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El Banco de Depósitos de Zúrich era una de esas instituciones bancarias abiertas las veinticuatro horas del día, y que ofrecían una moderna gama de servicios anónimos en la tradición suiza de las cuentas numeradas. Con sucursales en Zúrich, Kuala Lumpur, Nueva York y París, el banco había ampliado sus servicios hacía poco para ofrecer el acceso anónimo informatizado a depósitos encriptados y a copias de seguridad digitalizadas.

Pero el servicio que más clientes solicitaban seguía siendo el más antiguo y el más simple: las cajas fuertes de seguridad. Quien deseaba poner a buen recaudo cualquier cosa, desde acciones de bolsa hasta pinturas valiosas, podía depositar sus pertenencias de manera anónima, asegurándolas mediante una sofisticada serie de filtros de alta tecnología, y retirarlas en cualquier momento, manteniendo asimismo un total anonimato.

Sophie frenó. Habían llegado al final del trayecto. Langdon se quedó mirando aquella anodina muestra de arquitectura y le pareció que el Banco de Depósitos de Zúrich era una empresa con poco sentido del humor. El edificio era un rectángulo sin ventanas que parecía hecho totalmente de acero. Como un enorme ladrillo metálico, la fachada estaba rematada por una brillante cruz griega de neón de cinco metros de altura.

La fama de discreción de la banca suiza se había convertido en una de sus exportaciones más lucrativas. Instalaciones como aquélla generaban controversia entre la comunidad artística, pues proporcionaban un escondrijo seguro para los ladrones de obras de arte, que podían ocultarlas durante años si hacía falta, hasta que las cosas se calmaran. Como las cajas de seguridad no eran susceptibles de inspección policial por estar protegidas por leyes de privacidad, y como estaban vinculadas a cuentas numéricas, y no nominativas, los ladrones podían estar seguros de que sus objetos de valor estaban a salvo y no se les podía inculpar de su robo.

Pararon frente a una imponente reja que impedía el acceso al banco; una rampa de cemento que se metía debajo del edificio. Una cámara de vídeo les enfocaba directamente, y Langdon tuvo la sensación de que, a diferencia de las del Louvre, ésta sí era de verdad.

Sophie bajó la ventanilla e inspeccionó la especie de cajero automático que había de su lado. Una pantalla de cristal liquido daba instrucciones en siete idiomas.

INSERTE LLAVE

Sophie cogió la llave dorada de lector óptico y volvió a fijarse en aquel dispositivo. Debajo de la pantalla había un orificio triangular.

—Algo me dice que va a encajar —dijo Langdon.

Sophie metió en él la base de la llave, idéntica en forma, y la introdujo hasta el fondo, Al parecer, no hacía falta girar aquel tipo de llaves. Al momento, la reja empezó a abrirse. Sophie levantó el pie del freno y descendió por la rampa hasta una segunda reja, junto a la que había otro de esos cajeros. Detrás de ellos, la primera reja se cerró, y los dejó atrapados como un barco entre las compuertas de una esclusa.

A Langdon no le hacía ninguna gracia esa sensación de encerramiento.

«Esperemos que esta también se abra».

El segundo podio funcionaba con el mismo sistema.

INSERTE LLAVE

Cuando Sophie lo hizo, la segunda reja se abrió al momento. Instantes después, ya estaban bajando por la espiral de aquella rampa hasta las entrañas del edificio.

El garaje era pequeño y estaba poco iluminado, con sitio para unos doce coches. Al fondo, Langdon divisó la entrada principal. Sobre el suelo de cemento se extendía una alfombra roja que invitaba a los clientes a traspasar una enorme puerta metálica de aspecto macizo.

«Esto sí que es un buen ejemplo de mensajes contradictorios —pensó Langdon—. Bienvenidos y Prohibida la entrada».

Sophie aparcó en una plaza que quedaba cerca de la entrada y paró el motor.

—Mejor que dejes aquí la pistola.

«Será un placer», se dijo para sus adentros, metiéndola debajo del asiento.

Se bajaron del coche y se acercaron a la puerta de acero caminando sobre la alfombra roja. No tenía tirador, pero en la pared, al lado, había otro orificio triangular, esta vez sin indicaciones.

—Es para disuadir a los tontos.

Sophie se rió, nerviosa.

—Vamos allá.

Metió la llave en el orificio, y la puerta se abrió con un ligero chasquido. Se intercambiaron una mirada y entraron. La puerta se cerró a sus espaldas.

La decoración del vestíbulo del Banco de Depósitos de Zúrich era la más impresionante que Langdon había visto en su vida. Allí donde la mayoría de bancos se conformaban con los mármoles y los granitos de rigor, éste había optado por recubrirlo todo de placas y remaches de metal.

«¿Quién paga la decoración? —se preguntó Langdon—. ¿Aceros Industriales?».

Sophie parecía sentirse igualmente intimidada.

Había acero por todas partes: en el suelo, en los mostradores, en las puertas, y hasta las sillas parecían de hierro forjado. Con todo, el efecto era impresionante y el mensaje quedaba muy claro: Están a punto de entrar en una cámara acorazada.

Un hombre corpulento que había tras un mostrador les miró cuando entraron. Apagó el pequeño televisor que estaba viendo y les saludó con una amplia sonrisa. A pesar de sus enormes músculos y de su bien visible pistola, su acento cantarín exhibía la delicada cortesía de un botones suizo.

Bonsoir —dijo—. ¿En qué puedo ayudarles?

Aquel saludo bilingüe era el último ardid europeo en lo que a hospitalidad se refería; no daba nada por supuesto y dejaba la puerta abierta al interlocutor para responder en el idioma con el que se sintiera más cómodo.

Sophie no lo hizo en ninguno. Se limitó a dejar la llave sobre el mostrador.

El hombre miró la llave y al momento se levantó de su silla.

—Sí, claro, su ascensor está al fondo del pasillo. Avisaré a alguien de que van para allá.

Sophie asintió y volvió a coger la llave.

—¿Qué planta?

El hombre le dedicó una mirada extrañada.

—La llave le ordena al ascensor a qué planta va. Ella sonrió.

—Ah, sí, claro.

El guardia los vio alejarse camino del ascensor, insertar la llave, entrar y desaparecer. Tan pronto como la puerta se cerró, descolgó el teléfono. No iba a avisar a nadie de su llegada. No hacía falta. Cuando el cliente insertaba la llave en la primera reja, se activaba automáticamente un sistema de aviso.

Lo que iba a hacer era llamar al director de guardia. Mientras esperaba a que le contestara, encendió otra vez la tele y se puso a mirarla. La noticia que estaba viendo cuando le habían interrumpido ya estaba acabando. No importaba. Volvió a echar un vistazo a los dos rostros que aparecían en el televisor.

El director respondió.

Ouí?

—Señor, tenemos un problema.

—¿Qué sucede?

—La policía está buscando a dos fugitivos.

—¿Y?

—Que ambos acaban de entrar en nuestro banco. El director exclamó algo en voz baja.

—Está bien. Me pongo enseguida en contacto con Monsieur Vernet.

El guardia colgó y marcó otro número. El de la Interpol.

A Langdon le sorprendió que el ascensor, en vez de subir, bajara. No tenía ni idea de cuántos pisos habían descendido cuando la puerta se abrió. Y no le importaba demasiado. Se alegraba de poder salir.

Demostrando gran prontitud, ahí ya estaba un empleado esperándoles. Era un señor mayor y de aspecto plácido, con un traje de franela impecable que le daba un aspecto algo anacrónico, un empleado de banca de los de antes en un mundo de alta tecnología.

—Bonsoir —dijo el hombre—. ¿Serían tan amables de seguirme, sil vous plait? Sin esperar respuesta, se dio la vuelta y empezó a avanzar por un estrecho pasillo revestido de metal.

Langdon y Sophie lo siguieron por una serie de pasadizos y dejaron atrás varias salas llenas de parpadeantes ordenadores centrales.

Voici —dijo su guía al llegar a una puerta de acero, que les abrió—. Ya hemos llegado.

Fue como entrar en otro mundo. El pequeño espacio que tenían delante parecía la lujosa salita de un buen hotel. No había ni rastro de revestimientos metálicos, que aquí habían sido reemplazados por alfombras orientales, muebles oscuros de roble y mullidas butacas. En el gran escritorio situado en el centro de la habitación había dos copas de cristal junto a una botella abierta de Perrier, aún burbujeante. A su lado humeaba una cafetera de peltre.

«Precisión suiza —pensó Langdon—. Sólo podían ser ellos». El hombre sonrió.

—Intuyo que esta es la primera vez que nos visitan. Sophie vaciló antes de asentir.

—Entiendo. A veces las llaves se heredan, y los recién llegados siempre se muestran inseguros de los protocolos. —Se acercó a la mesa—. Esta estancia es suya, y pueden usarla durante el tiempo que les parezca.

—¿Dice usted que hay llaves que se heredan? —preguntó Sophie.

—Sí, claro. La llave es como una cuenta suiza numerada, que a veces se incluye en los testamentos y pasa de generación en generación. En nuestras cuentas de depósitos en oro, el plazo mínimo de alquiler de las cajas fuertes es de cincuenta años, que se pagan por adelantado, por lo que somos testigos de muchos cambios de mano dentro de una misma familia.

Langdon lo miró.

—¿Ha dicho cincuenta años?

—Como mínimo —respondió su guía—. Claro que la cesión puede renovarse pero, si no hay nuevas disposiciones y en una cuenta no hay actividad desde hace cincuenta años, el contenido de esa caja automáticamente se destruye. ¿Quieren que les ayude a acceder a su caja?

Sophie asintió.

—Sí, por favor.

El guía hizo un gesto con la mano, señalándoles el salón.

—Esta es su sala de inspección. Una vez me ausente yo, pueden permanecer en ella todo el tiempo que les haga falta para inspeccionar y modificar el contenido de la caja, que llega… por aquí. —Les llevó hasta la pared del fondo, donde una cinta transportadora, vagamente parecida a las de los equipajes de los aeropuertos, entraba trazando una curva perfecta—. Introducen la llave en esta ranura —añadió, indicándoles un gran podio electrónico que había frente a la cinta, con el orificio triangular que ya les resultaba familiar—. Una vez el ordenador confirme las marcas de la llave, tienen que introducir el número de cuenta y, mediante un sistema robotizado, la caja fuerte saldrá de la cámara acorazada que hay debajo para que puedan tener acceso a ella. Cuando hayan terminado, vuelven a dejar la caja en la cinta, introducen otra vez la llave y todo sigue el proceso inverso. Como todo es automático, la privacidad está garantizada, incluso ante el personal que trabaja en el banco. Si necesitan cualquier cosa, llamen al timbre que hay en la mesa.

Sophie estaba a punto de hacer una pregunta cuando sonó un teléfono.

—Oh, discúlpenme, por favor —dijo, entre sorprendido y avergonzado, acercándose al aparato que había en la mesa, al lado del café y el agua.

Out? —respondió.

Mientras escuchaba a su interlocutor, iba frunciendo el ceño.

Oui… oui… dacord.

Colgó y les miró con preocupación.

—Lo siento, tengo que dejarles. Siéntanse en su casa —dijo, encaminándose a la puerta.

—Una pregunta más —tanteó Sophie—. ¿Podría aclararme una cosa antes de irse? ¿Ha dicho que debemos introducir un número de cuenta?

El hombre se detuvo junto a la puerta, pálido.

—Sí, claro. Como en la mayoría de bancos suizos, nuestras cajas fuertes responden a un número, no a un nombre. El cliente dispone de una llave y de un número que sólo él conoce. La llave es sólo la mitad de la identificación. La otra mitad es el número de cuenta. De otro modo, si alguien perdiera la llave, otra persona podría usarla.

Sophie vaciló.

—¿Y si mi benefactor no me hubiera dado ningún número de cuenta?

El empleado se sobresaltó. «Entonces está claro que no tiene nada que hacer aquí». Esbozó una sonrisa serena.

—Avisaré a alguien para que les ayude. Vendrá dentro de un momento.

Tras salir, el hombre cerró la puerta y corrió un gran cerrojo, dejándolos atrapados dentro.

En la otra punta de la ciudad, Collet estaba en la Gare du Nord cuando sonó su teléfono.

Era Fache.

—La Interpol ha recibido un aviso —dijo—. Olvídese de la estación. Langdon y Neveu acaban de entrar en la sucursal del Banco de Depósitos de Zúrich. Quiero que sus hombres se desplacen hasta ahí de inmediato.

—¿Alguna pista de lo que Sauniére intentaba decirles a la agente Neveu y a Robert Langdon?

El tono de Fache se hizo más frío.

—Si los detiene usted, teniente Collet, tendré ocasión de preguntárselo personalmente.

Collet captó la indirecta.

—Rue Haxo número 24. Ahora mismo, Capitán. Colgó y avisó por radio a sus hombres.