André Vernet parecía incómodo con aquel arma entre las manos, pero los ojos le brillaban con una determinación que a Langdon no le parecía sensato poner a prueba.
—Lamento tener que obligarles —dijo, apuntándoles alternativamente a los dos, que seguían en el interior del furgón—. Dejen la caja en el suelo.
Sophie la tenía agarrada con fuerza contra el pecho.
—Ha dicho que usted y mi abuelo eran amigos.
—Tengo la obligación de proteger los bienes de su abuelo, y eso es precisamente lo que estoy haciendo. Así que suelte la caja.
—Mi abuelo me la ha confiado a mí —declaró Sophie.
—Haga lo que le digo —ordenó Vernet levantando el arma. Langdon vio que ahora el cañón le apuntaba a él.
—Señor Langdon, acérqueme usted la caja, y tenga claro que si se lo pido a usted es porque no dudaría ni un instante en disparar.
Langdon miró al banquero con desprecio.
—¿Por qué lo hace?
—¿Y usted qué cree? Para proteger los bienes de mis clientes.
—Ahora sus clientes somos nosotros —intervino Sophie.
La expresión de Vernet se transformó por completo y se volvió fría como el hielo.
—Mademoiselle Neveu, no sé cómo ha conseguido la llave y el número de cuenta, pero está claro que ha habido juego sucio. De haber conocido el alcance de sus crímenes, nunca les habría ayudado a salir del banco.
—Ya se lo he dicho antes —insistió Sophie—. Nosotros no hemos tenido nada que ver con la muerte de mi abuelo.
Vernet miró a Langdon.
—Sí, pero en la radio insisten que no sólo le buscan por el asesinato de Jacques Sauniére, sino también por el de los otros tres hombres.
—¿Qué? —exclamó Langdon, boquiabierto—. «¿Tres asesinatos más?». Que fueran precisamente tres le sorprendió más que el hecho mismo de ser considerado el principal sospechoso. Parecía demasiada casualidad. —Los ojos de Langdon se posaron en la caja de palisandro—. «Si han asesinado a los sénéchaux, Sauniére no ha tenido otra salida. Debía traspasar la clave a alguien».
—La policía ya lo aclarará todo en su momento —dijo Vernet—. Por lo pronto yo ya he involucrado a mi banco más de la cuenta.
Sophie lo miró.
—Está claro que no tiene ninguna intención de entregarnos a la policía, porque en ese caso hubiéramos regresado al banco. Lo que hace es traernos hasta aquí y amenazarnos con una pistola.
—Su abuelo contrató nuestros servicios por algo muy concreto: para que sus posesiones estuvieran a salvo y custodiadas con discreción. Me da igual qué es lo que contiene esa caja, pero no pienso dejar que acabe considerada como prueba oficial de la investigación policial. Señor Langdon, acérquemela.
Sophie negó con la cabeza.
—No lo hagas.
Sonó un disparo y la bala se estrelló contra el techo del furgón. La explosión sacudió el compartimento y el proyectil cayó, en el suelo con un tintineo.
«¡Mierda!». Langdon se quedó sin habla.
—Señor Langdon, quítele la caja —repitió Vernet más seguro de sí mismo.
Langdon le obedeció.
—Y ahora, tráigala hasta aquí.
Vernet seguía de pie, detrás del parachoques trasero, con el arma apuntando al interior del compartimento de carga.
Con la caja en la mano, Langdon avanzó en dirección a las puertas.
«¡Tengo que hacer algo! —pensó—. ¡Estoy a punto de entregarle la clave del Priorato!». Mientras se acercaba a la salida, su elevación respecto del suelo se hacía más evidente, y empezó a plantearse si no podría usar aquella ventaja en su beneficio. Aunque Vernet mantenía el arma levantada, le llegaba a la altura de la rodilla. «¿Una patada bien dada, tal vez?». Por desgracia, mientras avanzaba, Vernet pareció captar el peligro y retrocedió varios pasos hasta quedar a unos dos metros de él, fuera de su alcance.
—Deje la caja junto a la puerta —ordenó.
Como no veía ninguna otra salida, Langdon se arrodilló e hizo lo que le ordenaba.
—Ahora póngase de pie.
Langdon empezó a incorporarse, pero se detuvo y se fijó en el casquillo de la bala que Vernet había disparado antes y que había ido a parar cerca de la hendidura que hacía que las puertas del furgón encajaran y quedaran perfectamente selladas.
—Levántese y aléjese de la caja.
Langdon siguió inmóvil un instante, con la mirada fija en aquella ranura metálica, y se puso de pie. Al hacerlo, movió discretamente la bala y se fue hacia atrás.
—Vaya hasta el fondo y dese la vuelta.
Vernet notaba que el corazón le latía con fuerza. Apuntando el arma con la mano derecha, se acercó a la caja para cogerla con la izquierda, pero se dio cuenta de que pesaba demasiado. «Tengo que cogerla con las dos manos». Miró a sus rehenes y calculó el riesgo. Estaban a unos cinco metros de él, al fondo del compartimento de carga, de espaldas. Se decidió. Dejó la pistola en el parachoques, cogió la caja con las dos manos y la bajó hasta el suelo. De inmediato volvió a apoderarse del arma y a apuntarles con ella. Sus prisioneros no se habían movido lo más mínimo.
«Perfecto». Ahora lo único que le quedaba por hacer era cerrar las puertas. De momento dejaría la caja en el suelo. Empujó una, que se cerró con un chasquido. Ahora debía asegurarla haciendo encajar la barra de seguridad en la ranura. Giró el tirador hacia la izquierda y la barra bajó un poco, pero se bloqueó inesperadamente sin llegar a encajar en la hendidura. «¿Qué está pasando aquí?». Volvió a intentarlo, sin éxito. «¡La puerta no está bien cerrada!». Le invadió una oleada de pánico y la apretó con fuerza, aunque sin moverse de donde estaba. «Hay algo que la bloquea». Vernet se giró para empujarla un poco con el hombro, pero en ese momento se abrió de golpe, le dio en la cara y le tiró al suelo. Le dolía mucho la nariz. Mientras se llevaba las manos a la cara y notaba la sangre tibia que le corría por la cara, la pistola desapareció.
Robert Langdon saltó al exterior y Vernet intentó incorporarse, aunque no veía nada. Estaba aturdido y volvió a caerse de espaldas. Sophie Neveu gritaba algo. Un instante después, se vio rodeado por una nube de polvo y de humo. Oyó el crepitar de las ruedas sobre la gravilla y logró sentarse justo en el momento en que el furgón, demasiado ancho para pasar, se empotraba contra un árbol. El motor protestó y el árbol se dobló. Al final, el parachoques cedió y se partió. El vehículo blindado se alejó con el parachoques medio colgando. Al llegar a la carretera de acceso, la noche se iluminó con las chispas del metal sobre el asfalto.
Vernet se volvió hacia el vacío que había dejado el furgón. Aunque estaba oscuro, se veía que en el suelo no había nada. La caja de madera había desaparecido.