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En el exterior de la Salle des États, Fache se iba poniendo cada vez más furioso a medida que el guardia, Grouard, le explicaba cómo le habían desarmado Sophie y Langdon. «¿Y por qué no ha disparado contra el cuadro?».

—¿Capitán? —El teniente Collet venía hacia ellos desde el puesto de mando—. Capitán, acaban de informarme de que han localizado el coche de la agente Neveu.

—¿Han conseguido llegar a la embajada?

—No. A la estación de tren. Han comprado dos billetes. El tren ha salido hace muy poco.

Fache le hizo un gesto a Grouard para que se retirara y condujo a Collet a una sala contigua.

—¿Cuál es el destino de ese tren? —le preguntó en voz baja.

—Lille.

—Seguramente es una pista falsa —concluyó, formulando un plan.

—Está bien, que alerten a la siguiente estación, que detengan el tren y lo inspeccionen, por si acaso. Que no muevan el coche de donde está y que sitúen a agentes de paisano por si vuelven a buscarlo. Que envíen hombres a rastrear las calles de los alrededores, por si se hubieran escapado a pie. ¿Hay alguna parada de autobuses en la estación?

—A esta hora no circulan autobuses, señor. Sólo hay una parada de taxis.

—Bueno, pues que interroguen a los taxistas por si han visto algo. Y que se pongan en contacto con la central del taxi para dar una descripción de los desaparecidos. Yo voy a llamar a la Interpol.

Collet se mostró sorprendido.

—¿Va a divulgar lo sucedido?

A Fache no le hacía ninguna gracia ponerse en evidencia, pero no veía otra solución.

«Cerrar el cerco deprisa, y cerrarlo del todo».

La primera hora era crítica. En los sesenta minutos posteriores a la huida, el fugitivo es predecible. Siempre necesita lo mismo: desplazamiento, alojamiento y dinero. La Santísima Trinidad. Y gracias a la Interpol esas tres cosas podían hacerse imposibles en un momento. Mediante el envío de fotos de Langdon y Sophie por fax a las autoridades parisinas del transporte, a los hoteles y a los bancos, la Interpol les dejaría sin opciones, sin modo de salir de la ciudad, sin lugar donde esconderse y sin manera de retirar dinero sin ser reconocidos. Normalmente, el fugitivo acababa poniéndose nervioso y hacía alguna tontería. Robaba un coche. Atracaba una tienda. Usaba una tarjeta bancaria, presa de la desesperación. Fuera cual fuera el error que cometiera, no tardaba en dar a conocer su paradero a las autoridades locales.

—Pero sólo alertará de Langdon, supongo —dijo Collet—. De Sophie Neveu no. Es agente del cuerpo.

—¡Pues claro que de ella también! —cortó Fache—. ¿De qué sirve seguir la pista a Langdon, si ella puede seguir haciendo todo el trabajo sucio? Tengo la intención de buscar en la hoja de empleo de Neveu a amigos, familiares o contactos personales para ver si encontramos a alguien que nos ayude. No tengo ni idea de qué pretende, pero sé que le va a costar bastante más que su empleo.

—¿Prefiere que yo siga al teléfono o me quiere en la calle?

—En la calle. Acérquese a la estación de tren y coordine el equipo. Tiene usted las riendas, pero no dé un solo paso sin consultármelo.

—Sí, señor —dijo Collet antes de salir corriendo.

De pie en la sala, Fache notó que estaba rígido. A través de la ventana, la pirámide brillaba y se reflejaba en el agua de las fuentes, ondulada por el viento. «Se me han escurrido de las manos». Se dijo para tranquilizarse.

Ni a una agente experimentada le resultaría fácil soportar la presión a la que la Interpol estaba a punto de someterla. «¿Una criptóloga y un profesor?».

Ni siquiera durarían hasta el amanecer.