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El Cháteau Villete, que ocupaba una extensión de setenta y cuatro hectáreas, estaba situado a veinticinco minutos al noroeste de París, cerca de Versalles. Proyectado por Francois Mansart en 1668 para el conde de Aufflay, era uno de los castillos históricos más significativos de la región parisina. Dotado de dos lagos rectangulares y de unos jardines diseñados por Le Nótre, el Cháteau Villete era, como su nombre indicaba, algo más que una mansión. A aquella finca muchos la conocían como la Petite Versailles.

Langdon detuvo el furgón blindado a la entrada del camino de acceso, que tenía casi dos kilómetros de extensión. Detrás de una impresionante verja de seguridad, la residencia de sir Leigh Teabing se recortaba sobre un prado en la distancia. Un cartel atornillado a los barrotes dejaba las cosas claras, para quien supiera inglés.

PRIVATE PROPERTY. NO TRESPASSING.

Como para proclamar que su hogar era una isla británica, Teabing no sólo había puesto los carteles en su idioma, sino que el intercomunicador estaba colocado a la derecha, es decir, en el lado del copiloto en toda Europa menos en Gran Bretaña.

Sophie miró aquel aparato mal puesto con extrañeza.

—¿Y si alguien viene solo?

—No hagas preguntas. —Langdon ya se había encontrado en aquella situación—. A Teabing le gusta que las cosas sean como en su país. Sophie bajó la ventanilla.

—Robert, es mejor que hables tú.

Se estiró por encima de Sophie para llamar al timbre y al hacerlo le llegó su perfume y se dio cuenta de lo cerca que estaban. Esperó, en aquella postura algo incómoda, mientras por el altavoz se oían los timbrazos de un teléfono.

Al final alguien descolgó y respondió con tono irritado y acento francés.

—Cháteau Villete. ¿Quién es?

—Robert Langdon —dijo Robert extendido sobre el regazo de Sophie—. Soy amigo de sir Leigh Teabing y necesito su ayuda.

—El señor está durmiendo. Como yo lo estaba hace un momento. ¿Qué es lo que quiere de él?

—Es un asunto privado. De gran interés para él.

—Entonces seguro que estará encantado de recibirle mañana. Langdon cambió un poco de postura. —Es muy importante.

—También lo es el sueño de sir Leigh. Si es amigo suyo, sabrá que no goza de buena salud.

Teabing había tenido la polio de pequeño y llevaba hierros en las piernas y andaba con muletas, pero a Langdon, en su anterior visita, le había parecido tan vivaz y alegre que su enfermedad le había pasado casi desapercibida.

—Por favor, dígale que he descubierto nuevos datos sobre el Grial. Noticias que no pueden esperar a mañana. Se hizo una larga pausa.

Finalmente, alguien habló.

—Pero hombre, ¿es que aún vas con el horario americano? La voz era limpia y despejada.

Langdon sonrió, reconociendo al momento aquel marcado acento inglés.

—Leigh, perdona por despertarte a una hora tan intempestiva.

—Mi mayordomo me dice que no sólo estás en París, sino que dices no se qué del Grial.

—Se me ha ocurrido que tal vez así te sacaría de la cama. —Pues lo has conseguido, sí.

—¿Hay alguna posibilidad de que le abras la puerta a un viejo amigo?

—Los que buscan la verdad son más que amigos. Son hermanos. Langdon rió la exageración, acostumbrado a sus salidas teatrales.

—Pues claro que te abriré la puerta —proclamó Teabing—, pero antes debo asegurarme de que en tu corazón anida la verdad. Una prueba a tu honor. Me responderás a tres preguntas.

Langdon gruñó, susurrándole a Sophie.

—Tranquila, ya te he dicho que es todo un personaje.

—Primera pregunta —declamó Teabing con voz de oráculo.

¿Prefieres té o café?

Langdon sabía qué opinaba sir Leigh sobre el café americano.

—Té —respondió—. Earl Grey.

—Excelente. Segunda pregunta. ¿Leche o azúcar? Langdon vaciló.

—Leche —le susurró Sophie—. Creo que los ingleses lo toman con leche.

—Leche. Silencio.

—¿Azúcar?

Teabing seguía sin decir nada.

«¡Un momento!». Langdon se acordó de la bebida amarga que le habían servido en su anterior visita y se dio cuenta de que la pregunta tenía truco.

—¡Limón! —dijo— Earl Grey con limón.

—Sí, por supuesto. —Teabing parecía estar pasándoselo en grande—. Y finalmente debo hacerte la pregunta más trascendental. —Hizo una pausa antes de proseguir en un tono muy solemne—. ¿En qué año destronó un remero de Harvard a otro de Oxford en Henley?

Langdon no tenía ni idea, pero se le ocurrió que si se lo preguntaba sólo podía ser por algo.

—Seguro que algo tan ridículo no se ha producido jamás. La verja se abrió con un chasquido. —Tu corazón está limpio, amigo mío. Puedes entrar.