Aunque sólo iban a sesenta kilómetros por hora, el parachoques medio suelto rozaba el asfalto de aquella carretera secundaria, haciendo un ruido infernal y levantando chispas a su paso.
«Tenemos que salir de la carretera como sea», pensó Langdon. Apenas veía dónde se dirigía. El único faro delantero que funcionaba había perdido la alineación en el choque contra el árbol y lo que hacía era alumbrar el bosque que se extendía junto a la autopista. Según parecía, lo único blindado de aquel furgón era el compartimento de la carga.
Sophie iba en el asiento del copiloto sin apartar la vista de la caja de palisandro que sostenía en el regazo.
—¿Estás bien? —le preguntó Langdon. Sophie parecía muy afectada.
—¿Tú crees que es verdad lo que ha dicho?
—¿Sobre las otras tres muertes? Totalmente. Eso responde a muchas preguntas; la desesperación de tu abuelo por traspasar la clave, y el gran interés de Fache en darme caza.
—No, quiero decir si crees que Vernet está intentando proteger a su banco, tal como ha dicho.
Langdon la miró.
—¿Qué insinúas?
—Que tal vez quisiera quedarse él la clave.
A Langdon aquello no se le había ni pasado por la cabeza.
—¿Y cómo iba a conocer el contenido de la caja?
—Estaba depositada en su banco. Conocía a mi abuelo. Tal vez supiera cosas. Y quizá decidiera apoderarse del Santo Grial.
Langdon negó con la cabeza. Vernet no le parecía el tipo de persona capaz de hacer algo así.
—Según mi experiencia, sólo hay dos motivos por los que se busca el Grial. O es gente muy ingenua que cree que está buscando el cáliz perdido de Jesús…
—¿O?
—O saben la verdad y ésta les supone una amenaza. Son muchos los grupos que, a lo largo de la historia, han buscado el Grial para destruirlo.
El silencio que se produjo entre los dos acentuó el chirrido del parachoques. Ya se habían alejado unos kilómetros, y mientras Langdon observaba la cascada de chispas que subía por el parabrisas, no estaba muy convencido de que aquello no fuera peligroso. Y aunque no lo fuera, si se cruzaban con algún otro coche, llamarían mucho la atención. Así que tomó una decisión.
—Voy a ver si puedo sujetar el parachoques con algo. Se metió en el arcén y paró el furgón. Por fin cesó aquel estrépito.
Se fue hasta la parte delantera, con todas las alertas activadas. Ya le habían apuntado dos veces con una pistola esa noche y no se fiaba lo más mínimo. Aspiró una bocanada de aire de la noche e intentó serenarse un poco. Además de lo grave que era ser un fugitivo, Langdon estaba empezando a sentir el creciente peso de la responsabilidad ante la idea de tener en su poder, junto con Sophie, las instrucciones codificadas que llevaban a uno de los misterios más importantes de todos los tiempos.
Y, por si aquella carga fuera poca, ahora Langdon se daba cuenta de que cualquier intento de devolver la clave al Priorato acababa de desaparecer. La noticia de aquellos otros tres asesinatos tenía oscuras implicaciones. «Se han infiltrado en el Priorato, que ha quedado expuesto». No había duda de que la hermandad estaba siendo espiada, o acaso hubiera un topo entre sus filas. Aquello tal vez explicara por qué Sauniére les había traspasado la clave a ellos, a dos personas ajenas al grupo, a personas no comprometidas. «No podemos devolver la clave de bóveda a la hermandad». Aunque Langdon supiera cómo ponerse en contacto con algún miembro, era muy probable que quien acabara apareciendo para llevarse la clave fuera el mismísimo enemigo. De momento, al menos, parecía que la clave estaba en poder de Sophie y de él, lo quisieran o no.
El frontal del furgón estaba en peor estado de lo que había supuesto. El faro de la izquierda había desaparecido, y el de la derecha parecía una órbita ocular colgando de su cuenca. Langdon la encajó, pero se volvió a salir. Lo único bueno era que el parachoques estaba casi arrancado del todo. Le dio una patada y le pareció que con un poco más de esfuerzo conseguiría soltarlo. Mientras daba patadas a aquel amasijo de metal doblado, recordó la conversación que había tenido hacía un rato con Sophie. «Mi abuelo me dejó un mensaje en el contestador —le había dicho—. Me dijo que tenía que contarme la verdad sobre mi familia». En ese momento no se le había ocurrido nada, pero ahora, conociendo la implicación del Priorato de Sión, Langdon sintió que una nueva posibilidad empezaba a emerger.
De repente el parachoques se soltó con gran estrépito. Langdon se quedó un momento quieto para recobrar el aliento. Al menos ya no irían por ahí soltando chispas. Levantó el parachoques y empezó a arrastrarlo hasta los árboles, preguntándose qué debían hacer. No tenían ni idea de cómo abrir el criptex, ni de por qué Sauniére se lo había hecho llegar a ellos. Y, desgraciadamente, su supervivencia aquella noche parecía depender de las respuestas a esas preguntas.
«Necesitamos ayuda —resolvió—. Ayuda profesional».
En el mundo del Santo Grial y del Priorato de Sión, esa ayuda se reducía a un solo nombre. El reto, claro, iba a ser convencer a Sophie.
Dentro del furgón, ella esperaba a que Langdon entrara y notaba el peso de la caja en el regazo. «¿Por qué me la ha dado mi abuelo?». No tenía ni idea de lo que debía hacer con ella.
«Piensa, Sophie, usa la cabeza. ¡El abuelo está intentando decirte algo!».
Abrió la caja y observó los discos del criptex. «Una prueba de mérito». En aquello veía claramente la mano de su abuelo. «La clave es un mapa que sólo puede leer quien sea digno de ella». Sí, aquello tenía que ser obra de su abuelo.
Sacó el criptex de la caja y pasó los dedos por los discos. «Cinco letras». Los hizo girar uno por uno. El mecanismo se movía sin dificultad. Los fue alineando de manera que las letras que escogía quedaran entre las dos flechas de bronce que había en los dos extremos del cilindro. Formó una palabra, consciente de que era obvia hasta el absurdo.
G-R-I-A-L.
Con suavidad, tiró de los dos extremos del criptex, pero nada se movió. Oyó el borboteo del vinagre en su interior y dejó de tirar. Lo intentó de nuevo con otra palabra.
V-I-N-C-I.
Nada.
C-L-A-V-E.
Nada. El criptex seguía cerrado a cal y canto.
Frunciendo el ceño, lo dejó en su caja y la cerró. Miró a Langdon, que seguía fuera, y se alegró de que estuviera con ella esa noche, «P. S. Buscar a Robert Langdon». Ahora entendía los motivos de su abuelo para incluirlo a él en todo aquello. Ella no estaba preparada para comprender sus intenciones, y le había enviado a Langdon para que le hiciera de guía. Un tutor para supervisar su educación. Por desgracia para él, había acabado haciendo de bastante más que de guía esa noche. Se había convertido en el blanco de Bezu Fache… y de una fuerza invisible decidida a hacerse con el Santo Grial.
«Sea lo que sea».
Sophie no estaba segura de si merecía la pena poner en peligro su vida para intentarlo.
Cuando el furgón se puso en marcha de nuevo, Langdon constató aliviado que ahora sólo se oía el ruido del motor.
—¿Sabes cómo se va a Versalles desde aquí?
Sophie le miró.
—¿Nos vamos de visita turística?
—No, tengo un plan. Conozco a un historiador de la religión que vive cerca de Versalles. No recuerdo exactamente dónde, pero podríamos buscarlo. He estado en su casa de campo varias veces. Se llama Leigh Teabing. Es un antiguo miembro de la Real Academia Británica de Historia.
—¿Y vive en París?
—La gran pasión de Teabing es el Grial. Cuando hace quince años surgieron los primeros rumores sobre la clave de bóveda del Priorato, se trasladó a Francia y empezó a rastrear por las iglesias con la esperanza de encontrarlo. Ha publicado algunos libros sobre la clave y el Grial. Tal vez a él se le ocurra cómo se abre el criptex y qué hacer con él.
La expresión de Sophie era de desconfianza.
—¿Y te fías de él?
—¿Fiarme en qué sentido? ¿Te refieres a si nos robaría información?
—O si no nos delataría.
—No tengo intención de decirle que nos busca la policía. Espero que nos aloje hasta que logremos aclarar todo esto.
—Robert, no sé si te has parado a pensar que a estas horas todas las cadenas de televisión de Francia están a punto de divulgar imágenes de nosotros dos. Bezu Fache siempre usa los medios de comunicación en su beneficio. Va a hacer que sea muy difícil que nos movamos sin que nos reconozcan.
«Fantástico —pensó Langdon—. Mi debut en la tele francesa será en la lista de los delincuentes más buscados». Al menos Jonas Faukman podía estar satisfecho: cada vez que salía en las noticias, las ventas de sus libros aumentaban.
—¿Ese hombre es muy amigo tuyo?
Langdon dudaba que Teabing mirara la tele, y menos a aquellas horas, pero aun así aquella pregunta era difícil de responder. Su intuición le decía que Teabing era totalmente de fiar y que les ofrecería el refugio ideal. Teniendo en cuenta las circunstancias, seguramente haría todo lo posible por ayudarles. No sólo le debía un favor a Langdon sino que era especialista en el Santo Grial, y Sophie aseguraba que Sauniére había sido Gran Maestre del Priorato de Sión. En cuanto tuviera conocimiento de ese dato, la idea de contribuir a resolver el enigma le haría salivar de placer.
—Teabing podría ser un poderoso aliado —dijo Langdon—. «En función de lo que quieras contarle».
—Es probable que Fache ofrezca una recompensa económica a quien dé información sobre nuestro paradero. Langdon se echó a reír.
—Créeme, dinero no es precisamente lo que ese hombre necesita. —Leigh Teabing era rico a la manera de los países pequeños. Descendiente del primer duque de Lancaster, Teabing había obtenido el dinero que tenía gracias a un antiguo procedimiento aún vigente que se conocía como herencia. Su mansión, a las afueras de París, era un palacio del siglo XVII con dos lagos privados.
Langdon lo había conocido hacía unos años a través de la BBC. Teabing había propuesto al canal de televisión realizar un documental histórico en el que se divulgara al gran público la impactante historia del Santo Grial. A los productores les encantó el planteamiento de Teabing, sus investigaciones y sus credenciales, pero les daba miedo que el tema resultara tan chocante y difícil de creer que la reputación de la cadena se viera comprometida. A propuesta de Teabing, la BBC venció sus temores contratando a tres prestigiosos historiadores de distintas partes del mundo para que corroboraran la sorprendente naturaleza del secreto del Santo Grial.
Y Langdon había sido uno de los elegidos.
Para la filmación, le habían llevado hasta la finca de Teabing. Eligieron la opulenta sala de la mansión y empezó a contar su versión ante las cámaras, admitiendo su escepticismo inicial al tener conocimiento de la historia alternativa del Santo Grial, y describiendo a continuación que años de investigaciones le habían convencido de la verdad de aquella teoría. Finalmente, Langdon acababa exponiendo los resultados de algunas de sus investigaciones, una serie de conexiones simbólicas que avalaban decididamente unas tesis en apariencia controvertidas.
Cuando el programa se emitió en Gran Bretaña, a pesar de la seriedad de sus participantes y de lo bien documentadas que estaban las pruebas, chocó frontalmente con el arraigado pensamiento cristiano popular y despertó al momento una tormenta de hostilidades. En los Estados Unidos no llegó a emitirse, pero sus repercusiones resonaron a través del Atlántico. Poco después, Langdon recibió una postal de un viejo amigo, el obispo católico de Filadelfia. El texto era muy breve. «Et tu, Robert».
—Robert, ¿estás absolutamente seguro de que podemos fiarnos de ese hombre? —le preguntó Sophie.
—Sí. Somos colegas, tiene todo el dinero que quiere y me consta que siente desprecio por las autoridades francesas. El gobierno le cobra unos impuestos desorbitados por haber comprado una casa catalogada como parte del patrimonio histórico. Te aseguro que no tendrá ninguna prisa en cooperar con Fache.
Sophie volvió la cabeza y clavó la mirada en la oscuridad de la noche.
—Si vamos a verle, ¿qué vas a contarle?
Langdon no parecía preocupado.
—Créeme, Leigh Teabing sabe más sobre el Priorato de Sión y el Santo Grial que cualquier otra persona en este mundo.
Sophie lo miró.
—¿Más que mi abuelo?
—Quiero decir más que cualquiera que no pertenezca a la hermandad.
—¿Y cómo sabes que él no pertenece a ella?
Teabing se ha pasado la vida intentando dar a conocer la verdad sobre el Santo Grial. Y el voto del Priorato es precisamente mantener oculta su verdadera naturaleza.
—Eso suena a conflicto de intereses.
Langdon entendía su reticencia. Sauniére le había hecho llegar el criptex directamente a Sophie, y aunque ella no supiera qué era lo que contenía ni qué debía hacer con él, no estaba segura de si implicar a un perfecto desconocido era lo más indicado. Teniendo en cuenta la información potencialmente oculta en él, seguramente su actitud de cautela era sabia.
—No hace falta que le contemos de entrada lo de la clave de bóveda. Tal vez sea mejor incluso no decirle nada sobre el tema. Su casa nos ofrecerá un refugio seguro para escondernos y pensar y puede que cuando hablemos con él sobre el Grial, empieces a formarte una idea de por qué tu abuelo quiso entregarte esto a ti.
—A nosotros —corrigió Sophie.
Langdon sintió cierto orgullo y volvió a preguntarse por qué Sauniére lo habría incluido también a él.
—¿Sabes más o menos dónde vive el señor Teabing? —Su finca se llama Cháteau Villete.
Sophie se volvió y abrió mucho los ojos, incrédula.
—¿El Cháteau Villete?
—Sí, ese.
—Tienes buenos amigos.
—¿Conoces la finca?
—He pasado por delante. Está en la zona de los castillos. A unos veinte minutos de aquí.
Langdon frunció el ceño.
—¿Tan lejos?
—Sí. Así que te da tiempo de contarme de una vez qué es en realidad el Santo Grial.
Langdon se quedó un instante en silencio.
—Te lo contaré en casa de Teabing. Él y yo nos hemos especializado en diferentes aspectos de la leyenda, así que con la información de los dos podrás conocer toda la historia. —Sonrió—. Además, Teabing ha dedicado su vida entera al Grial y oír la historia de sus labios es como si el propio Einstein te contara la teoría de la relatividad.
—Esperemos que a Leigh no le molesten las visitas a horas intempestivas.
—Por cierto, no es Leigh a secas, es sir Leigh. —Langdon había cometido aquel error sólo una vez—. Teabing es todo un personaje. La reina le nombró sir hace unos años por un completísimo trabajo histórico que realizó sobre la casa de York.
Sophie lo miró.
—Estás de broma, ¿no? ¿Me estás diciendo que vamos a visitar a un caballero?
Langdon esbozó una extraña sonrisa.
—Vamos a la busca del Grial, Sophie. ¿Quién mejor que un caballero para ayudarnos?