—La policía está bloqueando la calle —dijo Vernet al entrar en la sala—. Sacarles de aquí va a ser difícil.
Cerró la puerta y al ver la pesada cubeta sobre la cinta transportadora se detuvo en seco.
«¡Dios mío! ¡Han accedido a la cuenta de Sauniére!».
Sophie y Langdon estaban junto a la mesa, inclinados sobre lo que parecía una especie de joyero de madera. La nieta de Jacques cerró bruscamente la tapa y levantó la vista.
—Pues ya ve, al final sí que teníamos el número de cuenta.
Vernet se había quedado sin habla. Aquello lo cambiaba todo. Respetuosamente, apartó la mirada de la caja y pensó en cuál debía ser su siguiente paso. «¡Tengo que sacarlos del banco como sea!». Pero la policía ya había puesto un control en medio de la calle y a Vernet sólo se le ocurría una manera de lograrlo.
—Señorita Neveu, si consigo sacarla sana y salva del banco, ¿se llevará el objeto consigo o lo devolverá a la cámara antes de salir?
Sophie miró a Langdon antes de responderle.
—Debemos llevárnoslo.
Vernet asintió.
—Muy bien. En ese caso, le sugiero que lo envuelvan con una chaqueta mientras recorremos los pasillos. Preferiría que no lo viera nadie más.
Mientras Langdon se quitaba la suya, Vernet se acercó a la cinta, cerró la cubeta vacía y tecleó una serie de instrucciones al terminal. La cinta reanudó su movimiento y se llevó la cubeta de nuevo a la cámara acorazada. Sacó la llave dorada del podio y se la entregó a Sophie.
—Síganme, por favor. Y dense prisa.
Cuando llegaron a la entrada trasera, la que se utilizaba para la carga y descarga, Vernet vio los destellos de las sirenas de la policía por la rendija de la puerta. Arrugó la frente. Seguramente estaban bloqueando también la rampa de salida. «¿Conseguiré sacarlos de aquí?». Estaba sudando.
El director del banco se acercó a uno de los pequeños furgones blindados. El transport súr era otro de los servicios que ofrecía el Banco de Depósitos de Zúrich.
—Métanse ahí detrás —les dijo abriendo las grandes puertas traseras e indicándoles el interior del compartimento forrado de acero—. Yo vuelvo enseguida.
Mientras Sophie y Langdon obedecían, Vernet entró a toda prisa en el despacho del supervisor de cargas, cogió las llaves del furgón y encontró el uniforme y la gorra de un conductor. Se quitó la ropa que llevaba y empezó a ponérselos. Pero se lo pensó mejor y antes de hacerlo se ató una pistolera al hombro. Al salir, cogió de un estante la pistola de un conductor, la cargó y la metió en la pistolera, tras lo que se terminó de ponerse el uniforme. Volvió al furgón, se caló la gorra hasta los ojos y miró a Sophie y Langdon, que seguían de pie en el compartimento de carga.
—Mejor que lleven esto encendido —les dijo Vernet, entrando en la cabina y conectando una lamparilla que había en el techo—. Y siéntense. No deben hacer ningún ruido mientras salgamos.
Sophie y Langdon se sentaron en el suelo metálico. Él llevaba el tesoro envuelto en la chaqueta. Vernet cerró las puertas traseras, dejándolos encerrados dentro. Se montó en la cabina y arrancó.
El furgón se iba acercando a la rampa de salida, y Vernet notaba que el sudor le empapaba la frente, oculta bajo la gorra del uniforme. Constató que fuera había más coches de policía de lo que había supuesto. Mientras el furgón subía por la rampa, la primera reja se abrió para dejarlos pasar. Vernet avanzó un poco y esperó a que se cerrara antes de activar el segundo sensor. La segunda reja también se abrió y dejó despejada la salida.
«Bueno, casi despejada, porque había un coche de policía bloqueando el paso al final de la rampa».
Vernet se secó el sudor de la frente y arrancó.
Un agente dio un paso al frente y le indicó que se detuviera a unos metros del control. Delante había cuatros coches patrulla.
Vernet paró el furgón. Se caló la gorra hasta las cejas y fingió los ademanes más rudos que su refinada educación le permitieron. Sin moverse de su asiento, abrió la puerta y miró al policía, que tenía la expresión severa y la piel cetrina.
—Quest-ce quise passe? —preguntó Vernet con voz cavernosa.
—Je suis Jéróme Collet —dijo el agente—. Lieutenant Police Judiciaire.
Señaló la cabina de carga.
—Quest-ce quil y a lá dedans?
—No tengo ni idea —respondió Vernet tan secamente como pudo—. Yo soy sólo el transportista.
Collet no pareció impresionado.
—Estamos buscando a dos delincuentes. Vernet se echó a reír.
—Entonces ha acertado de lleno. Algunos cabrones para los que transporto valores son tan ricos que seguro que son delincuentes. El teniente le mostró una foto de Robert Langdon. —¿Este hombre ha estado en el banco esta noche? Vernet se encogió de hombros.
—No tengo ni idea. Yo soy el último mono del sótano. A nosotros no nos dejan acercarnos a los clientes. Lo que tienen que hacer es entrar y preguntar en recepción.
—Sin orden judicial, el banco no nos permite el acceso. Vernet puso cara de asco.
—Los jefes. No me tire de la lengua.
—Abra el furgón, por favor —ordenó Collet dirigiéndose a la parte trasera.
Vernet miró al agente y forzó una carcajada de superioridad.
—¿Que abra el furgón? ¿Usted se cree que yo tengo las llaves? ¿Se cree que aquí se fían de nosotros? Debería ver la mierda de sueldo que me pagan.
El agente ladeó un poco la cabeza, incrédulo.
—¿Me está diciendo que no tiene las llaves del furgón que conduce?
Vernet asintió.
—No del compartimento de carga. Sólo la del contacto. Estos furgones los sellan unos supervisores en el almacén. Se quedan ahí mientras se transportan las llaves hasta el destino. Cuando recibimos la confirmación de que el cliente ya tiene las llaves de la carga en su poder, entonces nos dan el visto bueno para salir. Nunca antes. Y yo nunca sé qué mierda llevo.
—¿Y cuándo quedó sellado este furgón?
—Como mínimo hace varias horas. Tengo que llevar la carga hasta St. Thurial esta noche. Y las llaves ya han llegado.
El agente no dijo nada. Se limitaba a escrutar a Vernet con la mirada, como si quisiera leerle la mente.
Al falso conductor una gota de sudor estaba a punto de resbalarle por la nariz.
—¿Le importa? —le dijo al agente secándose con la manga y señalando al coche patrulla que bloqueaba la salida—. Voy un poco justo de tiempo.
—¿Llevan Rolex todos los conductores? —le preguntó el agente, apuntándole a la muñeca.
Vernet bajó la mirada y vio que la brillante pulsera de aquel reloj exageradamente caro le sobresalía de la manga de la chaqueta.
«Merde».
—¿Esta mierdecilla? Me costó veinte euros. Se lo compré a un vendedor ambulante taiwanés, de esos que se ponen en St. Germain de Prés. Se lo vendo por cuarenta.
El agente no respondió y aún tardó unos segundos en apartarse.
—No, gracias. Circule con prudencia.
Vernet no volvió a respirar hasta que el furgón estaba a cincuenta metros de la salida.
Un nuevo problema se la planteaba ahora. ¿Qué hacer con la carga? «¿Adónde los llevo?».