una voz a su espalda—. Veo que viajas con una doncella.

Langdon se levantó y Sophie le imitó al momento. La voz provenía de lo alto de una escalera que serpenteaba hacia la penumbra de la segunda planta. Arriba se intuía una silueta que se movía en la penumbra.

—Buenas noches —gritó Langdon—. Permíteme que te presente a Sophie Neveu.

—Es un honor —respondió Teabing, moviéndose hacia la luz.

—Gracias por recibirnos —dijo Sophie, que ahora veía que aquel hombre llevaba hierros en las piernas, usaba muletas y bajaba peldaño a peldaño—. Sabemos que es muy tarde.

—Es tan tarde, querida, que ya es temprano. —Se rió—. Vous nétes pas Américaine?

Sophie negó con la cabeza.

—Parisienne.

—Su inglés es magnífico.

—Gracias. Estudié en el Royal Holloway.

—Eso lo explica todo. —Teabing seguía descendiendo entre sombras—. No sé si Robert le habrá dicho que yo lo hice casi al lado, en Oxford. —Sonrió, dedicando a Langdon una sonrisa burlona—. Claro que también solicité mi ingreso en Harvard, por si acaso.

Su anfitrión llegó al final de la escalera y a Sophie le pareció que tenía tan poco aspecto de caballero como sir Elton John. Corpulento y rubicundo, sir Leigh Teabing era pelirrojo y tenía unos ojos marrones vivaces que le brillaban cuando hablaba. Llevaba unos pantalones de pinzas y una camisa ancha de seda bajo un chaleco de cachemir. A pesar de los hierros de las piernas, tenía un porte digno, erguido, vertical, que parecía más la herencia de su noble alcurnia que el producto de un esfuerzo consciente.

Teabing se acercó por fin a ellos y le tendió la mano a Langdon.

—Robert, veo que has perdido unos kilos.

Langdon sonrió.

—Pues me parece que los has encontrado tú.

Teabing soltó una carcajada y se dio unas palmaditas en la barriga.

Touché. Mis únicos placeres carnales últimamente parecen ser los culinarios. —Se volvió hacia Sophie, le sostuvo la mano, hizo una ligera reverencia y le rozó los dedos con los labios—. Milady.

Sophie miró a Langdon desconcertada, sin saber si había retrocedido en el tiempo o si estaba en un manicomio.

El mayordomo que les había abierto la puerta entró con un servicio de té, que dejó en la espléndida mesa que había delante de la chimenea.

—Este es Rémy Legaludec —dijo Teabing—. Mi mayordomo.

El flaco criado levantó la cabeza, envarado, y volvió a desaparecer.

—Rémy es de Lyon —murmuró sir Leigh, como si aquello fuera una desgraciada enfermedad—. Pero prepara muy buenas salsas. Langdon parecía divertido.

—Yo creía que te traías el servicio de Inglaterra.

—¡No, por Dios! No le deseo a nadie un chef inglés, excepto a los inspectores de Hacienda franceses, claro. —Miró a Sophie—. Pardonnez-moi, Mademoiselle Neveu. Tenga por seguro que mi desagrado por los franceses se limita sólo a los políticos y a la selección de fútbol. Su gobierno me roba el dinero, y su equipo nos humilló hace muy poco.

Sophie le sonrió.

Teabing se la quedó mirando un momento, antes de volver a fijarse en Langdon.

—Os ha pasado algo. Parecéis alterados. Langdon asintió.

—Sí, hemos tenido una noche interesante, Leigh.

—No lo dudo. Llegáis a mi puerta en plena noche hablando del Grial. Dime la verdad, ¿tiene que ver con el Grial, o me lo has dicho porque sabías que era lo único que me sacaría de la cama?

«Un poco de las dos cosas», pensó Sophie, pensando en el criptex que estaba escondido bajo el diván.

—Leigh, queremos hablarte del Priorato de Sión.

Las pobladas cejas de Teabing se arquearon, intrigadas.

—Los custodios. Bueno, entonces sí que tiene que ver con el Grial. ¿Y dices que tenéis información? ¿Algo nuevo, Robert?

—Tal vez. No estamos seguros. Quizá se nos ocurra algo mejor si hablamos primero contigo.

Teabing meneó el índice.

—Estos americanos siempre tan listos. El juego del quid pro quo.

De acuerdo, estoy a vuestra disposición. ¿Qué es lo que queréis saber?

Langdon suspiró.

—Me gustaría que le explicaras a la señorita Neveu la verdadera naturaleza del Santo Grial.

Teabing parecía sorprendido.

—¿Cómo? ¿No la conoce? Langdon negó con la cabeza.

La sonrisa que se dibujó en el rostro de sir Leigh era casi obscena.

—Robert, ¿me has traído a una virgen?

Langdon le guiñó un ojo a Sophie. «Virgen» es como los apasionados del Grial llaman a quien no ha oído nunca su verdadera historia.

Teabing miró a Sophie impaciente.

—¿Qué es lo que sabe exactamente?

Sophie le expuso brevemente lo que Langdon le había contado esa noche; el Priorato de Sión, los Caballeros Templarios, los documentos del Sangreal, y el Santo Grial, que muchos defendían que no era un cáliz… sino otra cosa mucho más poderosa.

—¿Y eso es todo? —Teabing le dedicó a Langdon una mirada escandalizada—. Robert, yo creía que eras un caballero. ¡Le has escatimado el clímax!

—Lo sé, me ha parecido que a lo mejor, juntos, tú y yo, podríamos… —Por lo visto, le pareció que aquel símil ya había llegado demasiado lejos y se detuvo.

Teabing ya había vuelto a clavar en Sophie su penetrante mirada.

—Es usted una virgen del Grial, querida, y créame, no olvidará nunca su primera vez.