Dentro de la iglesia de Saint-Sulpice, Silas llevaba el pesado candelabro de hierro desde el altar hasta el obelisco. La base haría las veces de ariete. Pero al contemplar la losa de mármol gris que cubría el aparente hueco que había debajo, comprendió que no era posible romperla sin hacer ruido.
El hierro golpeando el mármol resonaría en las bóvedas.
¿Le oiría la monja? Ya debería estar dormida. Sin embargo, Silas no quería correr riesgos. Miró a su alrededor para ver si encontraba algo de tela con que envolver el candelabro, pero sólo vio el mantel de lino del altar, que se negó a usar. «Mi hábito», pensó. Como sabía que estaba solo en aquel enorme templo, se lo abrió y se lo quitó. Al hacerlo, la tela le rozó las heridas recientes de la espalda.
Sin más indumentaria que el cilicio, Silas envolvió la base del candelabro con la sotana. Entonces, apuntando al centro del suelo, lo golpeó. Se oyó un ruido sordo. La losa no se rompió. Le dio otra vez y se oyó otro golpe amortiguado, aunque acompañado esta vez de un chasquido. A la tercera, el suelo cedió y los fragmentos de mármol se hundieron.
«¡Un compartimento!».
Tras sacar a toda prisa los trozos de baldosa, Silas miró aquel espacio vacío. Al arrodillarse sobre él, el corazón le latía con fuerza. Alargó el brazo desnudo y metió la mano.
Al principio, no notó nada. El fondo del compartimento era de piedra lisa y pulida. Pero al hundir más la mano, alargando el brazo.
Por debajo de la Línea Rosa, ¡topó con algo! Una gruesa tablilla de piedra. Pasando los dedos por los bordes, la agarró y la sacó con cuidado. Mientras se ponía de pie, contemplándola, se dio cuenta de que aquella piedra irregular tenía unas palabras grabadas. Por un instante se sintió como un Moisés moderno.
Se sorprendió al leerlas. Esperaba que la clave fuera un mapa, o una compleja serie de indicaciones, incluso codificadas. Pero su inscripción era mucho más sencilla:
Job 38:11.
«¿Un versículo de la Biblia?». Silas estaba atónito ante aquella diabólica muestra de simplicidad. ¿Así que el lugar secreto que estaban buscando se revelaba en un versículo de la Biblia? La hermandad no tenía límites cuando se trataba de burlarse de los rectos.
«Job. Capítulo treinta y ocho, versículo once».
Aunque Silas no recordaba de memoria el contenido de aquel pasaje, sabía que el Libro de Job contaba la historia de un hombre cuya fe en Dios soportaba todo tipo de pruebas. «Muy adecuado —pensó—, apenas capaz de contener su emoción».
Volvió un poco la cabeza, recorrió con la mirada el resplandor de la Línea Rosa y no pudo evitar una sonrisa. Ahí, en lo alto del altar mayor, abierta sobre un atril dorado, reposaba una enorme Biblia encuadernada en piel.
De pie en el balcón, sor Sandrine estaba temblando. Hacía sólo un momento había estado a punto de salir corriendo a cumplir las órdenes, pero aquel hombre de abajo se había quitado de pronto la sotana, y al verle la piel, blanca como el alabastro, había quedado sumida en un horrible desconcierto. Tenía la espalda ancha y pálida atravesada por las marcas sangrientas de los latigazos. Aun desde ahí arriba se notaba que las heridas eran recientes.
«¡A ese hombre lo han azotado sin piedad!».
También vio el cilicio manchado de sangre que le rodeaba el muslo, con la herida en carne viva. «¿Qué Dios querría un cuerpo así castigado?». Sor Sandrine sabía que nunca llegaría a comprender los ritos del Opus Dei. Pero aquello no le preocupaba lo más mínimo en ese momento. «El Opus está buscando la clave». Sor Sandrine no podía imaginar cómo habían llegado a saber de su existencia, aunque lo que sí sabia era que no podía perder ni un segundo más.
El sacerdote se iba poniendo la sotana mientras se acercaba al altar mayor, en dirección a la Biblia, y sostenía con fuerza su premio.
Conteniendo la respiración, en absoluto silencio, sor Sandrine salió de su escondite y bajó a toda prisa hasta sus aposentos. A gatas, buscó algo detrás de la cama y sacó un sobre lacrado que había escondido allí hacía años.
Lo abrió y encontró cuatro números de teléfono correspondientes a París.
Temblando, empezó a marcarlos.
Abajo, Silas había dejado la tablilla sobre el altar y había empezado a pasar las páginas de la Biblia con sus dedos largos, blancos y sudorosos. Retrocedió hasta el Antiguo Testamento y encontró el Libro de Job y el capítulo treinta y ocho. Pasó el dedo por la columna de texto, impaciente por encontrar las palabras que estaba a punto de leer.
«¡Ellas indicarán el camino!».
Encontró el versículo once y lo leyó. Sólo tenía seis palabras. Confundido, volvió a leerlas, con la sensación de que había habido un tremendo error. El versículo rezaba simplemente así:
LLEGARAS HASTA AQUÍ, NO MÁS ALLÁ