38

En el asiento trasero del taxi, Sophie no le quitaba la vista de encima a Langdon.

«Está de broma».

—¿El Santo Grial?

Langdon asintió, muy serio.

—Sangreal es, literalmente, Santo Grial.

«Santo Grial». ¿Cómo es que no había visto al momento la conexión lingüística? Con todo, le parecía que lo que decía Langdon no tenía sentido.

—Yo creía que el Santo Grial era un cáliz. Y tú dices que es una serie de documentos que revelan un oscuro secreto.

—Sí, pero los documentos del Sangreal son sólo la mitad del tesoro del Santo Grial. Están enterrados con el propio Grial… y revelan su verdadero significado. Si esos documentos dieron tanto poder a los templarios fue porque descubrían la verdadera naturaleza del Grial.

«¿La verdadera naturaleza del Grial?». Ahora Sophie estaba aún más perdida que antes. Siempre había creído que el Santo Grial era el cáliz en el que Jesús había bebido durante la última cena y con el que, posteriormente, José de Arimatea había recogido la sangre que le brotaba del costado en el momento de la crucifixión.

—El Santo Grial es el cáliz de Cristo —dijo—. Menos complicado no puede ser.

—Sophie —le susurró Langdon, acercándose a ella—, según el Priorato de Sión, el Santo Grial no es en absoluto un cáliz. Aseguran que la leyenda del Grial, que afirma que se trata de una copa, es de hecho una ingeniosa alegoría. Es decir, que la historia del Grial usa el cáliz como metáfora de otra cosa, de algo mucho más poderoso. —Hizo una pausa—. Algo que encaja a la perfección con todo lo que tu abuelo ha intentado decimos esta noche, incluyendo sus referencias simbólicas a la divinidad femenina.

Aún sin seguirle del todo, Sophie veía en la paciente sonrisa de Langdon que éste entendía su confusión.

—Pero si el Santo Grial no es un cáliz, entonces, ¿qué es?

Langdon sabía que aquella pregunta iba a llegar, pero todavía no había decidido cómo contárselo exactamente. Si no le exponía la respuesta en su adecuado contexto histórico, Sophie se quedaría con una vaga sensación de desconcierto. La misma que había visto en el rostro de su editor unos meses atrás, cuando Langdon le había pasado el borrador del texto en el que estaba trabajando.

—¿Qué es lo que sostienes en tu trabajo? —le había espetado, dejando la copa de vino y mirándole por encima de la comida a medio terminar—. Eso no lo puedes decir en serio.

—Pues lo digo en serio. Me he pasado un año investigando.

El destacado editor neoyorquino Jonas Faukman se tocó la perilla, nervioso. Había oído muchas ideas peregrinas para libros a lo largo de su carrera en el mundo editorial, pero aquella le había dejado boquiabierto.

—Robert —le dijo finalmente—, no me malinterpretes. Me encanta tu trabajo y hemos hecho muchas cosas juntos. Pero si acepto publicar una idea como esta, tendré que aguantar manifestaciones a la puerta de la editorial durante meses. Y además, tu reputación se va a ir a pique. Eres un historiador licenciado en Harvard, por el amor de Dios, y no un charlatán cualquiera ávido de dinero. ¿Dónde vas a encontrar pruebas fehacientes para defender una teoría como esa?

Esbozando una tímida sonrisa, Langdon se sacó un trozo de papel del bolsillo y se lo alargó a Faukman. Se trataba de una lista de más de cincuenta títulos —libros escritos por historiadores muy conocidos, algunos de ellos contemporáneos, otros de hacía varios siglos—, muchos de los cuales habían sido auténticos bombazos en el mundo académico. Los títulos de todos presentaban la misma premisa que Langdon acababa de exponer. Mientras Faukman la leía, iba poniendo la cara del que acaba de enterarse de que en realidad la Tierra es plana.

—A algunos de estos autores los conozco. ¡Y son… historiadores serios!

Langdon sonrió.

—Como ves, Jonas, no se trata sólo de mi teoría. Lleva bastante tiempo circulando por ahí. Lo único que yo pretendo es basarme en algo que ya existe para llegar más lejos. Ningún libro ha indagado aún en la leyenda del Santo Grial desde un punto de vista simbólico. Las pruebas iconográficas que estoy encontrando para apoyar mi teoría son, bueno, totalmente persuasivas.

Faukman seguía sin despegar los ojos de la lista.

—Dios mío, pero si uno de estos libros es de sir Leigh Teabing, un miembro de la Real Sociedad de Historiadores.

—Teabing se ha pasado gran parte de su vida estudiando el Santo Grial, y nos conocemos. En realidad, ha sido una fuente importante de inspiración para mí. Y, como los demás integrantes de la lista, cree en esta teoría.

—¿Me estás diciendo que todos estos historiadores creen que…? —Faukman tragó saliva, incapaz de terminar la frase.

Langdon volvió a sonreír.

—El Santo Grial es probablemente el tesoro más buscado de la historia de la humanidad. Ha suscitado leyendas, provocado guerras y búsquedas que han durado vidas enteras. ¿No sería absurdo que fuera sólo un cáliz? De ser así, entonces habría otras reliquias que despertarían un interés similar y hasta superior, la corona de espinas, la cruz de la crucifixión, el Títulus o inscripción INRI sobre la cruz, cosa que no ha sucedido. A lo largo de la historia, el Santo Grial ha sido el más especial. —Langdon esbozó una sonrisa—. Y ahora ya sabes por qué.

Faukman seguía meneando la cabeza.

—Pero, si hay tantos libros publicados sobre el tema, ¿por qué no es más conocida esta teoría?

—Es imposible que estas obras compitan con siglos de historia oficial, y más cuando esa historia tiene el aval del mayor best seller de todos los tiempos.

Faukman arqueó las cejas.

—No me digas que Harry Potter va sobre el Santo Grial. —Me refería a la Biblia.

Faukman levantó la cabeza.

—Ya lo sabía.

Laissez-le! —Los gritos de Sophie hicieron temblar el aire en el interior del taxi—. ¡Suéltelo!

Langdon dio un respingo al ver que Sophie se echaba hacia delante y le gritaba al taxista. Vio que éste había cogido el aparato de radio-teléfono y estaba hablando por él.

Entonces Sophie se giró, metió la mano en el bolsillo de la chaqueta a Langdon, sacó la pistola, y apuntó a la cabeza del taxista, que soltó la radio al momento y levantó la mano por encima de la cabeza.

—¡Sophie! —gritó Langdon—. ¡Pero qué estás…!

Arrétez! —ordenó ella.

Temblando, el taxista le obedeció.

Fue entonces cuando Langdon oyó una voz que hablaba desde la centralita de la empresa de taxis y se oía por un altavoz del salpicadero «…qui sapelle Agent Sophie Neveu…». La radio crepitó «…et un américain, Robert Langdon…».

Langdon se puso rígido.

«¿Ya nos han encontrado?».

Descendez! —ordenó Sophie.

El tembloroso conductor no bajó las manos de la cabeza ni para salir del coche. Dio varios pasos atrás.

Sophie había bajado la ventanilla y seguía apuntando al desconcertado taxista.

—Robert —dijo con voz tranquila—, ponte al volante. Conduces tú.

Langdon no pensaba discutir con una mujer armada. Se bajó del coche y se sentó al volante. El taxista maldecía sin parar con las manos levantadas.

—Espero —añadió Sophie desde el asiento de atrás— que con lo que has visto de nuestro bosque mágico ya hayas tenido bastante.

Asintió.

«Más que suficiente».

—Muy bien. Pues vamos a salir de aquí ahora mismo.

Langdon bajó la vista para mirar los pedales, indeciso. «Mierda». Agarró el cambio de marchas y buscó el embrague.

—Sophie, tal vez deberías saber que yo…

—¡Arranca!

Fuera, varias prostitutas se estaban congregando para ver qué pasaba. Una de ellas marcó un número en su teléfono móvil. Langdon pisó el embrague y metió primera, o lo intentó. Dio gas, para probar la potencia del motor.

Finalmente, soltó el embrague y las ruedas chirriaron. El taxi salió disparado y la multitud que se había congregado se dispersó para ponerse a cubierto. La mujer del teléfono se metió entre los árboles y se salvó por poco de ser atropellada.

Doucement! —exclamó Sophie mientras el coche avanzaba a trompicones por la carretera—. ¿Qué estás haciendo?

—He intentado advertírtelo —le gritó para hacerse oír por encima del rechinar de la caja de cambios—. ¡Yo conduzco sólo automáticos!