A pesar de su inmensa fama, el cuadro de la Mona Lisa tenía apenas ochenta centímetros, y era más pequeño que los carteles con su reproducción que vendían en la tienda del museo. Estaba colgado en la pared noroeste de la Salle des États, tras un panel protector de plexiglás de unos cinco centímetros de grosor. Pintado en una tabla de madera de álamo, su aire etéreo y neblinoso se atribuía al dominio que Leonardo da Vinci poseía de la técnica del sfumato, que consigue que las formas parezcan fundirse las unas con las otras.
Desde que había llegado al Louvre, la Mona Lisa —o La Gioconda, como también se la conocía— había sido robada en dos ocasiones, la última en 1911, cuando desapareció de la «salle impénétrable» del Louvre, el Salon Carré. Los parisinos lloraron desconsoladamente en las calles y escribieron cartas a los periódicos pidiendo a los ladrones que devolvieran la obra. Dos años después, descubrieron la Mona Lisa en el doble fondo de un baúl, en un hotel de Florencia.
Langdon, que ya le había dejado claro a Sophie que no tenía ninguna intención de irse, atravesó con ella la sala. Cuando aún estaban a unos veinte metros de la Mona Lisa, ella encendió la linterna y un haz azulado llegó hasta el suelo.
A su lado, Langdon ya empezaba a notar ese cosquilleo de impaciencia que siempre le invadía momentos antes de ponerse frente a las grandes obras de arte. Se esforzaba por ver más allá de la mancha de luz azulada que emanaba de aquella linterna de rayos ultravioleta.
A la izquierda apareció el diván octogonal, como una isla oscura en el desierto mar del parqué.
Ahora ya empezaba a distinguir el panel de cristal oscuro en la pared. Sabía que detrás de él, en los confines de su propia celda exclusiva, estaba el cuadro más famoso del mundo.
Y sabía también que aquel mérito, el de ser la obra de arte más famosa del mundo, no le venía de su enigmática sonrisa, ni de las misteriosas interpretaciones atribuidas a muchos historiadores del arte y a defensores de las teorías conspiratorias. No, las cosas eran mucho más sencillas; la Mona Lisa era famosa porque Leonardo aseguraba que era su obra más lograda. Siempre que salía de viaje se la llevaba consigo y, si le preguntaban por qué lo hacía, respondía que le resultaba difícil alejarse de su expresión más sublime de la belleza femenina.
Con todo, muchos historiadores del arte sospechaban que la devoción que Leonardo profesaba por su Mona Lisa no tenía nada que ver con lo artístico. En realidad, aquel cuadro era un retrato bastante corriente realizado con la técnica del sfumato. Eran muchos los que aseguraban que su pasión nacía de algo mucho más profundo: un mensaje oculto entre las capas de pintura. En realidad, la Mona Lisa era una de las bromas mejor documentadas del mundo. Muchos libros de historia del arte demostraban que el cuadro era un collage de dobles sentidos y alusiones jocosas y sin embargo, por increíble que pareciera, la mayoría de la gente seguía considerando aquella sonrisa como un gran misterio.
«Ningún misterio —pensó Langdon, adelantándose un poco y viendo ya el marco del cuadro—. Ningún misterio».
Hacía muy poco, había compartido el secreto de la Mona Lisa con un grupo de personas bastante atípico: una docena de internos de la cárcel del condado de Essex. El seminario que daba Langdon en aquella institución penitenciaria formaba parte de un programa de la Universidad de Harvard que tenía por objeto incorporar la educación al sistema de prisiones. Cultura para Convictos, como a los compañeros de Langdon les gustaba llamarlo.
De pie junto al proyector de diapositivas, en la penumbra de la biblioteca de la cárcel, Langdon había compartido el secreto de la Mona Lisa con los presos que asistían a clase, hombres que, sorprendentemente, mostraban un gran interés, y que a pesar de su dureza eran inteligentes.
—Tal vez os hayáis dado cuenta —les dijo Langdon acercándose a la imagen de la Mona Lisa proyectada en la pared—, de que el fondo que rodea la cara no es uniforme. —Señaló la zona en cuestión—. Leonardo pintó el horizonte de la parte izquierda bastante más bajo que el de la derecha.
—¿La cagó sin querer? —preguntó uno de los internos. Langdon soltó una carcajada.
—No, no era su costumbre. En realidad, es uno de sus trucos. Al pintar más bajo el horizonte del lado izquierdo, Leonardo consiguió que la Mona Lisa pareciera mucho más grande de ese lado que del otro. Una pequeña broma de consumo interno. Históricamente, a los conceptos de lo masculino y lo femenino se les ha atribuido lados; la izquierda es lo femenino y la derecha, lo masculino. Como Leonardo era un gran defensor de los principios femeninos, quiso que la retratada fuera más majestuosa vista desde la izquierda que desde la derecha.
—He oído que era maricón —dijo un hombre bajito con perilla. Langdon torció el gesto.
—Los historiadores no suelen decirlo así, pero sí, Leonardo da Vinci era homosexual.
—¿Y por eso le iba tanto todo el rollo ese de lo femenino?
—En realidad Leonardo estaba en sintonía con el equilibrio entre lo masculino y lo femenino. Creía que el alma humana no puede iluminarse a menos que incorpore los dos elementos: el masculino y el femenino.
—Como una tía con polla, ¿no?
Las carcajadas fueron generales. Langdon se planteó si debía hacer un inciso etimológico sobre el término «hermafrodita», y su origen en los dioses griegos Hermes y Afrodita, pero algo le dijo que en aquel contexto no tendría mucho sentido.
—Eh, señor Langford —dijo un hombre musculoso—. ¿Es verdad que la Mona Lisa es un retrato de Leonardo da Vinci disfrazado de mujer? A mí me lo han dicho.
—Es bastante posible. Leonardo era un bromista. Se han hecho análisis mediante ordenador tanto del cuadro como de algunos de sus autorretratos y se han encontrado similitudes sorprendentes. No sé qué se traía entre manos el autor, pero su Mona Lisa no es ni un hombre ni una mujer. Incorpora un mensaje sutil de lo andrógino. Es la fusión de los dos.
—¿Seguro que eso no es la típica palabrería de Harvard para decir que la Mona Lisa esa era una tía feísima?
Ahora fue Langdon el que se echó a reír.
—Es posible. Pero en realidad Leonardo nos dio una pista clara que nos dice que esa ambigüedad no es causal. ¿Alguien ha oído hablar de un dios egipcio llamado Amón?
—Sí, claro —respondió un preso corpulento—. El dios de la fertilidad masculina.
Langdon se quedó mudo de sorpresa.
—Lo pone en todas las cajas de condones Amón.
El musculoso sonrió.
—Tienen el dibujo de un hombre con cabeza de carnero y debajo pone que es el dios egipcio de la fertilidad.
A Langdon aquella marca no le sonaba, pero se alegraba de que los fabricantes de condones lo explicaran todo tan bien.
—Pues sí, es cierto, Amón se representa como un hombre con cabeza y cuernos de camero, y por su promiscuidad es lo que hoy en día llamaríamos un «cachondo». ¿Y sabe alguien quién es su equivalente femenina? ¿La diosa egipcia de la fertilidad?
La pregunta fue seguida de varios segundos de silencio.
—Era Isis —les dijo Langdon, cogiendo una tiza—. Así que tenemos al dios masculino, Amón. —Escribió el nombre en mayúsculas en la pizarra—. Y a la diosa femenina, Isis, cuyo antiguo pictograma fue durante una época LISA.
Langdon terminó de escribir y se alejó del proyector.
AMON L'ISA
—¿Os suena de algo?
—Mona Lisa… me cago en… —murmuró un interno.
Langdon asintió.
—Señores, no es sólo que la cara de la Mona Lisa tenga un aspecto andrógino, es que su nombre es un anagrama de la divina unión de lo masculino y lo femenino. Y ese, amigos míos, es el secretillo de Leonardo, y lo que explica la enigmática sonrisa de la mujer del cuadro.
—Mi abuelo ha estado aquí —dijo Sophie, poniéndose al momento de rodillas, a menos de tres metros del cuadro. Enfocó con la linterna un punto del suelo de parqué.
Al principio Langdon no vio nada, pero al arrodillarse a su lado se fijó en una gotita seca que se veía fosforescente a la luz. «¿Tinta?». De pronto recordó para qué usaba la policía aquellas linternas especiales. «Sangre». Se puso alerta. Sophie tenía razón. Jacques Sauniére había ido a ver la Mona Lisa antes de morir.
—No habría venido hasta aquí si no hubiera tenido algún motivo —susurró Sophie poniéndose de pie—. Sé que me ha dejado un mensaje por aquí.
Cubriendo la escasa distancia que la separaba del cuadro, iluminó la franja de suelo que quedaba justo delante de la obra, pasando la luz varias veces por aquella zona.
—¡Aquí no hay nada!
En aquel momento, Langdon vio un débil resplandor púrpura en el cristal protector que la Mona Lisa tenía delante. Cogió la mano de Sophie y se la levantó para que iluminara bien el cuadro.
Los dos se quedaron estupefactos.
Sobre el cristal brillaban cuatro palabras violáceas, escritas directamente sobre el rostro de la Mona Lisa.