El Smart de Sophie atravesó como un rayo el barrio diplomático dejando atrás embajadas y consulados y, finalmente, enfilando por una calle secundaria, logró salir de nuevo a la gran avenida de los Campos Elíseos.
Langdon, muy pálido, se volvió para ver si les seguía la policía. Estaba empezando a arrepentirse de haber decidido escaparse. «Tú no has decidido nada», se corrigió. Había sido Sophie quien había tomado la decisión de tirar el dispositivo de GPS por la ventana del servicio. Y ahora, mientras se alejaban de la embajada, esquivando el poco tráfico de los Campos Elíseos, Langdon notaba que sus posibilidades eran cada vez menores. Aunque parecía que Sophie había conseguido despistar a la policía una vez más, al menos de momento, temía que su buena suerte no fuera a durar mucho más.
Al volante, Sophie se metió la mano en el bolsillo del suéter. Sacó un pequeño objeto metálico y se lo enseñó.
—Robert, quiero que veas esto. Es lo que mi abuelo me ha dejado detrás de La Virgen de las rocas.
Con un escalofrío de emoción, Langdon cogió aquel objeto y lo examinó. Era bastante pesado y en forma de crucifijo. Su primera intuición fue que se trataba de una cruz funeraria; versión en miniatura de las cruces conmemorativas que se clavaban en el suelo, junto a las tumbas. Pero luego se dio cuenta de que la base que sobresalía del crucifijo era triangular. Y además estaba decorada con cientos de minúsculos hexágonos que parecían muy bien hechos y distribuidos de manera aleatoria.
—Es una llave hecha con láser —le dijo Sophie—. Estos hexágonos son para que el lector óptico los identifique.
—¿Una llave? —Langdon no había visto nunca nada parecido.
—Fíjate en el otro lado —le pidió Sophie cambiándose de carril y saltándose otro cruce.
Al darle la vuelta, Langdon se quedó boquiabierto. Ahí, en una elaborada filigrana, en el centro de la cruz, estaba grabada una flor de lis con las iniciales P. S.
—Sophie, este es el sello del que te hablaba. La divisa oficial del Priorato de Sión.
Sophie asintió.
—Ya te lo he dicho, esta llave ya la vi otra vez hace muchos años. Mi abuelo me dijo que nunca volviera a hablar de ella.
Langdon seguía con la vista fija en la llave. Su diseño, mezcla de tecnología de punta y viejo simbolismo, recreaba una curiosa unión entre el mundo moderno y el antiguo.
—Me dijo que esta llave abría una caja donde guardaba muchos secretos.
Langdon se estremeció al pensar en el tipo de secretos que guardaría un hombre como Jacques Sauniére. No tenía ni idea de qué hacía una antiquísima hermandad con una llave futurista como aquella. La única razón de la existencia del Priorato era la custodia de un secreto, un secreto de increíble poder. «¿Tenía esa llave algo que ver con él?». La idea resultaba abrumadora.
—¿Y sabes lo que abre?
Sophie pareció decepcionada.
—Yo esperaba que tal vez tú lo supieras.
Langdon no dijo nada y siguió contemplando aquella especie de crucifijo.
—Parece de inspiración cristiana —insistió Sophie.
Langdon no estaba tan seguro. La empuñadura no formaba la cruz latina característica del cristianismo, más larga que ancha, sino la llamada griega, en la que los cuatro brazos tenían la misma longitud, y que precedía a la cristiana en nada menos que mil quinientos años. Ese tipo de cruz carecía de todas las connotaciones de crucifixión asociadas a la latina, ideada por los romanos como instrumento de tortura. A Langdon nunca dejaba de sorprenderle el escaso número de cristianos que, al contemplar «el crucifijo», eran conscientes de la historia violenta de aquel símbolo, que se manifestaba hasta en su propio nombre; «cruz» y «crucifijo» eran derivaciones del verbo latino «cruciare», torturar.
—Sophie —dijo—, lo único que puedo decirte es que las cruces griegas como esta se consideran símbolos de paz. La idéntica longitud de sus cuatro brazos las hace poco prácticas para las crucifixiones, y el equilibrio de sus travesaños horizontal y vertical representa una unión natural entre lo masculino y lo femenino, por lo que encaja bien con la filosofía del Priorato.
Sophie le miró con ojos cansados.
—No tienes ni idea, ¿verdad?
Langdon arqueó las cejas.
—Ni idea.
—Bueno, tenemos que dejar de dar vueltas. Nos hace falta un lugar seguro para poder averiguar qué es lo que abre esta llave.
Langdon pensó con añoranza en su cómoda habitación del Ritz. Evidentemente, aquella opción estaba descartada.
—¿Y si vamos a ver a los profesores de la Universidad de París que me han organizado la conferencia?
—Demasiado arriesgado. Fache irá a comprobar que no estemos ahí.
—Tú eres de aquí. Tienes que conocer a gente.
—Fache revisará mi listín telefónico y mi libreta de direcciones de correo electrónico, y hablará con mis compañeros de trabajo. Mis contactos no son seguros, y buscar hotel es imposible, porque en todos piden identificación.
Langdon volvió a preguntarse si no habría sido mejor dejar que Fache lo detuviera en el Louvre.
—Llamemos a la embajada. Les explico la situación y les pido que envíen a alguien a buscarnos.
—¿Buscarnos? —Sophie se volvió y lo miró como si estuviera loco.
—Robert, estás soñando. La embajada no tiene jurisdicción más que dentro de los límites de su recinto. Si enviaran a alguien a recogernos se consideraría asistencia a un fugitivo de la justicia francesa. No lo harán. Entrar en la embajada por tu propio pie y solicitar asilo temporal es una cosa, pero pedirles que emprendan una acción contra la legislación francesa es otra muy distinta. —Negó con la cabeza—. Si llamas a la embajada ahora, te dirán que no empeores las cosas y te entregues a Fache, y te prometerán, eso sí, usar los canales diplomáticos a su alcance para velar porque tengas un juicio justo. —Miró la sucesión de elegantes escaparates de los Campos Elíseos—. ¿Cuánto dinero en efectivo tienes?
Langdon miró la cartera.
—Cien dólares. Unos pocos euros. ¿Por qué? —¿Tarjetas de crédito?
—Sí, claro.
Sophie aceleró, y Langdon intuyó que se le había ocurrido un plan. Delante mismo, al final de los Campos Elíseos, se levantaba el Arco de Triunfo —el tributo de Napoleón a su propia potencia militar, de cincuenta metros de altura—, rodeado de la rotonda más grande de Francia, un gigante de nueve carriles de circulación.
Cuando se acercaban a la rotonda, los ojos de Sophie volvieron a posarse en el retrovisor.
—Por ahora les hemos dado esquinazo —dijo—. Pero si seguimos cinco minutos más en el coche, nos pillarán seguro.
«Bueno, pues robamos uno y ya está, ahora que somos delincuentes qué mas da», pensó en broma.
—¿Qué vas a hacer?
Se incorporaron a la rotonda.
—Confía en mí.
Langdon no dijo nada. La confianza no le había llevado muy lejos esa noche. Se levantó la manga de la chaqueta y consultó la hora en su reloj, un reloj de niño con el ratón Mickey dibujado en la esfera, que sus padres le habían regalado cuando cumplió diez años. Aunque había suscitado miradas de censura en más de una ocasión, Langdon no había llevado otro reloj que no fuera aquel. Los personajes animados de Walt Disney habían sido su primer contacto con la magia de la forma y el color. Y ahora Mickey le servía como recordatorio cotidiano de que tenía que seguir siendo joven de espíritu. A pesar de ello, en aquel momento, los brazos del ratón estaban extendidos en un ángulo poco habitual, indicando una hora igualmente atípica.
Las 2:51 a.m.
—Un reloj interesante —comentó Sophie fijándose en él mientras seguían atravesando aquella ancha rotonda.
—Tiene una historia muy larga —respondió, bajándose la manga.
—Me lo supongo —añadió ella sonriéndole un segundo, antes de abandonar el Arco de Triunfo y enfilar hacia el norte, alejándose del centro de la ciudad.
Tras pasarse dos semáforos en ámbar, llegó a la tercera travesía y giró a la derecha en el Bulevar Malesherbes. El elegante barrio de las embajadas había quedado atrás, y ahora estaban en una zona más industrial. Sophie dobló enseguida a la izquierda y, un momento después, Langdon se dio cuenta de dónde estaban: en la Gare Saint-Lazare.
Delante de ellos, el techo acristalado de la terminal parecía un híbrido raro entre un hangar para aviones y un invernadero. Las estaciones europeas no dormían nunca. A pesar de la hora, una docena de taxis hacían guardia junto a la salida principal. Había vendedores que arrastraban carritos con bocadillos y agua mineral mientras de los andenes emergían jóvenes de aspecto desaliñado con sus pantalones anchos, frotándose los ojos y mirando a su alrededor como si intentaran acordarse de a qué ciudad acababan de llegar. Más adelante, en la calle, había un par de policías municipales ayudando a unos turistas desorientados.
Sophie llevó el Smart detrás de los taxis y aparcó en una zona prohibida, a pesar de que al otro lado de la calle había muchos sitios libres. Antes de que Langdon pudiera preguntarle nada, ella ya se había bajado del coche. Se acercó corriendo al taxi que tenían delante y empezó a hablar con el taxista.
Langdon se bajó del coche y vio que en aquel momento Sophie le estaba dando al taxista un montón de billetes. Éste asintió y entonces, para su asombro, arrancó sin ellos.
—¿Qué ha pasado? —quiso saber Langdon, que se reunió con Sophie en la acera mientras el taxi se perdía de vista.
Sophie empezó a dirigirse hacia la entrada de la estación.
—Venga, vamos, tenemos que comprar dos billetes para el primer tren que salga de París.
Langdon la seguía. Lo que había empezado como un breve trayecto de poco más de un kilómetro hasta la Embajada americana se había convertido en una huida de París en toda regla. Aquello cada vez le gustaba menos.