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—Diez dígitos —dijo Sophie estudiando la foto con mirada de criptóloga.

13-3-2-21-1-1-8-5

«¡Grand-pére dejó escrito su número de cuenta en el suelo del Louvre!».

Al ver por primera vez la Secuencia de Fibonacci desordenada en el suelo de parqué del museo, dio por sentado que su única misión era lograr que la policía llamara a sus criptólogos y que de ese modo Sophie tuviera que intervenir. Más tarde, constató que los números, además, eran una pista para descifrar las otras frases —una secuencia desordenada… un anagrama numérico. Ahora, con absoluta sorpresa, veía que esas cifras tenían otro significado aún más importante. Eran sin duda la última clave para abrir la misteriosa caja fuerte de su abuelo.

—Era el maestro de los dobles sentidos —dijo Sophie girándose hacia Langdon—. Le encantaban las cosas con múltiples capas de significación. Los códigos dentro de otros códigos.

Langdon se acercó al podio electrónico que había junto a la cinta transportadora. Sophie cogió la foto y le siguió.

El podio tenía una ranura parecida a la de los cajeros automáticos. La pantalla mostraba el logotipo cruciforme del banco. Junto a la ranura había un orificio triangular. Sophie no perdió tiempo y metió en él la llave.

La imagen cambió al momento.

NÚMERO DE CUENTA

El cursor parpadeaba.

«Diez dígitos». Sophie leyó los números en voz alta y Langdon fue introduciéndolos.

NÚMERO DE CUENTA:

13-3-2-21-1-1-8-5

Cuando lo hubo hecho, la pantalla volvió a cambiar el mensaje. En esta ocasión, apareció un texto en varios idiomas.

ATENCIÓN

Antes de pulsar la tecla «aceptar», compruebe

que la numeración anotada sea correcta.

Por su propia seguridad, si el terminal

no reconoce su número de cuenta, el sistema

se bloqueará automáticamente.

Fonction terminer —dijo Sophie frunciendo el ceño—. Parece que sólo nos dejan un intento.

Los cajeros automáticos convencionales daban normalmente tres opciones a los usuarios antes de retenerles las tarjetas. Era evidente que ese no lo era.

—Sí, el número está bien —confirmó Langdon comparándolo con el de la foto, y le señaló la tecla verde—. Puedes aceptar.

Sophie alargó el dedo índice sobre el teclado pero vaciló. Acababa de tener una idea rara.

—Vamos, Vernet debe de estar a punto de llegar.

—No —dijo Sophie apartando la mano—. Este número de cuenta no es correcto.

—Pues claro que lo es. Tiene diez dígitos. ¿Cuál va a ser si no? —Es demasiado aleatorio.

«¿Demasiado aleatorio?». Langdon estaba en total desacuerdo con ella. Los bancos aconsejaban siempre a sus clientes que escogieran sus números secretos de manera aleatoria, para que nadie pudiera adivinarlos. Y, evidentemente, aquel no era una excepción.

Sophie borró los números y miró a Langdon con aplomo.

—Es demasiado casual que los números de esta cuenta, supuestamente aleatorios, puedan reordenarse para formar la Secuencia de Fibonacci.

Langdon se dio cuenta de que lo que decía tenía sentido. Antes, Sophie había dispuesto aquellos números en el orden de la Secuencia de Fibonacci. ¿Qué probabilidades había de poder hacer algo así?

Sophie empezó a teclear los números en el terminal, como si se los supiera de memoria.

—Y, además, con el amor que mi abuelo le tenía al simbolismo y a los códigos, parece lógico que hubiera escogido un número de cuenta que tuviera algún significado para él, algo que pudiera recordar sin dificultad. —Tecleó el último dígito y sonrió—. Algo que pareciera aleatorio, pero que no lo fuera.

Langdon miró la pantalla.

NÚMERO DE CUENTA

1123581321

Tardó un instante, pero cuando lo vio ahí anotado, supo que Sophie tenía razón.

«La Secuencia de Fibonacci».

«1-1-2-3-5-8-13-2».

Si los dígitos se anotaban sin separación, como un número de diez cifras, se hacían prácticamente irreconocibles. «Fáciles de recordar, pero aparentemente aleatorios». Un número de cuenta de diez dígitos genial, que Sauniére no olvidaría nunca. Y lo que es más, que explicaba perfectamente por qué los números desordenados del suelo del Louvre podían reordenarse para formar la famosa secuencia.

Sophie se inclinó hacia delante y presionó la tecla «aceptar».

No pasó nada.

Al menos nada detectable.

En aquel preciso instante, por debajo de sus pies, en la cámara acorazada subterránea, un brazo robotizado cobró vida. Deslizándose sobre un sistema de transporte de doble eje que había colgado del techo, el brazo empezó a moverse en busca de las coordenadas establecidas. Sobre el suelo de cemento había cientos de cubetas de plástico idénticas alineadas sobre una enorme cuadrícula… como hileras de pequeños ataúdes en una cripta.

El brazo se detuvo con una sacudida sobre el punto exacto y descendió. Un lector óptico verificó el código de barras de la cubeta y entonces, con precisión milimétrica, la agarró del asa y la levantó verticalmente. Con nuevos movimientos, el brazo se trasladó hasta el fondo de la cámara y se detuvo sobre una cinta transportadora inmóvil.

Con delicadeza, aquel mecanismo dejó ahí encima la cubeta y se retiró.

Cuando el brazo volvió a su posición, la cinta transportadora se puso en marcha.

En el piso de arriba, Sophie y Langdon respiraron de alivio al ver que la cinta empezaba a moverse. De pie junto a ella, se sentían como viajeros cansados a punto de retirar una maleta misteriosa cuyo contenido desconocían.

La cinta transportadora entraba en su habitación por la derecha, a través de la delgada ranura que había debajo de una puerta de apertura automática. Al cabo de unos momentos, la puerta se levantó y sobre la cinta apareció una gran caja de plástico. Era negra y mucho mayor de lo que Sophie había imaginado. Parecía una de esas cubetas cubiertas que se usan para transportar animales domésticos, pero sin agujeros.

La caja se detuvo justo frente a ellos.

Langdon y Sophie se quedaron en silencio, contemplando ese misterioso contenedor.

Como todo lo demás en aquel banco, ese recipiente también era sólido, industrial: tenía cierres metálicos, un adhesivo con código de barras en la parte superior y un asa resistente. A Sophie se le ocurrió que parecía la caja de herramientas de un gigante.

Sin perder más tiempo, levantó los dos cierres que había en la parte frontal y miró un momento a Langdon. Juntos retiraron la tapa y la echaron hacia atrás.

A la vez, se inclinaron hacia delante para observar el interior de la cubeta.

Al principio, a Sophie le pareció que estaba vacía, pero al momento vio que había algo en el fondo. Un solo objeto.

Era una pulida caja de madera, del tamaño de una de zapatos, con bisagras ornamentadas. Tenía un tono rojizo oscuro, brillante, y las vetas bien visibles. «Palisandro», pensó Sophie. La madera preferida de su abuelo. En la tapa había una rosa taraceada. Langdon y ella se intercambiaron una mirada de desconcierto. Sophie cogió la caja y la sacó de la cubeta.

«¡Dios mío, cómo pesa!».

La llevó hasta el escritorio. Los dos se quedaron en silencio, contemplando el pequeño tesoro que, al parecer, Sauniére les había pedido que recuperaran.

Langdon miraba con sorpresa la rosa de cinco pétalos grabada en la tapa. La había visto en muchas ocasiones.

—La rosa de cinco pétalos —susurró— es un símbolo del Priorato para representar el Santo Grial.

Sophie se giró para mirarlo. Se notaba que estaba pensando lo mismo que él. Las dimensiones de la caja, el peso aparente de su contenido y el símbolo del Grial. Todo parecía llevarles a una insondable conclusión: «el cáliz de Cristo está en esta caja de madera». Pero Langdon volvió a repetirse que eso era imposible.

—Es del tamaño perfecto… —murmuró Sophie— para guardar un cáliz.

«No puede ser un cáliz».

Sophie se acercó más la caja y se dispuso a abrirla. Pero, mientras lo hacía, sucedió algo inesperado.

La caja emitió un extraño sonido líquido. Langdon la agitó un poco.

«¿Hay liquido aquí dentro?».

Sophie estaba igualmente confundida.

—¿Has oído? Parece que es…

—Algo liquido —dijo Langdon asintiendo, desconcertado. Sophie quitó el cierre metálico y levantó la tapa.

El objeto que había en su interior no se parecía a nada que Langdon hubiera visto en su vida. Pero desde el principio, los dos tuvieron clara una cosa. Aquello no era ni mucho menos el cáliz de Cristo.