El guardia de seguridad Claude Grouard sentía que la rabia lo invadía mientras custodiaba a aquel hombre postrado a sus pies, delante de la Mona Lisa. «¡Ese cabrón había matado a Jacques Sauniére!». Y Sauniére había sido como un padre para él y para todo el equipo de seguridad.
Nada le hubiera apetecido más que apretar el gatillo y hundirle una bala en la espalda a Robert Langdon. Grouard era de los pocos miembros de la plantilla que estaban autorizados a llevar armas. Sin embargo, se recordó a sí mismo que al matarlo sólo le haría un favor y le ahorraría el calvario que Bezu Fache estaba a punto de comunicarle y que le aguardaba en el sistema penitenciario francés.
Grouard se sacó el walkie-talkie del cinturón e intentó pedir refuerzos, pero sólo oyó el chisporroteo del vacío. Los dispositivos adicionales de seguridad que había en aquella sala siempre interferían en las comunicaciones de los guardias. «Voy a tener que acercarme hasta la puerta». Sin dejar de apuntar a Langdon con el arma, Grouard empezó a caminar hacia atrás lentamente, acercándose a la entrada. Cuando ya había dado tres pasos, vio algo que le hizo detenerse en seco.
«¿Pero qué diablos es esto?».
Más o menos en el centro de la sala se había materializado un espejismo. Una silueta. ¿Es que había alguien más allí? Una mujer se movía en la oscuridad, avanzando a grandes zancadas hacia el otro extremo de la pared izquierda. Frente a ella, un haz de luz violeta recorría el suelo una y otra vez, como si estuviera buscando algo con una linterna especial.
—Qui est lá? —preguntó Grouard constatando que la adrenalina se le estaba disparando por segunda vez en los últimos treinta segundos.
—PTS —respondió la mujer sin inmutarse y sin dejar de revisar el suelo con la linterna.
«Policía Técnica y Científica». Grouard estaba empezando a sudar. «¡Creía que todos los agentes se habían ido!». Ahora sí se dio cuenta de que la luz de la linterna era de rayos ultravioleta, instrumento habitual de los miembros de la Policía Científica, pero seguía sin entender porqué aquella agente estaba buscando pruebas en aquella sala.
—Votre nom! —gritó Grouard, a quien su instinto le decía que allí había algo que no encajaba—. Répondez!
—Cest moi —dijo la voz en un francés reposado—. Sophie Neveu.
En algún pliegue recóndito de su cerebro, el nombre le decía algo. «Sophie Neveu?». Aquel era el nombre de la nieta de Sauniére, ¿no? De pequeña venía muchas veces al museo, pero de eso hacía ya muchos años. «¡No puede ser ella!». Y aunque lo fuera, no era motivo suficiente para confiarse, porque le habían llegado rumores de la dolorosa ruptura entre el conservador y su nieta.
—Usted sabe quien soy, me conoce —dijo la mujer—. Y le aseguro que Robert Langdon no ha matado a mi abuelo. Créame.
Pero Grouard no iba a creerse aquello así, sin más. «¡Necesito refuerzos!». Volvió a probar su walkie-talkie, sin éxito. La puerta aún estaba a unos veinte metros de él, y empezó a retroceder despacio, sin dejar de apuntar al hombre que seguía en el suelo. Mientras lo hacía, vio que la mujer apuntaba con la linterna un gran cuadro que había justo enfrente de la Mona Lisa, en el otro extremo de la sala.
Grouard ahogó un grito al darse cuenta de qué cuadro se trataba.
«¿Pero se puede saber qué está haciendo?».
Al otro lado de la sala, Sophie Neveu notó que el sudor le resbalaba por la frente. Langdon seguía en el suelo con los brazos en cruz y las piernas separadas. «Aguanta un poco, Robert. Ya casi estoy». Segura de que aquel guardia nunca llegaría a disparar contra ninguno de los dos, Sophie volvió a concentrarse en el asunto que los había llevado hasta ahí, peinando toda la sala y prestando especial atención a una obra en concreto, otro cuadro de Leonardo da Vinci. Pero la luz ultravioleta no reveló nada extraordinario. Ni en el suelo, ni en las paredes, ni sobre el lienzo mismo.
«¡Aquí tiene que haber algo!».
Sophie estaba segura de haber interpretado correctamente las intenciones de su abuelo.
«¿Qué otra cosa si no podría haber querido indicarme?».
La obra que estaba examinando era un lienzo de poco más de metro y medio de altura. La extraña escena que Leonardo había pintado incluía una Virgen María en una postura muy forzada, sentada sobre un peligroso risco con el Niño Jesús, San Juan Bautista y el ángel Uriel. Cuando era pequeña, no había visita a la Mona Lisa que terminara sin que su abuelo le llevara hasta el otro lado de la sala para admirar aquel segundo cuadro.
«¡Abuelo! ¡Estoy aquí! ¡Pero no lo veo!».
Detrás de ella, oía que el guardia intentaba pedir ayuda por radio. «¡Piensa!».
Visualizó el mensaje garabateado en el cristal protector de la Mona Lisa. «No verdad lacra iglesias». La pintura que tenía delante carecía de la protección de un vidrio sobre el que escribir ningún mensaje, y Sophie sabía que su abuelo nunca habría profanado aquella obra maestra escribiendo algo directamente encima. Se detuvo un instante. «Al menos no en el anverso». Miró instintivamente hacia arriba, hacia los cables que colgaban del techo y sostenían el cuadro.
«¿Era posible?». Sostuvo el lado izquierdo del marco y tiró hacia ella. Aquella pintura era grande y el lienzo se combó un poco cuando la separó de la pared. Sophie metió la cabeza y los hombros detrás y enfocó con la linterna para inspeccionar el reverso.
No tardó mucho en darse cuenta de que su instinto había fallado en aquella ocasión. Allí no había nada. Ni una sola letra violácea brillando a la luz. Sólo el reverso manchado de marrón por el paso del tiempo y…
«Un momento».
Los ojos de Sophie se fijaron en el destello inesperado de un trozo de metal alojado cerca del ángulo inferior de la estructura del marco. Era un objeto pequeño, parcialmente encajado en el punto en que el lienzo se unía al marco. De ahí colgaba una cadena de oro brillante.
Ante el total asombro de Sophie, la cadena estaba unida a una llave dorada que le resultaba conocida. La base, ancha y trabajada, tenía forma de cruz y llevaba grabada el sello que no había visto desde que tenía nueve años: la flor de lis con las iniciales P. S. En aquel momento, Sophie sintió el fantasma de su abuelo que le susurraba al oído. «Cuando llegue el momento, la llave será tuya». Sintió que se le hacía un nudo en la garganta al darse cuenta de que su abuelo, aun en el momento de su muerte, había cumplido su promesa. «Esta llave abre una caja —le decía su voz— donde guardo muchos secretos».
Sophie se daba cuenta ahora de que el objetivo final de todos aquellos juegos de palabras había sido la llave. Su abuelo la llevaba consigo cuando lo mataron. Como no quería que cayera en manos de la policía, la había escondido detrás de aquel cuadro. Y entonces había ideado una ingeniosa busca del tesoro para asegurarse de que sólo Sophie la encontrara.
—Au secours! —gritó el guardia.
Sophie arrancó la llave de su escondite y se la metió en el bolsillo junto con la linterna de rayos ultravioletas. Asomando la cabeza por debajo del cuadro, vio que el guardia seguía intentando desesperadamente comunicarse con alguien a través del walkie-talkie y retrocediendo hacia la puerta, con el arma aún apuntando a Langdon.
—Au secours! —gritó de nuevo a la radio.
Pero ésta sólo le devolvía ruido.
—«No transmite», constató Sophie, recordando que los turistas con teléfonos móviles se desesperaban cuando intentaban llamar a sus casas para pavonearse de que estaban frente a la Mona Lisa. El cableado de seguridad especial que recorría las paredes hacía materialmente imposible establecer comunicación desde dentro; había que salir al pasillo. Ahora el guardia ya estaba cerca de la puerta, y Sophie sabía que tenía que hacer algo deprisa.
Mirando la pintura tras la que se ocultaba parcialmente, se dio cuenta de que Leonardo da Vinci estaba a punto de acudir en su ayuda por segunda vez aquella noche.
«Unos metros más», Grouard se decía a sí mismo con el arma bien levantada.
—Arretez! Ou je la détruis! —La voz de la mujer reverberó en la sala.
Grouard la miró y se detuvo en seco.
—¡Dios mío, no!
A través de la penumbra rojiza, vio que la mujer había arrancado el cuadro de los cables que lo sujetaban y lo había apoyado en el suelo, delante de ella. Su metro y medio de altura casi le ocultaba el cuerpo por completo. La primera reacción de Grouard fue de sorpresa al constatar que los sensores del cuadro no habían activado las alarmas, pero al momento cayó en la cuenta de que aún no habían reprogramado el sistema de seguridad aquella noche. «¿Pero qué está haciendo?».
Cuando lo vio, se le heló la sangre.
El lienzo se arqueó por el centro, y las imágenes de la Virgen María, el Niño Jesús y San Juan Bautista empezaron a distorsionarse.
—¡No! —gritó Grouard, horrorizado al ver que aquel Leonardo de incalculable valor se torcía. La mujer seguía empujando la rodilla en el centro del cuadro.
—¡No!
Grouard se volvió y le apuntó con la pistola, pero al momento se dio cuenta de que su amenaza era inútil.
—Aunque la pintura era sólo un trozo de tela, los seis millones de dólares en que estaba tasada la convertían en un impenetrable chaleco antibalas.
«¡No puedo disparar contra un Leonardo!».
—Deje el arma y la radio en el suelo —dijo la mujer con voz pausada—, o romperé el cuadro con la rodilla. Ya sabe qué pensaría mi abuelo de una cosa así.
Grouard se sentía confuso y aturdido.
—¡Por favor, no, es La Virgen de las rocas! Dejó la pistola y la radio y levantó las manos por encima de la cabeza.
—Gracias —dijo la mujer—. Ahora haga exactamente lo que le diga y todo irá bien.
Momentos después, mientras bajaba corriendo la escalera de emergencia en dirección a la planta baja, a Langdon el corazón aún le latía con fuerza. Ninguno de los dos había dicho una palabra desde que habían dejado al tembloroso guardia del Louvre tendido en la Salle des États. Ahora era él quien sostenía con fuerza su pistola, y no veía el momento de librarse de ella. Se sentía muy incómodo con aquella pesada arma entre las manos.
Bajaba los peldaños de dos en dos y se preguntaba si Sophie era consciente de cuánto valía el cuadro que había estado a punto de destrozar. Pero en todo caso el lienzo que había escogido encajaba a la perfección con la aventura de aquella noche. Igual que sucedía con la Mona Lisa, aquel Leonardo era famoso entre los historiadores del arte por la cantidad de simbología pagana que ocultaba.
—Has escogido un rehén muy valioso —le dijo sin dejar de correr.
—La Virgen de las rocas —le respondió ella—. Aunque no he sido yo quien lo ha escogido, sino mi abuelo. Me ha dejado una cosita en la parte de atrás.
Langdon la miró desconcertado.
—¿Qué? Pero ¿cómo has sabido que tenías que buscar en ese cuadro? ¿Por qué La Virgen de las rocas?
—«No verdad lacra iglesias». —Sonrió, triunfante—. Es otro anagrama. Mi abuelo me lo estaba diciendo claramente: «Ve a La Virgen de las rocas». Los dos primeros se me han escapado, Robert. No se me iba a escapar también el tercero.