Peleándose con el cambio de marchas, Langdon consiguió llevar el taxi hasta el otro extremo del Bois de Boulogne. Por desgracia, lo cómico de la situación quedaba eclipsado por los constantes mensajes que les llegaban por radio desde la centralita.
—Voiture cinq-six-trois. Oú étes-vous? Répondez!
Cuando Langdon llegó a la salida del parque, se tragó su orgullo masculino y frenó en seco.
—Mejor que conduzcas tú.
Sophie se puso al volante, aliviada. En cuestión de segundos, el coche avanzaba como una seda por la Allée de Longchamp, en dirección oeste, dejando atrás el jardín de las delicias.
—¿Por dónde se va a la Rue Haxo? —preguntó Langdon, fijándose en que el cuentakilómetros pasaba de los cien.
Sophie tenía la vista fija en la carretera.
—El taxista ha dicho que estaba cerca de las pistas de Roland Garros. Conozco la zona.
Langdon volvió a sacarse la pesada llave del bolsillo y la sopesó en la palma de la mano. Notaba que era un objeto de enorme trascendencia. Seguramente, la llave de su propia libertad.
Antes, mientras le contaba a Sophie la historia de los Caballeros Templarios, se había dado cuenta de que la llave, además de tener grabado el emblema de la hermandad, poseía otro vínculo más sutil con el Priorato de Sión. La cruz griega simbolizaba el equilibrio y la armonía, pero también era el símbolo de la Orden del Temple. Todo el mundo había visto imágenes de templarios ataviados con túnicas blancas en las que había bordadas unas cruces griegas de color rojo. Sí, era cierto, esas cruces templarias se ensanchaban un poco en los cuatro extremos, pero seguían siendo cruces griegas.
«Una cruz cuadrada. Como la de esta llave».
Langdon notó que la imaginación empezaba a disparársele al pensar en lo que se iban a encontrar. «El Santo Grial». Casi soltó una carcajada al darse cuenta de lo absurdo de aquella fantasía. Se creía que el Grial estaba en algún lugar indeterminado de Inglaterra, enterrado en una cámara oculta, bajo una de las muchas iglesias de la Orden del Temple, y que había estado ahí escondida al menos desde el año 1500.
«La época del Gran Maestro Leonardo da Vinci».
El Priorato, para mantener sus valiosísimos documentos a buen recaudo, se había visto obligado a trasladarlos muchas veces durante los siglos anteriores. Hoy en día los historiadores sospechan que, desde su llegada a Europa procedente de Jerusalén, el Grial había cambiado de sitio en al menos seis ocasiones. La última vez que fue «avistado» fue en 1447, cuando numerosos testigos oculares describieron un fuego que se declaró y casi destruyó los documentos, antes de que estos fueran trasladados en cuatro enormes arcones, tan pesados que para moverlos hicieron falta dieciséis hombres. Después de aquello, nadie declaró haber vuelto a ver el Grial. Lo único que persistió fue el rumor ocasional de que estaba escondido en Gran Bretaña, la tierra del rey Arturo y los Caballeros de la Tabla Redonda.
Fuera cual fuera la realidad, había dos hechos indiscutibles:
Leonardo da Vinci conocía cuál era el paradero del Grial en su época.
Probablemente, en la actualidad, ese lugar seguía siendo el mismo.
Por aquel motivo, los apasionados del Grial seguían escrutando la obra pictórica y los diarios de Leonardo con la esperanza de desentrañar alguna pista secreta sobre su actual ubicación. Había quien aseguraba que el fondo montañoso de La Virgen de las rocas se correspondía con la orografía de una serie de colinas cavernosas que se encontraban en Escocia. Otros insistían en que la sospechosa disposición de los discípulos de La última cena suponía algún tipo de código. Y también se decía que las radiografías realizadas a La Mona Lisa revelaban que, originalmente, Leonardo la había pintado con un colgante de lapislázuli de la diosa Isis, detalle que más tarde decidió eliminar pintando otra cosa encima. Langdon nunca había visto ninguna prueba de la existencia de aquel colgante, ni imaginaba de qué manera podía servir para revelar la existencia del Santo Grial, pero los aficionados al Grial no se cansaban de comentar y debatir aquel dato en los foros y en los chats especializados de Internet.
«A todos nos encantan las conspiraciones».
Y conspiraciones no faltaban. La más reciente, claro, había sido el descubrimiento —que había provocado una conmoción de alcance internacional— de que la famosa obra de Leonardo, La Adoración de los Magos, ocultaba un oscuro secreto bajo sus capas de pintura. Maurizio Seracini, un especialista italiano, había desvelado la desconcertante verdad, que The New York Times había divulgado en un reportaje titulado «Lo que escondía Leonardo».
Seracini había establecido sin margen de error que mientras los trazos verde-grisáceos del boceto oculto de La Adoración correspondían a Leonardo da Vinci, el cuadro mismo no lo había pintado él. La verdad era que algún pintor anónimo había rellenado el boceto años después de la muerte del genio. Pero más problemático era lo que había debajo de la pintura de aquel impostor. Las fotografías realizadas con reflectografía de infrarrojos y rayos-X apuntaban a que aquel falso pintor, mientras coloreaba el boceto de Leonardo, había efectuado sospechosas modificaciones en la composición, como intentando subvertir las verdaderas intenciones del maestro. Pero fuera cual fuera la auténtica naturaleza del dibujo oculto, ésta aún no se había hecho pública. Con todo, la obra había sido trasladada desde la Galería degli Uffici de Florencia a un almacén contiguo. Los que visitaban la Sala de Leonardo se encontraban con una placa poco aclaratoria en el lugar en el que antes se encontraba La Adoración.
ESTA OBRA ESTÁ EN FASE DE ESTUDIO CON VISTAS A SU RESTAURACIÓN
En el extraño mundo de los buscadores modernos del Grial, Leonardo da Vinci seguía siendo el mayor enigma por resolver. Su obra artística parecía siempre a punto de revelar un secreto, y sin embargo, lo que fuera que ocultaba permanecía oculto, tal vez bajo una capa de pintura, tal vez codificado a la vista de todos, o tal vez en ningún sitio. Quizá la gran cantidad de atractivas pistas no fuera más que una promesa hueca dejada para frustrar al curioso y provocar esa sonrisa en el rostro de la Mona Lisa.
—¿Es posible —preguntó Sophie sacando a Langdon de su ensimismamiento— que esta llave abra el lugar donde se encuentra el Santo Grial?
Hasta a él le sonó algo falsa la carcajada que soltó.
—Me cuesta imaginármelo, la verdad. Además, se cree que el Grial está oculto en algún rincón de Gran Bretaña, no en Francia.
Y le explicó un poco la historia.
—Pero parece la única conclusión racional —insistió ella—. Tenemos una llave de altísima seguridad con el emblema del Priorato de Sión; hermandad que, según acabas de contarme, se encarga de custodiar el Santo Grial.
Langdon sabía que su argumentación era lógica, pero de manera intuitiva le resultaba imposible aceptarla. Circulaba el rumor de que el Priorato había jurado volver a trasladar a Francia el Grial, pero no había ninguna prueba histórica que indicara que eso había sucedido. E incluso en el caso de que la hermandad hubiera logrado traer el Santo Grial hasta Francia, el número 24 de la Rue Haxo, junto a unas pistas de tenis, no parecía un lugar lo bastante noble para su definitivo descanso.
—Sophie, la verdad es que no acabo de ver qué relación puede tener esta llave con el Santo Grial.
—¿Lo dices porque se supone que está en Inglaterra?
—No sólo por eso. Su paradero es uno de los secretos mejor guardados de la historia. Los miembros del Priorato pasan décadas demostrando su fidelidad y discreción antes de ascender los peldaños más elevados de la hermandad, donde finalmente se les revela el paradero del Grial. Es un secreto protegido por un complejo sistema de conocimientos compartimentados, y aunque la hermandad es muy extensa, sólo cuatro miembros saben simultáneamente dónde se oculta el Santo Grial: el Gran Maestre y los tres sénéchaux. La probabilidad de que tu abuelo fuera uno de ellos es remota.
«Mi abuelo era uno de ellos», pensó Sophie, pisando el acelerador. La imagen que tenía clavada en la mente confirmaba sin lugar a dudas su estatus en la hermandad.
—Además, incluso si tu abuelo perteneciera al escalafón más elevado, nunca se le permitiría revelar nada a nadie que no perteneciera a su Orden. Es inconcebible que te dejara acceder a ti al círculo más interno.
«Pero si ya he estado en él», pensó Sophie, rememorando el ritual del sótano. No estaba segura de que aquel fuera el momento adecuado para contarle a Langdon lo que había presenciado aquella noche en el cháteau de Normandía. A lo largo de aquellos diez años, la vergüenza le había impedido contárselo a nadie. Se estremecía sólo con recordarlo. A lo lejos aullaron unas sirenas, y notó que el cansancio empezaba a apoderarse de ella.
—¡Ahí está! —exclamó Langdon al ver el gran edificio que albergaba el estadio de Roland Garros.
Sophie condujo en dirección del estadio. Tras pasar por varias calles, dieron con la travesía de la Rue Haxo y giraron a la derecha, conduciendo en dirección a los números más bajos. A medida que se alejaban, la calle se iba haciendo más industrial, con naves situadas a ambos lados.
«Es el número 24 —se dijo Langdon, buscando secretamente con la mirada el campanario de alguna iglesia—. No seas ridículo. ¿Cómo va a haber una olvidada iglesia templaria en este barrio?».
—Es ahí —dijo Sophie, señalando al frente.
Los ojos de Langdon se posaron en el edificio.
«¿Pero qué es esto?».
La estructura era moderna. Una ciudadela maciza con una cruz griega de neón sobre la fachada. Debajo de ella, un flamante rótulo que rezaba:
BANCO DE DEPOSITOS DE ZURICH
Langdon se alegró de no haber compartido con Sophie su esperanza de encontrar una iglesia templaria. Era una deformación profesional típica de los expertos en simbología la tendencia a buscar significados ocultos donde no los había. En aquel caso, Langdon había olvidado por completo que la pacífica cruz griega había sido adoptada como símbolo perfecto para la bandera de la neutral Suiza.
Al fin el misterio estaba resuelto.
Sophie y Langdon tenían en su poder la llave de la caja fuerte de un banco suizo.