El Fiat que, sin distintivo alguno, se alejaba de Castel Gandolfo, enfiló la sinuosa carretera que atravesaba las montañas de Alba en dirección al valle. En el asiento trasero, el obispo Aringarosa sonrió, notando en su regazo el peso de los fajos de bonos que llevaba en el maletín y preguntándose cuánto tiempo pasaría hasta que él y El Maestro pudieran cambiarlos.
«Veinte millones de euros».
Con aquella suma Aringarosa podría comprar una gran cuota de poder, algo más valioso que el dinero.
Mientras el coche se dirigía hacia Roma a toda velocidad, Aringarosa se preguntaba por qué El Maestro aún no se había puesto en contacto con él. Se sacó el teléfono móvil del bolsillo de la sotana y verificó que tenía muy mala recepción.
—Por aquí arriba hay poca cobertura —le dijo el chofer mirándolo por el espejo retrovisor—. En cuestión de cinco minutos salimos de las montañas y el servicio mejora.
—Gracias.
Aringarosa sintió una punzada de preocupación. «¿No hay cobertura en las montañas?». Entonces, tal vez El Maestro sí había intentado contactar con él. Era posible que algo hubiera fallado estrepitosamente y él no se hubiera enterado.
Comprobó entonces el buzón de voz y constató que no había nada. Pero al momento se convenció de que El Maestro no dejaría nunca un mensaje grabado; era muy cuidadoso con sus comunicaciones. Nadie mejor que él entendía los riesgos de hablar abiertamente en el mundo moderno. La interceptación electrónica de datos había jugado un papel básico en la gran cantidad de conocimientos secretos de que disponía.
«Es por eso por lo que siempre toma tantas precauciones».
Por desgracia, entre las medidas de prudencia de El Maestro estaba su negativa a facilitarle a Aringarosa ningún teléfono de contacto. «Seré yo el que inicie siempre la comunicación —le había dicho—. Así que no se aleje mucho de su teléfono». Ahora que Aringarosa se daba cuenta de que su aparato podía no haber estado operativo, empezó a temer lo que El Maestro pudiera estar pensando si le había llamado con insistencia sin obtener respuesta.
«Pensará que algo va mal».
«O que no he obtenido el pago».
El obispo empezó a sudar un poco.
«O peor… que he cogido el dinero y me he fugado».