Aunque la espartana habitación del edificio de la Rue La Bruyére había presenciado mucho sufrimiento, Silas dudaba de que hubiera algo que pudiera compararse a la angustia que en ese instante se apoderaba de su pálido cuerpo. «Me han engañado. Todo está perdido».
Le habían tendido una trampa. Los hermanos le habían mentido, habían preferido morir antes que revelar su verdadero secreto. Silas no se veía con fuerzas para llamar a El Maestro. No sólo había matado a las cuatro personas que sabían dónde estaba escondida la clave, sino que además había matado a la monja de Saint-Sulpice. «¡Aquella mujer trabajaba contra Dios! ¡Ultrajaba la obra del Opus Dei!».
Aquel último crimen había sido un impulso, y complicaba enormemente las cosas. El obispo Aringarosa había hecho la llamada que había logrado que lo dejaran entrar en Saint-Sulpice; ¿qué pensaría cuando descubriera que la monja estaba muerta? Aunque Silas la había dejado metida en la cama, la herida de la cabeza era muy visible. También había intentado disimular las losas rotas del suelo, pero aquel estropicio tampoco podía pasar desapercibido. Sabrían que ahí había estado alguien.
Silas había planeado refugiarse en el Opus Dei cuando su misión hubiera concluido. «El obispo Aringarosa me protegerá». No imaginaba una vida más feliz que la entregada a la meditación y a la oración, encerrado entre las cuatro paredes de la sede central de la Obra en Nueva York. No volvería a poner los pies en la calle. Todo lo que necesitaba estaba en el interior de aquel santuario. «Nadie me va a echar de menos». Pero Silas sabía que, por desgracia, alguien tan influyente como el obispo Aringarosa no podía desaparecer tan fácilmente.
«He puesto en peligro al obispo». Silas se quedó mirando el suelo, abstraído, y por su mente pasó la idea de quitarse la vida. Después de todo, había sido el obispo quien se la había salvado… en aquella pequeña sacristía española, quien lo había educado, quien le había dado sentido a su vida.
—Amigo mío —le había dicho—, tú naciste albino. No dejes que los demás se burlen de ti por ello. ¿Es que no entiendes que eso te convierte en alguien muy especial? ¿Acaso no sabes que el mismísimo Noé era albino?
—¿Noé? ¿El del arca? —Silas nunca lo había oído.
Aringarosa sonrió.
—Pues sí. Noé el del arca. Albino. Igual que tú, tenía la piel blanca como la de un ángel. Piénsalo bien. Noé salvó la vida entera del planeta. Tú estás destinado a hacer grandes cosas, Silas. Si el Señor te ha liberado de tu cautiverio ha sido por algo. Has recibido la llamada. El Señor te necesita en su Obra.
Con el tiempo, Silas aprendió a verse a sí mismo bajo una nueva luz. «Soy puro. Soy hermoso. Como un ángel».
Sin embargo, en aquel momento, en la habitación de su residencia, era la voz decepcionada de su padre la que le susurraba desde el pasado.
—Tu es un désastre. Un spectre.
Arrodillándose sobre el suelo de madera, Silas elevó sus plegarias implorando el perdón. Luego, tras quitarse el hábito, fue de nuevo en busca del látigo.