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Langdon apenas daba crédito a su propia suposición, y sin embargo, teniendo en cuenta quién les había hecho llegar aquel cilindro de piedra, cómo lo había hecho, y fijándose ahora en la rosa incrustada en la caja, a Langdon sólo se le ocurría una conclusión.

«Tengo en mis manos la clave del Priorato».

La leyenda era muy clara.

«Se trata de una piedra codificada que se encuentra bajo el signo de la rosa».

—Robert —insistió Sophie, que no le quitaba la vista de encima—. ¿Qué te pasa?

Langdon necesitaba un poco más de tiempo para poner en orden sus pensamientos.

—¿Te habló tu abuelo alguna vez de una cosa llamada clef de voúte?

—¿La llave de la cámara? —dijo Sophie.

—No, esa es la traducción literal. Clef de voúte es un término arquitectónico muy común. «Voúte» es la bóveda que remata un arco.

—Pero los techos abovedados no tienen llaves.

—Pues en realidad sí las tienen. Todo arco precisa de una dovela, una piedra en forma de cuña en su parte más elevada, que sirve para mantener unidas las demás piedras y que es la que aguanta todo el peso. Esa piedra es, en sentido arquitectónico, la clave de la bóveda. —La miró para ver si ella sabía de qué le estaba hablando.

Sophie se encogió de hombros y volvió a mirar el criptex.

—Pero es evidente que esto no puede ser una clave de bóveda, ¿no?

Langdon no sabía por dónde empezar. Las claves de bóveda, en tanto que técnicas para la construcción de arcos, habían sido uno de los secretos mejor guardados de los gremios de canteros y albañiles. En realidad esos gremios habían sido el origen de la masonería, pues macon, en francés, significa albañil. «El Grado del Arco Real. La arquitectura. Las claves de bóveda». Todo estaba interconectado. El conocimiento secreto en relación al uso de una clave en forma de cuña para la construcción de un arco abovedado era en parte lo que había convertido a los constructores en artesanos ricos, y lo guardaban celosamente. Las claves de bóveda siempre habían estado rodeadas de un halo de secretismo. Y sin embargo, el cilindro de piedra que contenía la caja de palisandro tenía que ser, evidentemente, algo bastante distinto. La clave del Priorato —si es que eso era lo que tenían entre sus manos— no era exactamente lo que Langdon había imaginado.

—La clave del Priorato no es mi especialidad —admitió—. Mi interés en el Santo Grial es básicamente simbológico, por lo que tiendo a ignorar la gran cantidad de leyendas que explican cómo encontrarlo.

Sophie arqueó las cejas.

—¿Encontrar el Santo Grial?

Langdon asintió, algo incómodo, eligiendo mentalmente sus palabras con cuidado.

—Sophie, según la tradición de la hermandad, la clave de bóveda es un mapa codificado… un mapa que revela el lugar donde se halla oculto el Santo Grial.

—¿Y tú crees que eso es lo que tenemos aquí? —le preguntó con expresión muy seria.

Langdon no sabía qué responderle. Incluso a él le resultaba increíble, aunque era la única conclusión a la que llegaba. «Una piedra codificada oculta bajo el signo de la rosa».

La idea de que hubiera sido Leonardo da Vinci el inventor del criptex —anterior Gran Maestre del Priorato de Sión— era un indicador más de que aquello era en verdad la clave del Priorato. «Un diseño de un anterior Gran Maestro… materializado siglos después por otro miembro del Priorato». Los indicios eran demasiado claros como para rechazarlos sin más.

Durante el último decenio, los historiadores se habían dedicado a buscar la clave en las iglesias francesas. Los buscadores del Grial, perfectos conocedores de la tradición de juegos de palabras y dobles sentidos del Priorato, habían llegado a la conclusión de que la clave de bóveda debía ser, literalmente eso, una clave de bóveda —una cuña arquitectónica—, una piedra con inscripciones codificadas insertada en el arco de alguna iglesia. «Bajo el signo de la rosa». En arquitectura, las rosas no escaseaban. Rosetones en las ventanas, rosetones en las molduras. Y, claro, abundaban las rosas de cinco pétalos rematando arcos, embelleciendo claves de bóveda. Como escondite, aquel punto de una iglesia era de una sencillez diabólica. El mapa para encontrar el Santo Grial se encontraba oculto en lo más alto del arco de alguna remota iglesia, burlándose de los ciegos feligreses que caminaban por debajo.

—El criptex no puede ser la clave —rebatió Sophie—. No es tan viejo. Estoy segura de que mi abuelo es quien lo creó. Es imposible que forme parte de una leyenda tan antigua sobre el Grial.

—En realidad —dijo Langdon con una punzada de emoción en la voz—, se cree que la clave de bóveda la ha creado el Priorato en algún momento de estas dos últimas décadas.

Sophie le miró, incrédula.

—Pero, si este criptex revelara dónde se encuentra el Santo Grial, ¿por qué habría de dármelo a mí mi abuelo? Yo no tengo ni idea de cómo se abre. ¡Si ni siquiera sé qué es el Grial!

Para su sorpresa, Langdon se dio cuenta de que Sophie tenía razón. Aún no había llegado a explicarle la verdadera naturaleza del Santo Grial. Pero esa historia tendría que esperar. Por el momento, debían concentrarse en la clave.

«Si es que eso es lo que tenemos aquí…».

Alzando la voz sobre el rumor de las ruedas blindadas del furgón, Langdon le explicó someramente a Sophie lo que sabía sobre la clave de bóveda. Supuestamente, durante siglos, del mayor secreto del Priorato —el paradero del Santo Grial— nunca había habido constancia escrita. Por motivos de seguridad, se transmitía oralmente a los nuevos sénéchaux en una ceremonia clandestina. Sin embargo, en cierto momento del siglo pasado, empezaron a surgir rumores de que la política del Priorato había cambiado. Tal vez fuera a causa de las nuevas tecnologías, que permitían interceptar conversaciones, pero al parecer juraron no volver a pronunciar el nombre de aquel lugar sagrado.

—Pero entonces, ¿cómo iban a poder transmitirse el secreto? —preguntó Sophie.

—Aquí es donde entra en juego la clave de bóveda. Cuando uno de los cuatro miembros más destacados moría, los otros tres escogían de entre los escalafones inferiores a un candidato para ascenderlo a sénéchal. En vez de decirle dónde se escondía el Grial, le planteaban unas pruebas mediante las que debía demostrar si era o no merecedor de aquella dignidad.

Sophie pareció incomodarse al oír aquello, y Langdon se acordó de lo que le había contado sobre las búsquedas del tesoro que le organizaba su abuelo —preuves de mérite. En realidad, la clave de bóveda era algo parecido. Pero es que ese tipo de pruebas estaba a la orden del día en las sociedades secretas. La mejor conocida era la de los masones, y en ellas sus miembros ascendían a niveles más altos si demostraban que eran capaces de guardar un secreto, lo que lograban mediante una serie de rituales y pruebas de mérito que duraban años. Las pruebas eran cada vez más duras y si se superaban, el candidato alcanzaba el grado trigésimo segundo de la masonería.

—Así que la clave de bóveda es una preuve de mérite —dijo Sophie—. Si el sénéchal propuesto logra abrirla, se hace digno de recibir la información que contiene.

Langdon asintió.

—Me había olvidado de que ya tenías experiencia en este tipo de cosas.

—Y no sólo con mi abuelo. En criptología esto se conoce como «lenguaje auto-autorizado». Lo que quiere decir es que si eres lo bastante listo para leerlo, entonces es que tienes derecho a saber lo que pone.

Langdon vaciló un instante.

—Sophie, ¿te das cuenta de que si en realidad esto es la clave, el hecho de que tu abuelo la tuviera en su poder significa que era un miembro muy destacado del Priorato de Sión? Porque para saber eso hay que estar entre los cuatro primeros.

Sophie suspiró.

—Era un miembro destacado de una sociedad secreta. De eso no me cabe duda. Y todo apunta a que era el Priorato.

Langdon tardó en reaccionar.

—¿Sabías que tu abuelo pertenecía a una sociedad secreta?

—Hace diez años vi unas cosas que no debería haber visto. Desde entonces no nos hemos vuelto a dirigir la palabra. —Hizo una pausa—. No es que mi abuelo fuera un miembro destacado, es que creo que era el que tenía el rango más elevado.

Langdon no daba crédito a lo que acababa de oír.

—¿Gran Maestre? ¡Pero es imposible que tú sepas algo así!

—Prefiero no hablar del tema —dijo Sophie apartando la mirada, decidida a no hablar de algo que claramente le hacía daño.

Langdon seguía anonadado. «¿Jacques Sauniére Gran Maestre?». A pesar de las increíbles repercusiones que podía tener aquello en caso de ser cierto, Langdon tenía la intuición de que de aquel modo todo encajaba casi perfectamente. En el fondo, los anteriores Grandes Maestres del Priorato también habían sido prominentes figuras públicas con sensibilidad artística. Buena prueba de ello había quedado desvelada hacía unos años con el descubrimiento, en la Bibliothéque Nationale de París, de unos papeles que pasaron a conocerse como Les Dossiers Secrets.

No había historiador especializado en los templarios ni apasionado del Santo Grial que no los hubiera leído. Catalogados bajo el código 40 lm1 249, los dossieres secretos habían sido autentificados por numerosos especialistas, y confirmaban de manera incontrovertible lo que los historiadores llevaban mucho tiempo sospechando: entre los Grandes Maestres del Priorato estaban Leonardo da Vinci, Botticelli, Isaac Newton, Victor Hugo y, más recientemente, Jean Cocteau, el famoso y polifacético escritor parisino.

«¿Por qué no podía serlo Jacques Sauniére?».

La incredulidad de Langdon volvió a intensificarse al recordar que esa noche había quedado en reunirse con él. «El Gran Maestre quería verme. ¿Para qué? ¿Para charlar un rato sobre arte?». De pronto aquella posibilidad le pareció poco verosímil. Después de todo, si su intuición no fallaba, el Gran Maestre del Priorato de Sión acababa de transmitir la información sobre la legendaria clave de su hermandad a su nieta, y a la vez le había ordenado a ésta que se pusiera en contacto él.

«¡Inconcebible!».

La imaginación de Langdon no bastaba para evocar el conjunto de circunstancias que permitieran explicar el comportamiento de Sauniére. Incluso en el caso de que temiera su propia muerte, quedaban otros tres sénéchaux que también conocían el secreto y por tanto garantizaban la continuidad del Priorato. ¿Por qué tendría que correr el enorme riesgo de entregarle a su nieta la clave, y más teniendo en cuenta que no se llevaban bien? ¿Y por qué implicar a Langdon, un total desconocido?

«En este rompecabezas falta una pieza», pensó Langdon.

Al parecer, las respuestas iban a tener que esperar un poco más. El sonido del motor reduciendo su velocidad les hizo levantar la vista. Bajo las ruedas se oía el rumor de la gravilla. «¿Por qué estamos parando tan pronto?», se preguntó Langdon. Vernet les había dicho que iba a llevarlos fuera de la ciudad para mayor seguridad. El furgón frenó casi hasta detenerse y se internó por un terreno inesperadamente irregular. Sophie dedicó a Langdon una mirada de preocupación y cerró la caja que contenía el criptex. Langdon volvió a envolverla con la chaqueta.

El furgón se detuvo, pero el motor seguía ronroneando. Los cierres de los portones traseros empezaron a moverse. Cuando se abrieron las puertas, a Langdon le sorprendió ver que estaban en una zona boscosa, bastante alejados de la carretera. Vernet se asomó al compartimento muy serio y con una pistola en la mano.

—Lo siento mucho —dijo—, pero no me queda otro remedio.