El capitán Bezu Fache tenía el aspecto de un buey iracundo, con los hombros echados hacia atrás y la barbilla enterrada en el pecho. El pelo negro engominado acentuaba lo anguloso de su perfil, que como un filo dividía su cara en dos como la quilla de un barco de guerra. Al avanzar, parecía ir abriendo un surco en la tierra que tenía delante, irradiando una fiera determinación que daba fe de su fama de hombre severo en todos los aspectos.
Langdon siguió al capitán por la famosa escalera de mármol hasta el atrio subterráneo que había bajo la pirámide. Mientras bajaban, pasaron junto a dos agentes de la Policía judicial armados con ametralladoras. El mensaje estaba claro: aquí no entra nadie sin el consentimiento del capitán Fache.
Una vez por debajo del nivel de la calle, un estado de agitación cada vez mayor se iba apoderando de Langdon. La presencia de Fache era todo menos tranquilizadora, y el propio museo ofrecía un aura casi sepulcral a aquellas horas. La escalera, como el pasillo central de un cine oscuro, estaba iluminada por unos pilotos muy tenues que indicaban el camino. Langdon oía que sus propios pasos reverberaban en el cristal que los cubría. Levantó la vista e intuyó las nubes de vapor de agua de las fuentes que se alejaban por encima de aquel techo transparente.
—¿Le gusta? —le preguntó Fache, apuntando hacia arriba con la ancha barbilla.
Suspiró, demasiado cansado para intentar otro comentario ingenioso.
—Sí, su pirámide es magnífica.
Fache emitió un gruñido.
—Una cicatriz en el rostro de París.
«Uno a cero». Notaba que su guía era difícil de complacer. Se preguntaba si Fache sabría que aquella pirámide había sido construida por deseo expreso de Mitterrand con 666 paneles de cristal, ni uno más ni uno menos, curioso empeño que se había convertido en tema de conversación entre los defensores de las teorías conspiratorias, que aseguraban que el 666 era el número de Satán. De todos modos, optó por no sacar el tema.
A medida que se adentraban en el foyer subterráneo, el enorme espacio iba emergiendo lentamente de las sombras. Construido veinte metros por debajo del nivel de la calle, el nuevo vestíbulo del Louvre, de veinte mil metros cuadrados, se extendía como una cueva infinita. El tono ocre pálido del mármol empleado en su construcción armonizaba con el color miel de la piedra de la fachada que se erigía por encima. Normalmente aquel espacio estaba siempre inundado de luz y de turistas, pero aquella noche se veía oscuro y desierto, envuelto en una atmósfera de frialdad más propia de una cripta.
—¿Dónde está el personal de seguridad del museo? —preguntó Langdon.
—En quarantaine —se apresuró a responder Fache, susceptible, como si creyera que Langdon estaba poniendo en cuestión la integridad de su equipo—. Está claro que esta noche aquí ha entrado alguien que no debería haber entrado. Todos los guardas del Louvre están en el ala Sully y los están interrogando. Mis agentes se han hecho cargo de la seguridad del museo por esta noche.
Langdon asintió mientras hacía lo posible por no quedarse rezagado.
—¿Conocía bien a Jacques Sauniére? —le preguntó el capitán.
—En realidad no lo conocía. No nos habíamos visto nunca.
Fache pareció sorprendido.
—¿El encuentro de esta noche iba a ser el primero?
—Sí, habíamos quedado en vernos durante la recepción que daba la Universidad Americana después de mi conferencia, pero no se presentó.
Fache anotó algo en un cuadernillo. Sin dejar de caminar, Langdon se fijó en la pirámide menos conocida del Louvre: la Pyramide Inversée, una enorme claraboya invertida que colgaba del techo como una estalactita en la sección contigua del sótano. Fache guió a Langdon hasta la entrada de un pasadizo con techo abovedado que había al final de un tramo de escalera y sobre el que un cartel rezaba DENON. El Ala Denon era la más famosa de las tres secciones principales del museo.
—¿Quién propuso su encuentro de esta noche? —le preguntó Fache de sopetón—. ¿Usted o él?
La pregunta le pareció rara.
—Sauniére —respondió Langdon mientras entraba en el pasadizo—. Su secretaria se puso en contacto conmigo hace unas semanas por correo electrónico. Me dijo que el conservador había tenido noticias de que iba a dar una conferencia en París este mes y que quería tratar un asunto conmigo aprovechando mi estancia aquí.
—¿Qué asunto?
—No lo sé. Algo relacionado con el arte, supongo. Teníamos intereses comunes.
Fache parecía escéptico.
—¿Me está diciendo que no tiene ni idea del motivo de su encuentro?
Langdon lo desconocía. En su momento había sentido curiosidad, pero no le había parecido procedente insistir. El prestigioso Jacques Sauniére era famoso por su discreción y concedía muy pocas entrevistas. Langdon se había sentido honrado al brindársele la ocasión de conocerlo.
—Señor Langdon, ¿se le ocurre al menos de qué habría podido querer tratar la víctima con usted la misma noche en que ha sido asesinado? A lo mejor nos ayuda saberlo.
Lo directo de la pregunta incomodó a Langdon.
—La verdad es que no me lo imagino. No se lo pregunté. Me sentí honrado por tener la ocasión de conocerlo. Soy un admirador de su trabajo. En mis clases uso muchas veces sus libros.
Fache tomó nota de aquello en su cuaderno.
Los dos hombres se encontraban ahora a medio camino del pasillo que daba acceso al Ala Denon, y Langdon ya adivinaba las dos escaleras mecánicas del fondo, inmóviles a aquellas horas.
—¿Y dice que tenían intereses comunes?
—Sí, de hecho he pasado gran parte de este último año preparando un libro que trata sobre la primera especialidad de Sauniére. Y tenía muchas ganas de saber qué pensaba.
—Ya. ¿Y qué tema es ese?
Langdon vaciló, sin saber muy bien cómo explicárselo.
—En esencia, se trata de un texto sobre la iconografía del culto a las diosas, del concepto de santidad femenina en el arte y en los símbolos asociados a ella.
Fache se pasó una mano carnosa por el pelo.
—¿Y Sauniére era experto en la materia?
—Más que nadie.
—Ya entiendo.
Pero Langdon tenía la sensación de que no entendía nada. Jacques Sauniére estaba considerado como el mejor iconógrafo mundial especializado en diosas. No era sólo que sintiera una pasión personal por conservar piezas relacionadas con la fertilidad y los cultos a las diosas y la divinidad femenina, sino que durante los veinte años que se mantuvo en su cargo de conservador, contribuyó a que el Louvre lograra tener la mayor colección del mundo sobre divinidad femenina: labris, las hachas dobles pertenecientes a las sacerdotisas del santuario griego más antiguo de Delfos, caduceos de oro, cientos de cruces ansatas de Ankh parecidas a ángeles, carracas o sistrum usadas en el antiguo Egipto para espantar a los malos espíritus, así como una increíble variedad de esculturas en las que se representaba a Horus amamantado por la diosa Isis.
—Tal vez Jacques Sauniére sabía algo del libro que usted estaba preparando —aventuró Fache—, y le propuso el encuentro para ofrecerle su ayuda.
Langdon negó con la cabeza.
—En realidad, no lo sabe nadie. Aún es un borrador, y no se lo he enseñado a nadie excepto a mi editor.
Fache se quedó en silencio.
Langdon no reveló el motivo por el que aún no se lo había enseñado a nadie. Aquel borrador de trescientas páginas, provisionalmente titulado «Símbolos de una divinidad femenina perdida», proponía algunas interpretaciones muy poco convencionales sobre la iconografía religiosa aceptada que, sin duda, resultarían controvertidas.
Cuando ya estaba cerca de las escaleras mecánicas inmóviles, se detuvo al darse cuenta de que Fache ya no iba a su lado. Se volvió y lo vio junto al ascensor de servicio.
—Iremos en ascensor —le dijo cuando se abrieron las puertas—. Seguro que sabe mejor que yo que la galería está bastante lejos de aquí.
Aunque Langdon sabía que el ascensor acortaría la ascensión de dos pisos hasta el Ala Denon, siguió sin moverse.
—¿Pasa algo? —le preguntó Fache sujetando la puerta con impaciencia.
Langdon suspiró y se volvió un instante, despidiéndose del espacio abierto de la escalera mecánica. «No, no pasa nada», se mintió a sí mismo. Cuando era pequeño, Langdon se había caído en un pozo abandonado y se había pasado horas en aquel mínimo espacio, a punto de ahogarse, hasta que lo rescataron. Desde entonces tenía fobia a los espacios cerrados, los ascensores, los metros, las pistas de squash. «El ascensor es un invento perfectamente seguro», se decía siempre a sí mismo, aunque sin acabar de creérselo. «¡Es una cajita de metal que se mueve por un canal cerrado!». Aguantando la respiración, se metió dentro, y cuando las puertas se cerraron notó la descarga de adrenalina que siempre le invadía en aquellos casos.
«Dos pisos, diez segundos».
—Usted y el señor Sauniére —dijo Fache cuando el ascensor empezó a moverse—, ¿no habían hablado nunca? ¿No se habían enviado nunca nada por correo?
Otra pregunta rara.
—No, nunca.
Fache ladeó la cabeza, como tomando nota mental de aquel dato. Sin decir nada más, clavó la mirada en las puertas cromadas.
Mientras ascendían, Langdon intentaba concentrarse en algo que no fueran las cuatro paredes que lo rodeaban. En el reflejo de la puerta brillante, vio el pasador de corbata del capitán: un crucifijo de plata con trece incrustaciones de ónix negro. Aquel detalle le sorprendió un poco. Aquel símbolo se conocía como crux gemmata —una cruz con trece gemas—, y era un ideograma de Cristo con sus doce apóstoles. No sabía por qué, pero no esperaba que un capitán de la policía francesa hiciera una profesión tan abierta de su religiosidad. Pero bueno, estaban en Francia, donde el cristianismo no era tanto una religión como un patrimonio.
—Es una crux gemmata —dijo de pronto Fache.
Desconcertado, Langdon alzó la vista para ver que, a través del reflejo, el capitán lo estaba mirando.
El ascensor se detuvo en seco y las puertas se abrieron.
Salió rápidamente al vestíbulo, ansioso por volver al espacio abierto que proporcionaban los célebres altos techos de las galerías del Louvre. Sin embargo, el mundo al que accedió no era para nada como esperaba.
Sorprendido, interrumpió la marcha.
Fache lo observó.
—Señor Langdon, deduzco que no ha estado en el Louvre fuera de las horas de visita.
«No, supongo que no», respondió mentalmente, intentando orientarse.
Las galerías, por, lo general muy bien iluminadas, estaban muy oscuras aquella noche. En vez de la acostumbrada luz blanca cenital, había un resplandor rojizo que subía desde el suelo, fragmentos intermitentes de pilotos rojos que brotaban en el pavimento.
Al escrutar el lóbrego pasillo, pensó que debía haber imaginado la escena. Casi todas las grandes pinacotecas usaban aquella luz rojiza por la noche. Era un sistema de iluminación estratégicamente colocado, poco agresivo y que permitía al personal transitar por los pasillos al tiempo que mantenía las obras en una semipenumbra pensada para retrasar los efectos negativos derivados de una sobreexposición a la luz. Aquella noche, el museo tenía un aspecto casi opresivo. Por todas partes surgían sombras alargadas, y los techos abovedados, normalmente altísimos, se perdían al momento en la negrura.
—Por aquí —dijo Fache, girando de pronto a la derecha y enfilando una serie de galerías conectadas entre sí.
Langdon le siguió, adaptando lentamente la vista a la oscuridad. Por todas partes empezaban a materializarse lienzos de gran formato, como fotografías que cobraban forma ante sus propias narices en una inmensa sala de revelado… los ojos le seguían al pasar de una sala a otra. Notaba claramente el olor a museo —el aire seco, desionizado, con una débil traza de carbono—, producto de los deshumidificadores industriales con filtro carbónico instalados por todas partes para contrarrestar los efectos corrosivos del dióxido de carbono que exhalaban los visitantes.
Las cámaras de videovigilancia, atornilladas en lo más alto de las paredes, les enviaban un mensaje inequívoco: «Os estamos viendo. No toquéis nada».
—¿Hay alguna que sea de verdad? —preguntó Langdon señalando a las cámaras.
—Claro que no —respondió Fache.
Aquello no le sorprendió. La vigilancia con cámaras en un museo de aquellas proporciones era carísima e ineficaz. Con miles de metros de galerías que controlar, el Louvre debería contar con cientos de técnicos sólo para visionar las cintas. En la actualidad, los museos se decantaban por «sistemas de seguridad reactivos». Si no había manera de disuadir a los ladrones, al menos sí era posible dejarlos encerrados dentro una vez cometido el robo. Era un sistema que se activaba fuera de las horas de visita, y si el intruso se llevaba una obra de arte, automáticamente quedaban selladas las salidas en el perímetro de la galería objeto del robo. El ladrón quedaba entre rejas incluso antes de que llegara la policía.
Más adelante, el sonido de unas voces retumbaba en el pasillo revestido de mármol, procedente, en apariencia, de una estancia espaciosa que se adivinaba a la derecha. De la antesala salía una luz muy potente.
—El despacho del conservador.
Mientras se acercaban, Langdon pudo echar un vistazo al lujoso estudio de Sauniére: maderas nobles, pinturas antiguas y un enorme escritorio de anticuario sobre el que descansaba la figura de un caballero con armadura de unos sesenta centímetros de altura. En el interior de aquel despacho varios agentes iban de un lado a otro, hablando por teléfono y tomando notas. Uno de ellos estaba sentado a la mesa y escribía algo en un ordenador portátil. Según parecía, el despacho del conservador se había convertido en un cuartel general improvisado aquella noche.
—Messieurs —dijo Fache en voz alta. Todos se giraron—. Ne nous dérangez pas Bous aucun prétexte. Entendu?
Los agentes asintieron, dándose por enterados.
Langdon había colgado muchos carteles con el famoso NE PAS DÉRANGER en las puertas de muchos hoteles y entendió las órdenes del capitán. No debían molestarlos bajo ningún concepto.
Tras dejar atrás a aquella pequeña congregación de policías, Fache condujo a Langdon por el pasillo oscuro. Unos diez metros más adelante se adivinaba la entrada a la galería más famosa del Louvre —la Grande Galerie—, un pasillo aparentemente sin fin que albergaba obras maestras del arte italiano. Langdon ya había deducido que era allí donde se encontraba el cuerpo de Sauniére, porque en la polaroid había visto un trozo de su inconfundible suelo de parqué.
Al acercarse, vio que el acceso estaba bloqueado por una enorme verja de acero que parecía como las que usaban en los castillos medievales para impedir el paso de los ejércitos intrusos.
—Seguridad reactiva —dijo Fache cuando estuvieron cerca.
Incluso ahí, casi a oscuras, aquella barricada parecía tan sólida como para resistir la embestida de un tanque. Langdon escrutó las cavernas débilmente iluminadas de la Gran Galería entre los barrotes.
—Usted primero, señor Langdon —le dijo Fache.
Langdon se volvió.
«¿Yo primero? ¿Dónde?».
Fache le señaló la base de la verja con un movimiento de cabeza.
Langdon lo siguió con la mirada. Estaba tan oscuro que no se había dado cuenta de que el mecanismo estaba levantado medio metro, permitiendo, bien que sin mucha comodidad, el paso por debajo.
—Esta área sigue de momento fuera de los límites del servicio de seguridad del museo —explicó Fache—. Mi equipo de la Policía Técnica y Científica acaba de terminar su investigación. —Señaló la abertura—. Pase por ahí debajo, por favor.
Langdon observó primero la estrecha rendija que sólo permitía pasar arrastrándose, y la enorme verja metálica. «Supongo que lo dice en broma, ¿no?». Aquella barricada parecía una guillotina lista para aplastar a cualquier intruso.
Fache murmuró algo en francés y consultó la hora. Acto seguido, se arrodilló y arrastró su voluminoso cuerpo por debajo de la reja. Una vez del otro lado, se puso de pie y miró a Langdon.
Éste suspiró. Apoyando las manos en el suelo pulido, se tumbó boca abajo y avanzó. Cuando estaba a medio camino, se le enganchó el cuello de la chaqueta en la verja y se dio un golpe con el hierro en la nuca.
«Tranquilo, Robert, tranquilo», pensó, forcejeando para liberarse. Finalmente se levantó, ya del otro lado, empezando a sospechar que aquella iba a ser una noche muy larga.