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Arrodillado en el primer banco, Silas fingía que rezaba, aunque en realidad lo que hacía era observar detalladamente la planta del templo. Saint-Sulpice, como la mayoría de iglesias, tenía forma de inmensa cruz latina. Su sección central, la nave, llevaba directamente al altar mayor, donde una segunda sección más corta, llamada transepto, la cruzaba. Esa intersección tenía lugar justo debajo de la cúpula principal o cimborrio, y se consideraba el corazón de la iglesia… su punto más sagrado y más místico.

«Pero esta noche no —pensó Silas—. Saínt-Sulpice escondía sus secretos en otro lugar».

Volvió la cabeza a la derecha y alargó la vista hasta el ala sur del transepto, hacia el espacio vacío que quedaba más allá de la fila de bancos, y vio el objeto que le habían descrito sus víctimas.

«Ahí está».

Encajada en el pavimento de granito gris, una delgada franja de metal pulido brillaba en la piedra… una línea dorada que cortaba la uniformidad del suelo de la iglesia. Aquella forma alargada tenía grabadas unas marcas graduadas, como si fuera una regla. Era un gnomon, según le habían dicho, un instrumento astronómico pagano parecido a los indicadores de las horas en los relojes de sol. De todo el mundo acudían a Saint-Sulpice turistas, científicos, historiadores y no creyentes para admirar esa famosa línea.

«La Línea Rosa».

Despacio, Silas resiguió el camino que recorría aquella marca, que se alejaba de derecha a izquierda, abriéndose delante de él en un ángulo raro, totalmente ajeno a la simetría de la iglesia, partiendo incluso en dos el altar mayor. A Silas le parecía que aquella raya era como una cicatriz que atravesara un hermoso rostro. Cruzaba toda la iglesia a lo ancho y alcanzaba la esquina del transepto norte, donde se unía a la base de una estructura inesperada.

Un colosal obelisco egipcio.

Ahí, la brillante Línea Rosa adoptaba una vertical de noventa grados y seguía su recorrido por la superficie frontal del propio obelisco, elevándose diez metros hasta la parte superior de su remate piramidal, donde finalmente moría.

«La Línea Rosa —pensó Silas—. La hermandad ha escondido la clave en la Línea Rosa».

Poco antes, aquella misma noche, cuando le había dicho a El Maestro que la clave del Priorato estaba oculta en el interior de Saint Sulpice, éste se había mostrado algo escéptico. Pero cuando añadió que todos los hermanos le habían revelado su ubicación exacta, relacionándola con la línea de bronce que atravesaba Saint-Sulpice, a El Maestro se le iluminó la cara.

—¡Estás hablando de la Línea Rosa!

Al momento le puso al corriente de la famosa rareza arquitectónica de aquella iglesia —una tira de bronce que atravesaba el templo en un eje perfecto de norte a sur. Era una especie de gnomon, un vestigio del templo pagano que antiguamente había sido erigido en aquel lugar. Los rayos solares, al entrar por el rosetón de la fachada sur, se deslizaban por la línea cada día, indicando el paso del tiempo, de solsticio a solsticio.

Aquella franja metálica se conocía con el nombre de Línea Rosa. Durante siglos, el símbolo de la rosa se había asociado a los mapas y a la guía de las almas en la dirección correcta. La Rosa de los Vientos —dibujada en casi todos los mapas—, indicaba los puntos cardinales y servía para marcar las direcciones de los treinta y dos vientos, obtenidas a partir de las combinaciones de Norte, Sur, Este y Oeste. Representados en el interior de un círculo, estos treinta y dos puntos de la brújula se parecían mucho a la rosa de treinta y dos pétalos. Hasta la fecha, el instrumento fundamental para la navegación sigue siendo la rosa náutica, y la dirección norte aún se marca con una flecha… o con más frecuencia, con el símbolo de una flor de lis.

En un globo terráqueo, la Línea Rosa —también llamada meridiano o longitud— era una línea imaginaria trazada desde el Polo Norte al Polo Sur. Había, claro está, un número infinito de líneas rosas, porque desde todo punto del globo se podía trazar una línea que conectara los dos polos. Pero para los primeros navegantes, la cuestión era saber a cuál de aquellas líneas había que denominar Línea Rosa —longitud cero—, aquella a partir de la que todas las demás longitudes de la Tierra pudieran medirse.

En la actualidad esa línea estaba en Greenwich, Inglaterra.

Pero mucho antes de que en esa localidad se estableciera el primer meridiano, la longitud cero de todo el mundo pasaba directamente por París, y atravesaba la iglesia de Saint-Sulpice. El indicador metálico que se veía hoy era un recuerdo al primer meridiano del mundo, y aunque Greenwich le había arrebatado aquel honor en 1888, la Línea Rosa original aún era visible en la Ciudad Luz.

—Así que la leyenda es cierta —le dijo El Maestro—. Se ha dicho siempre que la clave del Priorato estaba «debajo del signo de la rosa».

Ahora, aún de rodillas en el banco, Silas miraba a su alrededor y escuchaba con atención para asegurarse de que no hubiera nadie. En un momento le pareció oír algo en el balcón del coro. Levantó la vista unos segundos. Nada.

«Estoy solo».

Se puso en pie, miró el altar e hizo tres genuflexiones antes de dirigirse hacia la izquierda, siguiendo la línea de bronce que, en dirección norte, le acercaba al obelisco.

En aquel mismo momento, en el Aeropuerto Internacional Leonardo da Vinci, en Roma, el impacto de las ruedas en la pista de aterrizaje sacó al obispo Aringarosa de su modorra.

«Me he quedado un poco traspuesto», pensó, sorprendido consigo mismo por estar tan relajado.

«Benvenutti a Roma», anunció una voz por megafonía.

Aringarosa se incorporó en su asiento, se alisó la sotana y esbozó una extraña sonrisa. Era todo un placer hacer aquel viaje. «He estado a la defensiva demasiado tiempo». Pero aquella noche las reglas habían cambiado. Tan sólo hacía cinco meses, Aringarosa había temido por el futuro de la Fe. Ahora, como por voluntad del Altísimo, la solución se había presentado sola.

«Intervención divina».

Si en París todo salía según lo previsto, Aringarosa estaría en posesión de algo que lo convertiría en el hombre más poderoso de la cristiandad.