Viajar en el interior de un furgón tenuemente iluminado era como que te llevaran a una celda de confinamiento. Langdon hacía esfuerzos por vencer la angustia que le producían los espacios cerrados. «Vernet dice que nos llevará a una distancia prudencial de la ciudad. ¿Dónde? ¿Muy lejos?».
Se le habían dormido las piernas de tenerlas tanto rato cruzadas. Cambió de postura y dio un respingo al notar que la sangre se las regaba de nuevo. Entre los brazos seguía sosteniendo aquel extraño tesoro que habían logrado sacar del banco.
—Creo que ya estamos en la autopista —susurró Sophie.
Langdon tenía la misma sensación. El furgón, tras una enervante pausa en la salida del banco, había empezado a moverse, zigzagueando a izquierda y derecha durante uno o dos minutos, y desde entonces había acelerado y circulaba a gran velocidad. Debajo, oían el roce de las ruedas blindadas sobre el asfalto. Concentrándose en la caja de palisandro que sujetaba entre sus brazos, colocó con mucho cuidado el bulto envuelto en la chaqueta sobre el suelo, cogió la caja y se la acercó al cuerpo. Sophie se sentó a su lado. A Langdon, por un momento, le pareció que eran como dos niños a punto de abrir un regalo de Navidad.
En contraste con los colores más intensos de la caja, la rosa taraceada en la tapa era de una madera clara, probablemente de fresno, que resaltaba a la pálida luz. «La rosa». Ejércitos enteros y religiones se habían construido sobre ese símbolo, así como sociedades secretas: Los Rosacruces. Los caballeros de la rosa de la cruz.
—Vamos —intervino Sophie—. Ábrela.
Langdon aspiró hondo. Pasó la mano por la tapa y se demoró un instante más en el intrincado trabajo de la madera. Soltó el cierre y la levantó, revelando el objeto que contenía.
Langdon se había entregado a diversas fantasías sobre lo que encontrarían en su interior, pero sin duda se había equivocado de medio a medio. Acurrucado sobre el forro de seda granate descansaba un objeto inverosímil.
Se trataba de un cilindro de mármol blanco, de dimensiones parecidas a las de un bote de pelotas de tenis. De todos modos, era más complejo que una simple columna de piedra y parecía estar formado por la unión de varias piezas. Había cinco discos de mármol del tamaño de rosquillas unidos entre sí gracias a una delicada estructura de bronce. Parecía algo así como un caleidoscopio tubular de muchos aros. Los dos extremos del cilindro estaban rematados por dos cubiertas, también de mármol, que impedían ver lo que había dentro. Como habían oído el sonido producido por algún liquido, Langdon daba por sentado que aquel cilindro era hueco.
Por más enigmática que resultara la apariencia de ese objeto, lo que desde el primer momento le llamó la atención a Langdon fue lo que había grabado a su alrededor. Los cinco discos tenían las mismas extrañas inscripciones; todas las letras del abecedario. Al verlas, se acordó de uno de sus juguetes de cuando era niño: un tubo con letras que se movían y que permitían formar palabras.
—Es increíble, ¿no? —murmuró Sophie.
Langdon alzó la vista.
—No lo sé. ¿Qué diablos es esto?
Los ojos de Sophie brillaron.
—Mi abuelo se dedicaba a fabricarlos; era un pasatiempo para él. Son un invento de Leonardo da Vinci.
—¿De Leonardo? —repitió en voz baja Langdon, fijándose de nuevo en el cilindro.
—Sí, se llaman criptex. Según mi abuelo, el modelo original se conserva en uno de sus diarios secretos.
—¿Y para qué sirve?
Teniendo en cuenta los acontecimientos de la noche, Sophie sabía que la respuesta podría tener implicaciones interesantes.
—Se trata de una especie de caja fuerte que sirve para guardar información secreta.
Langdon se mostró muy sorprendido.
Sophie le explicó que uno de los pasatiempos favoritos de su abuelo era fabricar réplicas de los inventos de Leonardo. Con su gran habilidad para las manualidades, se pasaba horas trabajando la madera y el metal en su taller, y disfrutaba mucho imitando a maestros artesanos; a Fabergé y a muchos otros, y también a Leonardo, mucho menos depurado pero bastante más práctico.
Una mirada somera a los diarios del pintor bastaba para revelar por qué aquel genio era tan famoso por su poco interés en los acabados como por la genialidad de sus ideas. Da Vinci había realizado bocetos de cientos de inventos que nunca había llegado a materializar. Y una de las distracciones más queridas de Sauniére había sido hacer realidad sus ocurrencias más inspiradas: relojes, bombas de agua, criptex y hasta la miniatura articulada de un caballero francés de la Edad Media, que ocupaba un lugar destacado en su despacho del Louvre. Diseñado por él en 1495 como plasmación de sus anteriores estudios de anatomía y quinesiología, el mecanismo interno de aquel caballero-robot contaba con unas articulaciones y tendones muy precisos, y era capaz de sentarse, mover los brazos y la cabeza, gracias a un cuello flexible, así como de abrir y cerrar la boca con exactitud anatómica. A Sophie siempre le había parecido que ese caballero articulado, con su armadura, era el objeto más hermoso que su abuelo había hecho nunca… hasta que vio el críptex de la caja de palisandro.
—Me hizo uno como éste cuando era pequeña —dijo Sophie—. Pero nunca había visto uno tan grande y tan ornamentado.
Los ojos de Langdon seguían fijos en el contenido de la caja.
—Pues yo nunca había oído hablar de los criptex.
A Sophie no le sorprendió aquella confesión. La mayor parte de los inventos de Leonardo no se había estudiado, y casi ninguno tenía nombre. Era posible que el término «criptex» fuera una invención de su abuelo, y en cualquier caso era muy adecuado para referirse a un objeto que recurría a la ciencia de la criptología para proteger una información escrita en el rollo de papel que contenía, llamado codex.
Sophie sabía muy bien que Da Vinci había sido un pionero de la criptología, aunque eso era algo que raras veces se le reconocía. Los profesores de la universidad en la que estudiaba Sophie, cuando presentaban métodos informáticos de encriptación pensados para la transmisión segura de datos, siempre se acordaban de Simmerman y de Schneier, pero nunca mencionaban que había sido Leonardo el inventor de una de las formas más rudimentarias de encriptación, hacía siglos. Quien se lo había contado había sido su abuelo, claro.
Mientras el furgón blindado avanzaba por la autopista, Sophie le explicó a Langdon que el criptex había sido la solución de Leonardo al problema de enviar mensajes seguros a grandes distancias. En una era sin teléfono ni correo electrónico, quien quería confiar una información a otra persona que viviera lejos no tenía más remedio que ponerla por escrito y confiarla a un mensajero, que era quien la hacía llegar a su destinatario. Por desgracia, si ese mensajero sospechaba que la carta podía contener información importante, podía ganar mucho más dinero vendiéndola a sus adversarios que haciéndola llegar a quien correspondiera.
Muchas mentes preclaras de la historia habían planeado soluciones criptológicas al problema de la protección de datos: Julio César inventó un sistema de escritura cifrada llamado la Caja del Cesar. María Estuardo, reina de Escocia, creó un sistema mediante el cual unas letras podían ser reemplazadas por otras, y enviaba mensajes desde la cárcel. Y el extraordinario científico árabe Abú Yusuf Ismail al-Kindi protegía sus secretos con códigos cifrados polialfabéticos.
Leonardo, sin embargo, renunció a las matemáticas y a la criptología y optó por una solución mecánica: el criptex. Se trataba de un recipiente portátil que podía contener cartas, mapas, diagramas, cualquier tipo de documento. Una vez la información quedaba sellada en el interior del criptex, sólo quien conociera la contraseña podía acceder a ella.
—Necesitamos la contraseña —dijo Sophie, señalando los discos giratorios con las letras engastadas—. El criptex funciona de una manera parecida a esos candados de bicicleta que tienen una combinación numérica. Si alineas los números correctamente, el candado se abre. En este caso, hay cinco discos. Cuando se colocan en la secuencia correcta, los engranajes internos se alinean y el cilindro se abre.
—¿Y dentro?
—Una vez el cilindro se abre, es posible acceder a un compartimento interior hueco que puede contener un rollo de papel donde está escrita la información que se ha querido mantener en secreto.
Langdon daba muestras de incredulidad.
—¿Y dices que tu abuelo te hizo uno cuando eras pequeña?
—Varios, pero no tan grandes. En un par de ocasiones, por mi cumpleaños, me regaló un criptex y me puso una adivinanza. La solución a la adivinanza era la contraseña para abrirlo y, una vez abierto encontraba mi tarjeta de felicitación.
—Cuánto esfuerzo para una tarjeta de cumpleaños.
—No, en las tarjetas siempre había más adivinanzas o alguna pista. A mi abuelo le encantaba organizar complicadas búsquedas de tesoros por toda la casa, una serie de pistas que al final me conducían hasta el verdadero regalo. Cada una de esas búsquedas era un examen a mi carácter y a mis méritos, para asegurarse de que era realmente merecedora de mis trofeos. Y la verdad es que los exámenes nunca eran fáciles.
Langdon volvió a mirar aquel objeto, sin abandonar su expresión de escepticismo.
—¿Pero por qué no romperlo, simplemente? ¿Tirarlo al suelo para que se abra? Los aros de metal no parecen muy resistentes, y el mármol no es una piedra tan dura.
Sophie sonrió.
—Porque Leonardo no era tan tonto. Diseñó el criptex de manera que si intentaban forzarlo, la información se autodestruyera. Mira. —Cogió con cuidado el cilindro—. Toda información que vaya a insertarse debe ser escrita en un rollo de papiro.
—¿No de pergamino?
Sophie negó con la cabeza.
—Tiene que ser de papiro. Sé que la piel de oveja era más durable y más común en aquella época, pero debía ser de papiro. Y cuanto más fino, mejor.
—Te sigo.
—Antes de insertar el papiro en el compartimento del criptex, se enrollaba alrededor de un tubo de cristal muy delicado. —Agitó un poco el criptex, y el liquido del interior sonó—. Un tubo con líquido.
—¿Qué liquido?
—Vinagre.
—Genial —dijo Langdon tras un instante en silencio.
«Vinagre y papiro», pensó Sophie. Si alguien intentaba forzar el criptex para abrirlo, el tubo de cristal se rompía y el vinagre disolvía rápidamente el papiro. Cuando ese alguien accedía por fin al mensaje secreto, se encontraba sólo con una pasta ilegible.
—Como ves —le dijo Sophie—, la única manera de acceder a la información del interior es conocer la contraseña de cinco letras. Y como hay cinco discos y cada uno contiene veintiséis letras, eso es veintiséis elevado a la quinta potencia. —Hizo una breve pausa para calcular las permutaciones—. Aproximadamente doce millones de posibilidades.
—No seré yo quien te contradiga —dijo Langdon con aspecto de tener doce millones de preguntas rondándole la cabeza—. ¿Qué información crees que contiene?
—Sea lo que sea, está claro que mi abuelo tenía mucho interés en mantenerla en secreto. —Se quedó un instante callada, cerró la caja y clavó la vista en la rosa de cinco pétalos. Había algo que le preocupaba.
—Antes has dicho que la rosa es el símbolo del Grial, ¿no?
—Exacto. Según la simbología del Priorato, la rosa y el Grial son sinónimos.
Sophie frunció el ceño.
—Es curioso, porque mi abuelo siempre me dijo que la rosa significaba secreto. Cuando recibía alguna llamada confidencial en su despacho y no quería que lo molestara, colgaba una rosa de la puerta. Y a mí me animaba a que hiciera lo mismo.
(«Tesoro —le decía su abuelo—, en vez de cerrar la puerta para que el otro no pueda entrar, colguemos una rosa —la fleur des secrets— en la puerta cuando necesitemos un espacio de intimidad. Así aprenderemos a respetarnos y a confiar el uno en el otro. Colgar una rosa es una antigua costumbre romana»).
—Sub rosa —comentó Langdon—. Los romanos colgaban una rosa durante sus reuniones para indicar que iban a tocarse temas confidenciales. Así, los asistentes sabían que todo lo que se dijera bajo la rosa —o sub rosa—, debía mantenerse en secreto.
Langdon le explicó brevemente que esa connotación de secretismo que tenía la rosa no era el único motivo por el que el Priorato la usaba como símbolo del Grial. La rosa rugosa, una de sus especies más antiguas, tenía cinco pétalos y una simetría pentagonal, igual que la estrella de Venus, lo que la vinculaba estrechamente con lo femenino. Además, la rosa también está relacionada con el concepto de «dirección verdadera» y de búsqueda del propio camino. La Rosa Náutica ayudaba a los navegantes a orientarse, así como las líneas longitudinales de los mapas. Por eso, la rosa era un símbolo que representaba al Grial en muchos niveles —secretismo, feminidad, guía—, el cáliz femenino y la estrella que servía de guía para alcanzar la verdad secreta.
Al terminar su explicación, el rostro de Langdon pareció tensarse de pronto.
—Robert, ¿estás bien?
Clavó la vista en la caja de palisandro.
—Sub… rosa —soltó al fin con una mezcla de temor y duda—. No puede ser…
—¿Qué?
Alzó lentamente la mirada.
—Bajo el signo de la rosa —susurró—. Este criptex… creo que sé qué es.