Al boscoso parque, conocido como Bois de Boulogne, se le daban muchos otros nombres, pero los más enterados lo conocían como «El jardín de las delicias». Por más atractivo que sonara aquel epíteto, la realidad no era tan halagüeña. Cualquiera que hubiera visto el cuadro de El Bosco del mismo nombre entendería al momento la broma. El cuadro, como el bosque, era oscuro y lleno de recovecos, un purgatorio para los raros y los fetichistas. De noche, sus caminos sinuosos se poblaban de centenares de cuerpos de alquiler, delicias para satisfacer los más profundos deseos de hombres, mujeres y demás.
Mientras Langdon ponía en orden sus ideas para hablarle a Sophie del Priorato de Sión, el taxi atravesó el arbolado acceso al parque y empezó a dirigirse hacia el oeste a través de una calle adoquinada. La visión de los residentes nocturnos, que ya emergían de las sombras y exhibían sus mercancías a la luz de los faros, le hacía difícil concentrarse. Más adelante, dos adolescentes con los pechos al aire dedicaron ardientes miradas al interior del taxi. Más allá, un hombre negro, de piel brillante, con un tanga, se dio la vuelta y les enseñó el culo. A su lado, una despampanante rubia se levantó la minifalda para revelar que, en realidad, no era una mujer.
«¡Dios mío!». Langdon se volvió y aspiró hondo.
—Háblame del Priorato de Sión —le pidió Sophie.
Langdon asintió, incapaz de imaginar un escenario menos adecuado para recrear la leyenda que estaba a punto de contar. Se preguntaba por dónde empezar. La historia de la hermandad abarcaba más de un milenio… una sorprendente crónica de secretos, chantajes, traiciones e incluso de brutales torturas a manos de un Papa colérico.
—El Priorato de Sión lo fundó en Jerusalén un rey francés llamado Godofredo de Bouillon, en el año 1099, inmediatamente después de haber conquistado la ciudad.
Sophie le miraba fijamente.
—Ese rey, supuestamente, tenía en su poder un importante secreto, un secreto que había estado en conocimiento de su familia desde los tiempos de Jesús. Temeroso de que se perdiera a su muerte, fundó una hermandad secreta —el Priorato de Sión— a la que encargó la misión de velar por él transmitiéndolo de generación en generación. Durante sus años en Jerusalén, el Priorato tuvo conocimiento de una serie de documentos enterrados debajo de las ruinas del templo de Herodes, construido a su vez sobre otras más antiguas, las del templo del rey Salomón. Según creían, esos documentos confirmaban el secreto de Godofredo y eran de una naturaleza tan explosiva que la Iglesia no pararía hasta hacerse con ellos.
Sophie le dedicó una mirada escéptica.
—El Priorato juró que, por más tiempo que les llevara, debían recuperar aquellos papeles y protegerlos para siempre, logrando así que la verdad no se perdiera. Para poder rescatarlos, el Priorato creó un brazo armado, un grupo de nueve caballeros llamado la Orden de los Pobres Caballeros de Cristo y del templo de Salomón. —Langdon hizo una pausa—. Más conocidos como los Caballeros Templarios.
Al fin Sophie puso cara de entender algo.
Langdon había dado muchas charlas sobre los templarios y sabía que casi todo el mundo había oído hablar de ellos, al menos de manera general. Para los estudiosos, la historia de los templarios era un mundo incierto donde hechos, leyendas y errores se confundían hasta tal punto que resultaba prácticamente imposible extraer algo de verdad de ellos. En los tiempos que corrían, a Langdon a veces no le gustaba ni mencionarlos en sus conferencias, porque invariablemente suscitaban un montón de preguntas confusas sobre todo tipo de teorías conspirativas.
Sophie se había puesto seria.
—¿Me estás diciendo que el Priorato de Sión creó la Orden de los Templarios para recuperar una serie de documentos secretos? Yo creía que su misión era proteger Tierra Santa.
—Eso es un error frecuente. La idea de la protección de los peregrinos era el disfraz bajo el que los templarios llevaban a cabo su misión. Su verdadero objetivo en Tierra Santa era rescatar los documentos enterrados debajo de las ruinas del templo.
—¿Y los encontraron?
Langdon sonrió.
—Nadie lo sabe a ciencia cierta, pero en lo que todos los estudiosos coinciden es en que sí encontraron algo enterrado en las ruinas… algo que les hizo ricos y poderosos más allá de lo imaginable.
A continuación, Langdon hizo un breve repaso de las ideas más aceptadas sobre la historia de los templarios, explicándole que estos estuvieron en los Santos Lugares durante la Segunda Cruzada y que le dijeron al rey Balduino II que estaban ahí para proteger a los peregrinos cristianos. Aunque no recibían sueldo alguno y hacían voto de pobreza, los caballeros informaron al rey de que necesitaban de algún lugar donde guarecerse y le pidieron permiso para instalarse en los establos que había bajo las ruinas del templo. El rey Balduino se lo concedió, y los caballeros ocuparon su humilde residencia dentro de aquel devastado lugar de culto.
—Aquella peculiar elección de alojamiento —prosiguió Langdon—, había sido cualquier cosa menos aleatoria. Los caballeros creían que los documentos que buscaba el Priorato estaban enterrados en aquellas ruinas, bajo el Sanctasanctórum: cámara sagrada en la que se creía que residía Dios; literalmente, el centro absoluto de la fe judía. Durante casi una década, los nueve caballeros vivieron en aquellas ruinas, excavando en secreto entre los escombros hasta llegar a la roca.
—¿Y dices que sí encontraron algo?
—No hay duda —respondió Langdon, que le explicó que les había costado nueve años, pero que al fin habían encontrado lo que estaban buscando. Sacaron el tesoro del templo y regresaron a Europa, donde su influencia pareció acrecentarse de la noche a la mañana.
Nadie estaba seguro de si los templarios habían sobornado al Vaticano o si la Iglesia, simplemente, había intentado comprar su silencio, pero el caso es que el papa Inocencio 11 dictó una insólita bula papal por la que se concedía a los caballeros un poder ilimitado y se los declaraba «una ley en sí mismos», un ejército autónomo, independiente de cualquier interferencia de reyes o clérigos, de cualquier forma de poder político o religioso.
Con su recién adquirida carta blanca otorgada por el Vaticano, los templarios se expandieron a una velocidad de vértigo, tanto en número como en peso político, acumulando la propiedad de vastas extensiones de tierra en más de doce países. Empezaron a conceder créditos a casas reales arruinadas y a cobrar intereses, estableciendo de ese modo el precedente de la banca moderna e incrementando aún más su riqueza y su influencia.
A principios del siglo XIV, la autorización del Vaticano había permitido que los templarios amasaran tal poder que el papa Clemente V decidió que había que hacer algo. Con la colaboración del rey francés Felipe IV, el Papa ideó un ingenioso plan para neutralizar a los Caballeros de la Orden del Temple y hacerse con sus tesoros, pasando de paso a obtener el control sobre sus secretos. En una maniobra militar digna de la CIA, Clemente envió órdenes selladas a todos sus soldados, distribuidos por todo el territorio europeo, que no debían abrirse hasta el viernes, 13 de octubre de 1307.
Al amanecer de aquel día, los documentos sellados se abrieron y revelaron su sobrecogedor contenido. En aquellas cartas, el Papa aseguraba que había tenido una visión de Dios en la que le advertía de que los templarios eran unos herejes, culpables de rendir culto al demonio, de homosexualidad, de ultraje a la cruz, de sodomía y demás comportamientos blasfemos. Y Dios le pedía al Papa que limpiara la tierra, que reuniera a todos los templarios y los torturara hasta que confesaran sus pecados contra Dios… La maquiavélica operación de Clemente funcionó con total precisión. Aquel mismo día se detuvo a gran número de caballeros de la orden, se les torturó y fueron quemados en la hoguera acusados de herejes. En la cultura moderna aún persistían ecos de aquella tragedia; el viernes trece seguía considerándose día de mala suerte en muchos sitios.
Sophie parecía desconcertada.
—¿La orden fue destruida? Yo creía que seguían existiendo hermandades de templarios.
—Sí, siguen existiendo, bajo diversas denominaciones. A pesar de las falsas acusaciones de Clemente, que hizo todo lo posible por aniquilarlos, los templarios tenían poderosos aliados y algunos lograron escapar de las purgas vaticanas. El verdadero objetivo del Papa eran los poderosos documentos que habían hallado y que en apariencia eran su fuente de poder, pero nunca los encontró. Aquellos documentos llevaban ya mucho tiempo en manos de los arquitectos en la sombra de los templarios, los miembros del Priorato de Sión, cuyo velo de secretismo los había mantenido a salvo de la masacre vaticana. Pero al ver que la Santa Sede iba cerrando cada vez más el cerco, el Priorato sacó una noche los documentos de la iglesia de París donde los escondían y los llevó a unos barcos templarios anclados en La Rochelle.
—¿Y adónde los llevaron?
Langdon se encogió de hombros.
—La respuesta a ese misterio sólo la tiene el Priorato de Sión. Como esos documentos siguen siendo fuente de constantes investigaciones y especulaciones, se cree que han sido cambiados de sitio varias veces. Hoy en día, las conjeturas apuntan a que se encuentran en algún lugar del Reino Unido.
Sophie puso cara de preocupación.
—Durante mil años han circulado leyendas sobre este secreto. Toda la serie de documentos, su poder y el secreto que revelan han pasado a conocerse con un único nombre: el Sangreal.
—¿El Sangreal? ¿Tiene que ver con la sangre?
Langdon asintió. La sangre era la piedra de toque del Sangreal, aunque no en el sentido que probablemente ella imaginaba.
—La leyenda es complicada, pero lo que no hay que olvidar es que el Priorato conserva la prueba, y supuestamente aguarda el momento más conveniente de la Historia para revelar la verdad.
—¿Qué verdad? ¿Qué secreto puede tener tanta fuerza?
Langdon aspiró hondo y miró por la ventanilla a la otra cara de París que se adivinaba en la penumbra.
—Sophie, la palabra Sangreal es muy antigua. Con los años, ha evolucionado hasta formar otra, un término más moderno. —Se detuvo un instante—. Cuando te diga cuál es, te darás cuenta de que sabes muchas cosas sobre él. De hecho, casi todo el mundo ha oído hablar de la historia del Sangreal.
Sophie le miró, incrédula.
—Pues yo no.
—Sí, seguro que sí. —Langdon sonrió—. Lo que pasa es que tú lo conoces como el Santo Grial.