23

Sophie llegó casi sin aliento ante los portones de madera de la Salle des États, el espacio que albergaba la Mona Lisa. Antes de entrar, se obligó a fijarse en el pasillo, a unos veinte metros más allá, donde el cuerpo sin vida de su abuelo aún estaba iluminado por la luz de un foco.

El remordimiento que la invadió fue intenso y repentino, una tristeza profunda combinada con un sentimiento de culpabilidad. Había intentado ponerse en contacto con ella tantas veces, en los últimos diez años, y Sophie siempre se había mostrado inflexible, dejando sus cartas y sus paquetes sin abrir en un cajón e ignorando sus deseos de reunirse con ella. «¡Me mintió! ¡Tenía espantosos secretos! ¿Qué iba a hacer yo?». Así, lo había mantenido al margen de su vida. Totalmente.

Ahora su abuelo estaba muerto, y le hablaba desde la tumba.

«La Mona Lisa».

Se acercó a las enormes puertas, que se abrieron como una boca. Sophie se quedó un instante quieta en el umbral, escrutando aquella gran sala rectangular, que también estaba bañada de luz rojiza. La Salle des États era una de las pocas estancias que acababan en un cul-de-sac, y la única que se abría en medio de la Gran Galería. Aquellas puertas, sus únicas vías de acceso, estaban frente a un Botticelli de casi cinco metros que recibía al visitante. Debajo, centrado en el suelo, un inmenso diván octogonal dispuesto para la contemplación sosegada de las obras de arte y para el descanso de las piernas de miles de visitantes que venían a admirar la pieza más valiosa del Louvre.

Sin embargo, ya antes de entrar, Sophie se dio cuenta de que le faltaba algo; una linterna de rayos ultravioletas. Volvió a mirar al final del pasillo a su abuelo que, en la distancia, seguía rodeado de dispositivos electrónicos. Si hubiera escrito algo en aquella sala, era casi seguro que lo habría hecho con tinta invisible.

Aspiró hondo y se dirigió a toda prisa hasta la bien iluminada escena del crimen. Incapaz de mirar a su abuelo, se concentró exclusivamente en los instrumentos de la Policía Científica. Encontró una pequeña linterna de rayos ultravioletas, se la metió en el bolsillo del suéter y salió corriendo en dirección a la Salle des États.

Cuando estaba a punto de entrar, oyó el ruido de unos pasos amortiguados que provenían del interior de la sala. «¡Hay alguien ahí!». Una silueta emergió de repente de entre las sombras y Sophie retrocedió asustada.

—¡Por fin! —El susurro impaciente de Langdon cortó el aire y su figura intuida se plantó frente a ella.

El alivio de Sophie fue sólo momentáneo.

—Robert… te he dicho que salieras de aquí. Si Fache…

—¿Dónde estabas?

—He ido a buscar una linterna de ultravioletas —murmuró, enseñándosela—. Si mi abuelo me ha dejado algún mensaje…

—Sophie, escúchame. —Langdon contuvo la respiración y le clavó los ojos azules—. Las letras P. S., ¿significan algo más para ti? ¿Cualquier otra cosa?

Por miedo a que sus voces resonaran en el pasillo, lo arrastró al interior de la Salle des États y cerró con cuidado los dos enormes portones.

—Ya te lo he dicho, las iniciales corresponden a «Princesse Sophie».

—Ya lo sé, pero ¿las has visto en algún otro sitio? ¿Usó tu abuelo alguna vez esas iniciales de algún otro modo? ¿Como monograma, o en su papel de carta, o en algún objeto personal?

Aquella pregunta la desconcertó. «¿Cómo podía saber algo así?». Pues sí, Sophie había visto aquellas dos letras en otra ocasión, en una especie de monograma. Fue el día anterior a su noveno cumpleaños. Estaba recorriendo toda la casa para ver si encontraba algún regalo escondido. Ya entonces no soportaba que le mantuvieran las cosas en secreto. «¿Qué me habrá comprado grand-pére este año? —se preguntaba mientras revisaba en armarlos y en cajones—. ¿Me habrá traído la muñeca que quiero? ¿Dónde la habrá escondido?».

Como no encontró nada en toda la casa, Sophie reunió el valor para meterse en el dormitorio de su abuelo. Tenía prohibido entrar, pero él estaba abajo, durmiendo en el sofá.

«Miraré rapidito y me iré».

De puntillas sobre el suelo de tarima que crujía a la mínima, llegó hasta el armario. Buscó en los estantes, detrás de la ropa. Nada. Luego miró debajo de la cama, y tampoco encontró lo que buscaba. Se fue hasta el escritorio y empezó a abrir los cajones y a revisar su contenido uno por uno. «Tiene que haber algo para mí». Llegó al último sin encontrar ni rastro de la muñeca. Desanimada, lo abrió y retiró una ropa negra que no le había visto ponerse nunca. Ya estaba a punto de cerrarlo cuando se fijó en algo dorado que había al fondo. Parecía como la cadena de un reloj de bolsillo, pero ella sabía que él lo llevaba de pulsera. Se le aceleraron los latidos del corazón al imaginar qué debía ser.

«¡Un collar!».

Sophie sacó la cadena con cuidado. Para su sorpresa, vio que de la cadena colgaba una llave de oro brillante y maciza. Fascinada, la levantó. No se parecía a ninguna otra. Casi todas las llaves que había visto eran planas y con los dientes muy marcados, pero ésta tenía la base triangular con hendiduras por todas partes. El cuerpo, grande y dorado, tenía forma de cruz, pero no de cruz normal, porque tenía los dos brazos del mismo tamaño, como un signo de suma. Grabado en medio de la cruz había un extraño símbolo, dos letras entrelazadas sobre el dibujo de una flor.

«P. S. —susurró, arrugando la frente mientras leía—. ¿Qué será eso?».

—¿Sophie? —llamó su abuelo desde la puerta.

Asustada, se giró en redondo y la llave se le cayó al suelo con un golpe seco. Miró hacia abajo, demasiado asustada para enfrentarse a la mirada de su abuelo.

—Estaba… estaba buscando mi regalo de cumpleaños —dijo ladeando la cabeza, consciente de haber traicionado su confianza.

Durante lo que le pareció una eternidad, él se quedó en silencio en el umbral, sin moverse. Al final, expulsó muy despacio el aire de un suspiro.

—Recoge la llave.

Ella le obedeció.

Su abuelo entró en el dormitorio.

—Sophie, tienes que aprender a respetar la intimidad de los demás. —Con ternura, se arrodilló a su lado y le quitó la llave—. Esta llave es muy especial. Sí la hubieras perdido…

La voz pausada de su abuelo aún le hacía sentirse peor.

—Lo siento, grand-pére, de verdad. Creía que era un collar para mi cumpleaños.

Él la miró fijamente durante unos segundos.

—Te lo repetiré una vez más, Sophie, porque es importante. Debes aprender a respetar la intimidad de los demás.

—Sí, grand-pére.

—Ya hablaremos de todo esto en otro momento. Ahora, hay que ir a cortar las malas hierbas del jardín.

Sophie se apresuró a hacer sus tareas.

A la mañana siguiente, no recibió ningún regalo de cumpleaños de su abuelo. Después de lo que había hecho, no lo esperaba, pero él ni siquiera la felicitó en todo el día. Triste, cuando se hizo de noche se fue a dormir. Pero cuando se estaba metiendo en la cama, descubrió que sobre la almohada había una tarjeta en la que había dibujado un sencillo acertijo. Aun antes de resolverlo, Sophie ya había vuelto a sonreír. «¡Ya sé qué es!». Su abuelo ya le había hecho lo mismo el día de Navidad.

«¡La busca del tesoro!».

Decidida, se aplicó con el acertijo hasta que lo resolvió. La solución le llevó a otra parte de la casa, donde encontró otra tarjeta con otro acertijo. También lo resolvió y salió corriendo en busca de la siguiente tarjeta. Así siguió, recorriendo como una loca toda la casa, de pista en pista, hasta que por fin encontró la que la llevó de vuelta a su dormitorio. Sophie subió la escalera como una flecha, se metió en su cuarto y se detuvo. En medio había una bicicleta roja y reluciente con un lazo atado al manillar. Sophie dio un gritito de alegría.

—Ya sé que habías pedido una muñeca —le dijo su abuelo, sonriéndole desde un rincón—. Pero me pareció que esto te gustaría mas. Al día siguiente, su abuelo le enseñó a montar, sin apartarse de su lado en el camino que había frente a la casa. En un momento, se metió sin querer en el césped y perdió el equilibrio. Los dos cayeron sobre la hierba, rodando y riendo.

Grand-pére —le dijo, abrazándolo—. Siento mucho lo de la llave.

—Ya lo sé, tesoro. Te perdono. No sé estar enfadado contigo.

Los abuelos y las nietas siempre se perdonan.

Sophie sabía que no debía preguntárselo, pero no pudo evitarlo.

—¿Qué es lo que abre? Nunca he visto una llave como esa. Era muy bonita.

Su abuelo se quedó largo rato en silencio, y ella se dio cuenta de que no sabía cómo responder. Grand-pére nunca miente.

—Abre una caja —dijo al fin— donde guardo muchos secretos.

—¡Odio los secretos! —protestó Sophie.

—Ya lo sé, pero estos son secretos importantes. Y algún día aprenderás a valorarlos tanto como yo.

—Vi unas letras en la llave, y una flor.

—Sí, es mi flor preferida. Se llama flor de lis. En el jardín hay algunas. Son las blancas. También se llaman lirios.

—Ah, sí, ya sé cuáles son. También son mis preferidas.

—Bueno, entonces hacemos un trato. —Arqueó mucho las cejas, como hacía siempre que estaba a punto de retarla—. Si me guardas el secreto de la llave, y no vuelves a hablar nunca más de ella, ni a mí ni a nadie, algún día te la regalaré.

Sophie no se lo podía creer.

—¿En serio?

—Te lo prometo. Cuando llegue el momento, la llave será tuya. Lleva tu nombre grabado.

Sophie protestó.

—No, mi nombre no. Ponía P. S. ¡Y yo no me llamo P. S.!

Su abuelo bajó la voz y miró como para asegurarse de que no les oía nadie.

—Está bien, Sophie, la verdad es que P. S. es un código. Son tus iniciales secretas.

Abrió mucho los ojos.

—¿Tengo iniciales secretas?

—Sí, claro, las nietas siempre tienen unas iniciales secretas que sólo conocen sus abuelos.

—¿P. S.?

Le pasó la mano por la cabeza.

—Princesse Sophie.

—¡Yo no soy una princesa! —Para mí, sí.

A partir de ese día, no volvieron a hablar de la llave. Y ella pasó a ser la Princesa Sophie.

En la Salle des États, Sophie seguía en silencio, resistiendo como podía el agudo zarpazo de la pérdida.

—Las iniciales —susurró Langdon, que la miraba extrañado—. ¿Las ha visto?

Sophie notó que la voz de su abuelo le susurraba desde los pasillos del museo. «No hables nunca de la llave, Sophie, ni conmigo ni con nadie». Sabía que al no perdonarlo le había fallado una vez, y no estaba segura de volver a traicionar la confianza que había depositado en ella: «P. S. Buscar a Robert Langdon». Su abuelo quería que Langdon le ayudara. Asintió.

—Sí, las vi una vez. Cuando era pequeña.

—¿Dónde?

Sophie vaciló.

—En una cosa que era muy importante para él.

Langdon le clavó la mirada.

—Sophie, esto también es muy importante. ¿Podrías decirme si esas iniciales aparecían junto a un símbolo? ¿Una flor de lis?

—Pero… ¿cómo puedes saber una cosa así? —le dijo, asombrada.

Langdon suspiró y bajó aún más la voz.

—Estoy bastante seguro de que tu abuelo era miembro de una sociedad secreta. Una hermandad muy antigua.

Sophie sintió que se le formaba un nudo en el estómago. A ella también le cabían pocas dudas. Durante aquellos diez años, había intentado olvidar el incidente que para ella había supuesto la confirmación de aquel terrible hecho. Había presenciado algo impensable. Imperdonable.

—La flor de lis —prosiguió Langdon—, combinada con las iniciales P S; esa es la divisa oficial de la hermandad. Su escudo de armas. Su emblema.

—¿Cómo sabes tú eso? —Sophie rezaba para que Langdon no le dijera que él también era miembro de aquella sociedad.

—He escrito algo sobre ese grupo —dijo con la voz temblorosa de emoción—. Estoy especializado en la investigación de los símbolos de las sociedades secretas. Se llaman a sí mismos Prieuré de Sion, Priorato de Sión. Tienen su sede aquí en Francia y atraen a influyentes miembros de toda Europa. De hecho, son una de las sociedades secretas en activo más antiguas del mundo.

Sophie nunca había oído hablar de ella.

Ahora Langdon le hablaba atropelladamente.

—Entre los miembros de la sociedad se cuentan algunos de los individuos más cultivados de la historia: hombres como Botticelli, Isaac Newton o Victor Hugo. Ah, y Leonardo da Vinci —añadió con énfasis académico.

Sophie le miró.

—¿Leonardo pertenecía a una sociedad secreta?

—Leonardo da Vinci presidió el Priorato entre 1510 y 1519 en calidad de Gran Maestre de la hermandad, lo que tal vez ayude a explicar la pasión que sentía tu abuelo por su obra. Los dos comparten un vínculo fraternal histórico. Y todo encaja perfectamente, con su fascinación por la iconografía de la diosa, el paganismo, las deidades femeninas y su desprecio por la Iglesia. La creencia en la divinidad femenina está muy bien documentada a lo largo de la historia del Priorato.

—¿Me estás diciendo que este grupo es un culto pagano que venera a la diosa?

—Más que un culto, el culto. Pero lo más importante es que son conocidos por ser los guardianes de un antiguo secreto. Un secreto que les hizo inmensamente poderosos.

A pesar de la total convicción que adivinaba en los ojos de Langdon, la primera reacción de Sophie fue de absoluta incredulidad.

«¿Un secreto culto pagano? ¿Dirigido por Leonardo da Vinci?». Todo aquello le parecía absurdo. Y sin embargo, aún negándose a creerlo, su mente retrocedió diez años, hasta la noche en que había sorprendido por error a su abuelo y había presenciado lo que seguía sin aceptar. «Tal vez aquello explicara…».

—Las identidades de los miembros vivos del Priorato se mantienen en el más estricto secreto —dijo Langdon—, pero el P. S. y la flor de lis que viste de niña son una prueba. Es algo que sólo puede tener que ver con esa hermandad.

Sophie empezaba a darse cuenta de que Langdon sabía más de su abuelo de lo que había supuesto. Estaba claro que el americano tenía muchas cosas que contarle, pero aquel no era el lugar ni el momento.

—No puedo consentir que te detengan, Robert. Tienes que explicarme muchas cosas. ¡Debes irte ahora mismo!

Langdon sólo oía el débil murmullo de su voz. No pensaba irse de allí. Estaba perdido en otro lugar. Un lugar en el que las sociedades secretas salían a la superficie. Un lugar en el que las historias olvidadas surgían de entre las sombras.

Despacio, como si estuviera moviéndose por debajo del agua, Langdon volvió la cabeza y, a través de aquel resplandor rojizo, clavó la mirada en la Mona Lisa.

«La flor de lis… la flor de Lisa… la Mona Lisa».

Todo estaba entrelazado, todo era una sinfonía silenciosa en la que resonaban como un eco los secretos más recónditos del Priorato de Sión y de Leonardo da Vinci.

A pocos kilómetros de ahí, junto al río, más allá de Les Invalides, al sorprendido conductor de un camión seguían apuntándolo con un arma mientras el capitán de la Policía Judicial dejaba escapar un grito de rabia y arrojaba una pastilla de jabón a las aguas del Sena.