32

La alarma que se activó en el extremo oeste del Ala Denon hizo que las palomas de las cercanas Tullerías levantaran el vuelo. Langdon y Sophie salieron como balas y se internaron en la noche. Mientras avanzaban por la explanada en dirección al coche de Sophie, Langdon oía las sirenas de los coches patrulla en la lejanía.

—Es ese —dijo Sophie, señalando un cochecito rojo de dos plazas aparcado delante.

«Estará de broma», pensó Langdon. Nunca había visto una cosa tan pequeña.

—Es un Smart —dijo—. Gasta sólo un litro cada cien kilómetros.

Casi no le había dado tiempo a sentarse cuando Sophie arrancó bruscamente y las ruedas del coche mordieron la gravilla.

Se agarró al salpicadero. El coche atravesó velozmente la explanada y desembocó en la rotonda del Carrousel du Louvre.

Por un momento, Sophie pareció considerar la posibilidad de acortar camino cruzando la rotonda por el centro, para lo que debía abrirse paso por el seto vivo recortado que bordeaba la isla central de césped de la plazoleta.

—¡No! —gritó Langdon, que sabía que el seto que bordeaba la rotonda estaba puesto para ocultar el peligroso abismo que se abría en el centro (La Pyramide Inversée) la pirámide invertida que hacía las veces de claraboya y que había visto antes desde el interior del museo. Era una estructura lo bastante grande como para tragarse entero aquel coche. Afortunadamente, Sophie optó por una ruta más convencional y giró a la derecha, bordeó la rotonda por la izquierda y se incorporó al carril que, en dirección norte, debía llevarlos hasta la Rue de Rivoli.

Las sirenas de los coches patrulla cada vez se oían más cerca. Ahora Langdon ya veía los destellos por el espejo retrovisor de su lado. El motor del Smart se quejaba porque Sophie aceleraba cada vez más, alejándose del Louvre. A unos cincuenta metros, el semáforo se puso en rojo. Sophie murmuró una maldición, pero no levantó el pie del acelerador. Langdon notó que se le tensaban los músculos del todo el cuerpo.

—¿Sophie?

Al llegar a la intersección frenó un poco, puso las luces largas, miró a ambos lados y volvió a acelerar. Giró a la izquierda en el cruce y se incorporó por fin a la Rue de Rivoli. Siguió a toda velocidad unos cuatrocientos metros, en dirección oeste, y giró a la derecha en otra rotonda, ésta más ancha. Al momento salieron por el otro lado. Ya estaban en los Campos Elíseos.

Langdon se volvió para ver el Louvre desde allí. La policía no parecía seguirlos. El mar de destellos parecía concentrarse frente al museo.

El corazón empezaba a recuperar su ritmo habitual.

—Ha sido interesante.

Sophie no se dio por aludida. Seguía con la mirada fija en el amplio bulevar que, con sus tres kilómetros de escaparates elegantes, a veces se comparaba a la Quinta Avenida de Nueva York. La embajada estaba apenas a un kilómetro y medio de allí y Langdon se acomodó en su asiento.

«No verdad lacra iglesias».

La rapidez mental de Sophie le había impresionado.

«Ve a La Virgen de las rocas».

Sophie le había dicho que su abuelo le había dejado algo detrás del cuadro. «¿Un mensaje final?». No podía por menos que quitarse el sombrero ante el lugar escogido por Sauniére para esconderlo, fuera lo que fuera. La Virgen de las rocas era otro eslabón más en la cadena de símbolos relacionados que se había ido formando aquella noche. Parecía que Sauniére reforzaba con cada pista su interés por el lado más oscuro y malévolo de Leonardo da Vinci.

El encargo original para pintar aquella obra le había llegado a Leonardo de una congregación conocida por el nombre de Hermandad de la Inmaculada Concepción, que necesitaba un cuadro para poner en el panel central de un retablo que iba a ocupar el altar de la iglesia de San Francisco, en Milán. Las monjas le indicaron las medidas exactas que debía tener y el tema de la pintura —la Virgen María, San Juan Bautista niño, Uriel y el niño Jesús buscando cobijo en una cueva. Aunque Leonardo cumplió con lo que le habían solicitado, cuando entregó la obra la congregación reaccionó con horror, porque estaba llena de detalles explosivos y desconcertantes.

El lienzo mostraba a una Virgen María con túnica azul, sentada con un niño en brazos, supuestamente el niño Jesús. Frente a María, también sentado, aparecía Uriel, también con un niño, supuestamente San Juan Bautista. Pero lo raro era que, en contra de la escena habitual en la que Jesús bendecía a Juan, en este caso era al revés: Juan bendecía a Jesús… ¡y éste se sometía a su autoridad! Por si eso fuera poco, la Virgen tenía una mano levantada sobre la cabeza de Juan en un gesto inequívocamente amenazador —con los dedos como garras de águila que sujetaran una cabeza invisible. Y, por último, la imagen más clara y aterradora: justo por debajo de aquellos dedos curvados de María, Uriel estaba detenido en un gesto que daba a entender que estaba cortando algo, como si estuviera rebanando el cuello de la cabeza invisible que la Virgen parecía sujetar con sus garras.

A los alumnos de Langdon siempre les divertía enterarse de que Leonardo había intentado apaciguar a la hermandad pintando una versión más «descafeinada» de La Virgen de las rocas, en la que los personajes aparecían en actitudes más ortodoxas. En la actualidad, aquella segunda versión estaba expuesta, en la National Gallery de Londres, con el mismo título, aunque Langdon prefería la del Louvre, que además de ser la original, resultaba más intrigante.

Sophie seguía avanzando a toda prisa por los Campos Elíseos.

—¿Qué había detrás del cuadro? —le preguntó Langdon.

—Te lo enseñaré cuando estemos a salvo en la embajada —respondió ella con la mirada fija en la calzada.

—¿Cómo que me lo enseñarás? ¿Quieres decir que te ha dejado un objeto, algo físico?

Sophie asintió con un breve movimiento de cabeza.

—Con una flor de lis y las letras P. S. grabadas. Langdon no daba crédito a lo que acababa de oír.

Sophie pensó que sí, que estaban a punto de lograrlo, cuando giró el volante a la derecha y pasaron por delante del lujoso Hótel de Crillon, internándose en aquel lujoso barrio de calles arboladas donde se concentraban las sedes diplomáticas. Ya estaban cerca de la Embajada de los Estados Unidos y le pareció que podía relajarse un poco.

Mientras conducía, a la mente le volvía la llave que tenía en el bolsillo y el recuerdo de hacía tantos años, cuando la había visto por primera vez, con su empuñadura en forma de cruz griega, su base triangular, sus dientes, su sello con la flor grabada y sus letras P. S.

Aunque apenas había vuelto a pensar en ella durante todos aquellos años, su experiencia profesional con los servicios secretos le había familiarizado mucho con temas de seguridad, por lo que la peculiar forma de aquella llave ya no le resultaba tan desconcertante. «Una llave maestra incopiable con sistema láser». En vez de guardas que encajaban en una cerradura, la compleja serie de marcas perforadas por un rayo láser era examinada por un lector óptico. Si éste determinaba que la disposición y la secuencia de las marcas hexagonales eran correctas, la cerradura se abría.

No se le ocurría qué podía ser lo que abría una llave como aquella, pero le daba la impresión de que Robert sí sabría decírselo, porque le había descrito el sello sin haberlo visto. La forma de cruz de la empuñadura implicaba que la llave pertenecía a algún tipo de organización cristiana, pero Sophie sabía que en las iglesias no se usaba ese tipo de sistemas electrónicos.

«Además, mi abuelo no era cristiano…».

Sophie lo había constatado con sus propios ojos hacía diez años. Por ironías del destino, también había sido una llave —aunque en aquel caso se había tratado de otra mucho más normal— la que la había enfrentado a la verdadera naturaleza de aquel hombre.

Hacía mucho calor aquella tarde. Aterrizó en el aeropuerto Charles De Gaulle y cogió un taxi para ir a casa. «Grand pére va a tener una buena sorpresa cuando me vea», pensó. La universidad en Gran Bretaña había terminado unos días antes, y ella estaba impaciente por ver a su abuelo y explicarle todos los métodos de encriptación que estaba estudiando.

Sin embargo, cuando llegó a casa, su abuelo no estaba. A pesar de saber que no la esperaba, no pudo evitar cierta decepción. Seguramente estaría trabajando en el Louvre. Pero cayó en la cuenta de que era sábado. Él no solía trabajar los fines de semana. Los fines semana los dedicaba normalmente a…

Sonrió y salió disparada al garaje. El coche no estaba, claro. Jacques Sauniére detestaba conducir por la ciudad, y el coche lo tenía para desplazarse a un único destino, su cháteau de Normandía, al norte de París. Sophie, tras los meses pasados en Londres, añoraba los olores de la naturaleza y estaba ansiosa por empezar sus vacaciones. Aún no era demasiado tarde, y decidió salir de inmediato y darle una sorpresa. Le pidió prestado el coche a un amigo y condujo hacia el norte, atravesando el paisaje lunar de montes desolados que había cerca de Creully. Poco después de las diez entró en el largo camino particular que conducía al retiro de su abuelo. Aquel acceso tenía casi dos kilómetros, y hasta que llevaba recorrida la mitad no empezó a entrever la casa entre los árboles: un enorme castillo de piedra acurrucado junto a un bosque, a los pies de una colina.

Sophie creía que a aquella hora su abuelo ya estaría acostado, y se alegró al ver luz en las ventanas. Sin embargo, su alegría se convirtió en sorpresa cuando, al llegar frente a la casa, constató que el camino estaba lleno de coches; Mercedes, BMWs, Audis y RollsRoyces.

Sophie se quedó un momento observándolos y se echó a reír. «Mi grand-pére, el famoso ermitaño». Por lo que se veía, las reclusiones de Jacques Sauniére no eran tan estrictas como a él le gustaba hacer creer. Estaba claro que mientras se suponía que ella estaba en la universidad, él había organizado una fiesta, y a juzgar por las marcas de los coches allí aparcados, había invitado a algunas de las personas más influyentes de París.

Con ganas de darle una sorpresa, se acercó corriendo a la puerta principal, que encontró cerrada. Llamó, pero no le abrió nadie. Sorprendida, se fue al otro lado de la casa y probó por detrás, pero la entrada también estaba cerrada y nadie acudió a abrirle.

Desconcertada, se quedó un momento en silencio, escuchando. El único sonido: que oía era el de la brisa fresca de Normandía que gemía débilmente al atravesar el valle.

No se oía música. Ni voces. Nada.

Rodeada del silencio del bosque, Sophie se fue hasta un ala de la casa, se subió a un montón de leña y acercó la cara a la ventana del salón. Lo que vio no tenía ningún sentido.

—¡Pero si no hay nadie!

Toda la planta baja parecía desierta.

«¿Dónde está la gente?».

Con el corazón latiéndole con fuerza, Sophie se acercó al cobertizo y buscó una llave que su abuelo siempre escondía bajo la caja de la leña menuda. Ahí estaba. Se fue corriendo hasta la puerta principal y entró en la casa. Al hacerlo, en el panel de control del sistema de seguridad empezó a parpadear una luz roja que avisaba a quien acababa de entrar de que disponía de diez segundos para marcar el código correcto antes de que las alarmas se dispararan.

«¿Tiene la alarma activada en plena fiesta?».

Sophie se apresuró a introducir el código y desactivó el sistema.

Cruzó el vestíbulo y se adentró en la casa. No había nadie. La primera planta también estaba desierta. Volvió al salón vacío y se quedó un momento en silencio, preguntándose qué pasaba.

Fue entonces cuando las oyó.

Voces amortiguadas. Parecían provenir de más abajo. Sophie no entendía. Se arrodilló, pegó la oreja al suelo y escuchó. Sí, no había duda, el sonido venía de ahí. Aquellas voces parecían cantar… ¿o salmodiar? Estaba asustada. Pero más misteriosa aún que aquel sonido era la constatación de que en aquella casa no había sótano.

«Al menos yo nunca lo he visto».

Se giró e inspeccionó la sala con la vista, y al momento le llamó la atención un único objeto que parecía no estar en su sitio, la antigüedad preferida de su abuelo, un gran tapiz de Aubusson. Normalmente colgaba de la pared de la derecha, a un lado de la chimenea, pero esa noche lo habían corrido dejando al descubierto la pared.

Se acercó a aquella superficie revestida de madera y notó que aquellos cánticos se hacían más audibles. Vacilante, puso la oreja sobre la pared. Ahora las voces le llegaban con mayor claridad. No había duda de que había gente entonando unas palabras que no llegaba a discernir.

«¡Hay un espacio hueco detrás de la pared!».

Tocó los paneles de madera hasta que notó un resquicio para meter el dedo. Era una puerta corredera disimulada. El corazón se le aceleró todavía más. Metió el dedo en la hendidura y tiró. Con muda precisión, aquella pesada pared cedió y se desplazó hacia un lado. En la oscuridad que tenía delante, los ecos de las voces resonaban.

Entró y se encontró en lo alto de una escalera de piedra tosca que descendía en espiral. Llevaba viniendo a esa casa desde niña y aquella era la primera noticia que tenía de esta escalera.

Al descender los peldaños, notó que el aire se hacía más frío y las voces más claras. Ahora distinguía a hombres y a mujeres. Su línea de visión se veía limitada por la espiral de la propia escalera, pero al fin apareció el último peldaño. Más allá, intuía el primer trozo de suelo del sótano: era de piedra y estaba iluminado por la luz temblorosa y rojiza de un fuego.

Conteniendo la respiración, dio unos pasos más y se agachó un poco para mirar. Tardó varios segundos en procesar lo que estaba viendo.

Aquel espacio era una cueva, una cámara que parecía haber sido excavada directamente en la roca de la colina. La única luz era la de unas antorchas que estaban fijadas a las paredes. Al resplandor de las llamas, unas treinta personas estaban de pie, formando un círculo en el centro de la estancia.

«Estoy soñando —se dijo Sophie—. Es un sueño. Qué si no».

Todos los presentes llevaban máscaras. Las mujeres llevaban vestidos blancos de gasa y zapatos dorados. Sus máscaras también eran blancas y en las manos sostenían unos globos terráqueos dorados.

Los hombres iban vestidos con túnicas negras, del mismo color que sus máscaras. Parecían las piezas de un tablero gigante de ajedrez. En círculo, todos se mecían hacia delante y hacia atrás y entonaban un cántico de adoración a algo que había en el suelo, frente a ellos… algo que Sophie no veía desde donde se encontraba.

El cántico volvió a coger ritmo y se hacía cada vez más rápido, más rápido. Los participantes dieron un paso al frente y se arrodillaron. En aquel instante, Sophie vio al fin qué era lo que había en el centro. Aunque, horrorizada, se fue de allí corriendo, supo que aquella imagen quedaría para siempre grabada en su memoria. Invadida por una sensación de náusea, Sophie fue subiendo a trompicones aquella escalera de caracol, apoyándose en las paredes. Cerró la puerta corredera, atravesó la casa desierta y regresó a París aturdida y llorosa.

Aquella misma noche, sintiendo su vida sacudida por la desilusión y la traición, volvió a hacer el equipaje y se fue de casa. En el comedor, sobre la mesa, dejó una nota:

LO HE VISTO TODO. NO INTENTES PONERTE EN CONTACTO CONMIGO.

Y al lado de la nota puso la llave del cháteau que había cogido del cobertizo.

—¡Sophie! —dijo Langdon con tono conminatorio—. ¡Para!

¡Para!

Emergiendo de las profundidades de la memoria, Sophie pisó el freno y se detuvo en seco.

—¿Qué? ¿Qué pasa?

Langdon le señaló la calle que se extendía ante ellos.

A Sophie se le heló la sangre. A unos cien metros, el cruce estaba cortado por un par de coches patrulla de la Policía judicial, aparcados de lado con intención inequívoca. «¡Han cortado la Avenida Gabriel!». Langdon sonrió, irónico.

—Supongo que la embajada queda descartada esta noche.

En el extremo contrario, los dos agentes que custodiaban los coches estaban mirando en su dirección, atraídos por las luces que se habían detenido tan bruscamente en medio de la calle.

«Está bien, Sophie, ahora vas a girar muy despacio».

Puso marcha atrás y en tres maniobras precisas cambió de sentido. Al arrancar de nuevo, oyó el chirriar de unos neumáticos contra el asfalto y las sirenas que empezaron a ulular.

Maldiciendo, Sophie pisó a fondo el acelerador.