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André Vernet —presidente de la sucursal parisina del Banco de Depósitos de Zúrich— vivía en el lujoso apartamento que había sobre el banco, en el mismo edificio. Aunque se trataba de una residencia muy cara, él siempre había soñado con vivir en un piso junto al río, en L De Sant Louis, y codearse con la flor y nata. No allí, donde sólo se relacionaba con ricos de turbio pasado.

«Cuando me jubile —se decía a sí mismo—, llenaré la bodega de Burdeos únicos, adornaré mi salón con un Fragonard y tal vez también con un Boucher, y me pasaré los días buscando en el Quartier Latin antigüedades y libros de coleccionista».

Esa noche, Vernet llevaba despierto sólo seis minutos y medio. Sin embargo, mientras recorría a toda prisa el pasillo subterráneo del banco, parecía que su sastre personal y su peluquero acabaran de sacarle brillo. Impecablemente vestido, con un traje de seda, Vernet se echó un poco de atomizador refrescante en la boca y se arregló el nudo de la corbata sin dejar de andar. Acostumbrado a que le despertaran para atender a clientes llegados de cualquier parte del mundo, Vernet seguía la mismas pautas de sueño que los guerreros massai: la tribu africana famosa por su capacidad para pasar del sueño más profundo a un estado de belicosa alerta en cuestión de segundos.

«Listo para la batalla», pensó, temiendo que aquella noche la comparación fuera mucho más adecuada que otras veces. La llegada de un cliente con llave de oro siempre requería más atenciones, pero la llegada de un cliente con llave de oro y buscado por la Policía Judicial constituía un asunto extremadamente delicado. Bastantes batallas libraba ya el banco para defender el derecho a la privacidad de sus clientes, y eso que en aquellos casos no estaban, en principio, acusados de ningún delito.

«Cinco minutos —se dijo—. Es imprescindible que esta gente salga del banco antes de que llegue la policía».

Si actuaba con celeridad, lograría evitar aquel inminente desastre. Vernet podía explicar a la policía que sí, que aquellos dos fugitivos habían entrado en el banco, pero que como no eran clientes ni tenían número de cuenta, habían sido expulsados. Ojalá el maldito vigilante no hubiera avisado a la Interpol. Al parecer, la discreción no formaba parte del vocabulario de un guardia que cobraba quince euros la hora.

Al llegar frente a la puerta se detuvo, aspiró hondo y relajó los músculos. Acto seguido, esbozando una falsa sonrisa de serenidad, descorrió el cerrojo y entró en la habitación como una exhalación.

—Buenas noches —dijo mirando a sus clientes—. Soy André Vernet. ¿En qué puedo ayuda…? —El resto de la frase se extravió en algún lugar de su laringe. La mujer que tenía delante era la visitante más inesperada que jamás había pasado por allí.

—Discúlpeme, ¿nos conocemos? —preguntó Sophie.

No reconocía al banquero pero éste, por un instante, la había mirado como si hubiera visto un fantasma.

—No… —murmuró el presidente del banco— … No lo creo. Nuestros servicios son anónimos. —Suspiró y fingió una sonrisa de tranquilidad—. Mi asistente me ha dicho que tienen llave pero no número, ¿es así? ¿Puedo preguntarles de dónde procede la llave?

—Mi abuelo me la dio —respondió Sophie, observando atentamente a Vernet, que parecía cada vez más incómodo.

—¿En serio? ¿Su abuelo le dio la llave pero se olvidó de darle el número de cuenta?

—Creo que no le dio tiempo —explicó Sophie—. Lo han asesinado esta misma noche.

Aquellas palabras hicieron que Vernet se tambaleara y retrocediera unos pasos.

—¿Jacques Sauniére está muerto? —le preguntó con los ojos llenos de horror—. Pero ¿cómo ha sido?

Ahora fue Sophie quien se echó hacia atrás, sorprendida.

—¿Conocía a mi abuelo?

El banquero André Vernet también estaba anonadado, y tuvo que apoyarse en el canto de la mesa.

—Jacques y yo éramos muy buenos amigos. ¿Cuándo ha sido? —Hace unas horas. En el Louvre.

Vernet se fue hasta una butaca de cuero y se sentó.

—Debo hacerles a los dos una pregunta muy importante. —Miró primero a Langdon y después a Sophie—. ¿Tiene alguno de los dos algo que ver con su muerte?

—¡No! —exclamó Sophie—. ¡En absoluto!

El rostro de Vernet denotaba gran preocupación. Permaneció unos instantes en silencio.

—Sus fotografías están siendo divulgadas por la Interpol. Por eso los he reconocido. Los acusan de asesinato.

Sophie se vino abajo. «¿Fache ya ha emitido una orden a la Interpol?». Por lo que se veía, el capitán estaba más motivado de lo que ella creía. Le contó a Vernet en pocas palabras quién era Langdon y qué había sucedido en el Louvre aquella noche.

—¿Y en el momento de su muerte, su abuelo le dejó un mensaje en el que le pedía que buscara al señor Langdon?

—Sí, y esto. —Sophie dejó la llave dorada en la mesilla auxiliar que había junto a Vernet, poniendo boca abajo el emblema del Priorato de Sión.

Vernet observó la llave pero no hizo ademán de querer cogerla.

—¿Le dejó sólo esta llave? ¿Nada más? ¿Ni un trozo de papel?

Sophie era consciente de que en el Louvre había actuado con prisas, ero estaba segura de que no había visto nada más detrás de La Virgen de las rocas.

—No. Sólo la llave.

Vernet suspiró, descorazonado.

—Pues lamento decirle que cada llave está vinculada electrónicamente a un número de cuenta de diez dígitos que hace las veces de contraseña. Sin el número, la llave no sirve de nada.

«Diez dígitos». Sophie calculó mentalmente las probabilidades criptográficas. «Diez mil millones de posibles combinaciones. Aun contando con los procesadores en paralelo más potentes de la Policía judicial, tardaría semanas en descifrar el código».

—Está claro, señor, que en estas circunstancias, usted puede sernos de gran ayuda.

—Lo siento, de verdad, no puedo hacer nada. Los clientes escogen sus números de cuenta haciendo uso de un terminal seguro, de manera que el código sólo lo conocen el cliente y el ordenador. Es una de las maneras de garantizar el anonimato. Y la seguridad de nuestros empleados.

Sophie entendía qué quería decir. Las tiendas que abrían toda la noche tenían un sistema parecido.

LOS EMPLEADOS NO TIENEN LA LLAVE DE LA CAJA FUERTE

Era evidente que el banco no quería que nadie que robara una llave pudiera tomar a un empleado como rehén para que le revelara el número de cuenta.

Se sentó junto a Langdon, miró la llave y se giró hacia Vernet.

—¿Tiene alguna idea de lo que mi abuelo guardaba en su banco?

—En absoluto. Esa es la esencia de un banco de depósitos.

—Señor Vernet —insistió—, vamos un poco justos de tiempo, así que si me lo permite voy a ir al grano. —Cogió la llave y le dio la vuelta, mirándole a los ojos mientras le mostraba el emblema del Priorato de Sión—. ¿Le dice algo el símbolo de la llave?

Vernet se fijó en la flor de lis y no demostró reacción alguna.

—No, pero muchos de nuestros clientes se hacen grabar logos corporativos o iniciales en las llaves.

Sophie suspiró, sin quitarle la vista de encima.

—Este sello es el símbolo de una sociedad secreta conocida como Priorato de Sión.

Vernet seguía sin inmutarse.

—Yo de eso no se nada. Su abuelo era amigo mío, pero hablábamos principalmente de negocios.

Se ajustó el nudo de la corbata, visiblemente más nervioso.

—Señor Vernet —insistió Sophie con voz firme—. Mi abuelo me había llamado unas horas antes, esta misma noche, para decirme que él y yo corríamos un grave peligro. Me dijo que tenía que darme algo. Me dio la llave de su banco. Ahora está muerto. Cualquier cosa que pueda contarnos nos será de gran ayuda.

—Debemos salir del edificio. Me temo que la policía va a llegar dentro de nada. Mi vigilante se ha sentido en la obligación de avisar a la Interpol.

Sophie ya se lo había temido. Hizo un último intento.

—Mi abuelo me dijo que tenía que decirme la verdad sobre mi familia. ¿Le dice algo eso?

—Señorita, su familia murió en un accidente de coche cuando usted era pequeña. Me consta que su abuelo la quería mucho. Me comentó en varias ocasiones lo mucho que le dolía que se hubiera roto el contacto entre ustedes.

Sophie se quedó sin saber qué responder.

—¿Tiene el contenido de esta cuenta algo que ver con el Sangreal? —preguntó Langdon.

Vernet le dedicó una mirada rara.

—No tengo ni idea de lo que es eso.

En ese preciso instante, el teléfono móvil del director del banco empezó a sonar, y su expresión pasó de la sorpresa a la preocupación creciente.

La police? Si rapidement? —exclamó.

Dio algunas indicaciones rápidas en francés y dijo que en un minuto estaría en el vestíbulo.

Colgó y se giró para mirar a Sophie.

—La policía ha respondido con mucha mayor rapidez que la acostumbrada. Están llegando en este momento.

Sophie no tenía ninguna intención de irse con las manos vacías.

—Dígales que hemos estado aquí pero que nos hemos ido. Y si quieren registrar el banco, exíjales una orden de registro. Eso les llevará tiempo.

—Óigame —dijo Vernet—, Jacques era amigo mío y a mi banco no le hace falta este tipo de publicidad. Por esos dos motivos no pienso permitir que la detención tenga lugar en estas instalaciones. Denme un minuto y veré qué puedo hacer para ayudarles a salir del banco. Más no puedo implicarme.

Se levantó y se apresuró a salir.

—Veré lo que puedo hacer. Ahora vuelvo.

—Pero ¿y la caja fuerte? —imploró Sophie—. No podemos irnos así.

—Yo no puedo hacer nada —replicó Vernet—. Lo siento.

Sophie lo miró un instante, y le asaltó la duda de si aquel número no estaría tal vez en las innumerables cartas y paquetes que su abuelo le había ido enviando a lo largo de aquellos diez años y que ella nunca había abierto.

Langdon se levantó de pronto, y Sophie detectó un brillo de satisfacción en su mirada.

—Robert. Estás sonriendo.

—Tu abuelo era un genio.

—¿Cómo dices?

—¿Diez dígitos?

Sophie no entendía qué pretendía.

—El número de cuenta —dijo con una sonrisa de oreja a oreja—. Estoy casi seguro que al final sí nos lo anotó.

—¿Dónde?

Langdon sacó la foto de la escena del crimen y la puso en la mesilla auxiliar. A ella le bastó leer sólo la primera línea para darse cuenta de que Langdon tenía razón.

13-3-2-21-1-1-8-5

¡Díavole in Dracon!

¡Límala, asno!

P. S. Buscar a Robert Langdon