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En la Salle des États, Langdon miraba atónito las cuatro palabras que brillaban sobre el plexiglás. El texto parecía suspendido en el aire, y proyectaba una sombra desigual sobre la misteriosa sonrisa de la Mona Lisa.

—El Priorato —murmuró Langdon—. ¡Esto demuestra que tu abuelo era uno de sus miembros!

Sophie lo miró, desconcertada.

—¿Tú entiendes esto?

—No hay duda —respondió Langdon, asintiendo sin dejar de pensar—. Es la proclamación de uno de los principios fundamentales del Priorato.

Sophie parecía perdida, iluminada por el resplandor que emitía aquel mensaje escrito sobre el rostro de la Mona Lisa.

NO VERDAD LACRA IGLESIAS

—Sophie —prosiguió Langdon—, la tradición del Priorato de perpetuar el culto a la diosa se basa en la creencia de que, en los primeros tiempos del cristianismo, es decir, durante los albores de la Iglesia, sus representantes más poderosos «engañaron» al mundo, no le dijeron la verdad, y propagaron mentiras que devaluaron lo femenino y decantaron la balanza a favor de lo masculino.

Sophie seguía en silencio, observando aquellas palabras.

—El Priorato cree que Constantino y sus seguidores masculinos lograron con éxito que el mundo pasara del paganismo matriarcal al cristianismo patriarcal lanzando una campaña de propaganda que demonizaba lo sagrado femenino y erradicaba definitivamente a la diosa de la religión moderna.

La expresión de Sophie seguía siendo de duda.

—Mi abuelo me ha hecho venir hasta aquí para que encontrara esto. Debía estar intentando decirme algo más que eso.

Langdon entendía lo que Sophie quería decir. «Cree que se trata de otro código». Si en aquellas palabras había o no otro mensaje oculto, él no era capaz de verlo de momento. Su mente aún estaba atrapada en la absoluta claridad de la frase de Sauniére.

«No verdad lacra iglesias», pensó. La lacra del cristianismo siempre había sido la mentira.

Nadie podía negar el enorme bien que la Iglesia moderna hacía en el atormentado mundo actual, pero no se podía obviar su historia de falsedades y violencia. Su brutal cruzada para «reeducar» a los paganos y a los practicantes del culto a lo femenino se extendió a lo largo de tres siglos, y empleó métodos tan eficaces como horribles.

La Inquisición publicó el libro que algunos consideran como la publicación más manchada de sangre de todos los tiempos: el Malleus Malleficarum —El martillo de las brujas—, mediante el que se adoctrinaba al mundo de «los peligros de las mujeres librepensadoras» e instruía al clero sobre cómo localizarlas, torturarlas y destruirlas. Entre las mujeres a las que la Iglesia consideraba «brujas» estaban las que tenían estudios, las sacerdotisas, las gitanas, las místicas, las amantes de la naturaleza, las que recogían hierbas medicinales, y «cualquier mujer sospechosamente interesada por el mundo natural». A las comadronas también las mataban por su práctica herética de aplicar conocimientos médicos para aliviar los dolores del parto —un sufrimiento que, para la Iglesia, era el justo castigo divino por haber comido Eva del fruto del Árbol de la Ciencia, originando así el pecado original. Durante trescientos años de caza de brujas, la Iglesia quemó en la hoguera nada menos que a cinco millones de mujeres.

La propaganda y el derramamiento de sangre habían surtido efecto.

El mundo de hoy era la prueba viva de ello.

Las mujeres, en otros tiempos consideradas la mitad esencial de la iluminación espiritual, estaban ausentes de los templos del mundo. No había rabinas judías, sacerdotisas católicas ni clérigas islámicas. El otrora sagrado acto del Hieros Gamos —la unión sexual natural entre hombre y mujer a través de la cual ambos se completaban espiritualmente— se había reinterpretado como acto vergonzante. Los hombres santos que en algún momento habían precisado de la unión sexual con sus equivalentes femeninos para alcanzar la comunión con Dios veían ahora sus impulsos sexuales naturales como obra del diablo, que colaboraba con su cómplice preferida… la mujer.

Ni siquiera la asociación femenina con el lado izquierdo iba a escapar dé las difamaciones de la Iglesia. En varios países, la palabra izquierda, o siniestra, pasó a tener connotaciones muy negativas, mientras que la derecha pasó a simbolizar corrección, destreza y legalidad. Incluso en nuestros días, a las ideas radicales se las consideraba «de izquierdas», el pensamiento irracional estaba regido por el «hemisferio izquierdo» y de cualquier cosa mala se decía que era «siniestra».

Los días de la diosa habían terminado. El péndulo había oscilado. La Madre Tierra se había convertido en un mundo de hombres, y los dioses de la destrucción y de la guerra se estaban cobrando los servicios. El ego masculino llevaba dos milenios campando a sus anchas sin ningún contrapeso femenino. El Priorato de Sión creía que era esta erradicación de la divinidad femenina en la vida moderna la que había causado lo que los indios hopi americanos llamaban koyinisquatsi —«vida desequilibrada»—, una situación inestable marcada por guerras alimentadas por la testosterona, por una plétora de sociedades misóginas y por una creciente pérdida de respeto por la Madre Tierra.

—¡Roben! —susurró Sophie sacándolo de su ensimismamiento—. ¡Viene alguien!

Oyó los pasos que se acercaban por el pasillo.

—¡Por aquí!

Sophie apagó la linterna y pareció esfumarse delante de sus propias narices.

Durante un momento quedó totalmente a ciegas «¡Por aquí!». A medida que sus pupilas se iban adaptando a la oscuridad, vio la silueta de Sophie que corría en dirección al centro de la sala y desaparecía detrás del diván octogonal. Estaba a punto de seguirla cuando una voz atronadora lo detuvo en seco.

Arrétez! —le ordenó un hombre desde la puerta.

El guardia de seguridad del Louvre iba internándose en la Salle des États y con la pistola apuntaba directamente al pecho de Langdon, que levantó las manos instintivamente.

Couchez-vous! —gritó el guardia—. ¡Al suelo!

En una fracción de segundo, Langdon ya estaba tendido boca abajo en el suelo. El guardia se acercó y le separó las piernas de una patada.

Mauvaise idée, Monsieur Langdon —dijo apretándole la pistola contra la espalda—. Mauvaise idée.

Ahí, boca abajo en el suelo, con las piernas y los brazos en cruz, Langdon no le veía la gracia a lo irónico de su posición. «El hombre de Vitrubio —pensó—. Boca abajo».