21

La Mona Lisa.

Durante un momento, ahí de pie, junto a la salida de emergencia, Sophie se olvidó por completo de que estaban intentando salir del Louvre.

La sorpresa que le produjo aquel anagrama sólo se veía amortiguada por la vergüenza de no haberlo descifrado ella. Su profundo conocimiento de cripto-análisis le había hecho subestimar los juegos de palabras más sencillos, aunque aquello no era excusa: tendría que haberlo visto. Después de todo, los anagramas no le eran desconocidos. Cuando era joven, su abuelo le planteaba muchas veces juegos de palabras para que perfeccionara la ortografía.

—No logro imaginarme —dijo Langdon mirando la foto.—, cómo ha podido crear su abuelo un anagrama tan complicado en los minutos previos a su muerte.

Sophie sí tenía la explicación, y darse cuenta de ella le hizo sentirse aún peor. «¡Tendría que haberme dado cuenta al momento!». Ahora recordaba que su abuelo —un aficionado a los juegos de palabras y amante del arte—, se había dedicado de joven, a modo de pasatiempo, a crear anagramas con los nombres de famosas obras de arte. De hecho, en una ocasión, uno de ellos le había causado problemas cuando Sophie era pequeña. En una entrevista que le habían hecho para una revista especializada de los Estados Unidos, había comentado que el Cubismo no le gustaba nada, y que con el título de la obra maestra de Picasso, Las señoritas de Aviñón, podía formarse el anagrama «Niña, veo lerdas tiñosas». A los amantes del pintor no les hizo demasiada gracia.

—Lo más probable es que mi abuelo inventara el anagrama de la Mona Lisa hace tiempo —dijo Sophie mirando a Langdon. «Y esa noche se había visto obligado a usarlo a modo de código improvisado». La voz de su abuelo acababa de hablarle desde el más allá con escalofriante precisión.

«¡Leonardo da Vinci!».

«¡La Mona Lisa!».

No tenía ni idea de por qué sus últimas palabras hacían referencia a aquella famosa pintura, pero sólo se le ocurría una posibilidad, y no era precisamente tranquilizadora.

«Esas no fueron sus últimas palabras…».

¿Debía acaso ir a ver la Mona Lisa? ¿Le había dejado su abuelo un mensaje ahí? La idea no era descabellada, porque aquel famoso lienzo se exponía en la Salle des États —una cámara aislada sólo accesible desde la Gran Galería. Y además, el acceso a aquella estancia se encontraba a sólo veinte metros de donde habían encontrado su cadáver.

«Podría fácilmente haber ido a ver el cuadro antes de morir».

Sophie miró la escalera y sintió que nadaba entre dos aguas. Sabía que debía sacar inmediatamente a Langdon del museo, pero su instinto le empujaba a hacer lo contrario. Recordó la primera vez que visitó la Gran Galería, siendo niña, y se dio cuenta al momento de que si su abuelo hubiera tenido un secreto que revelarle, había pocos lugares en la Tierra más adecuados para hacerlo que la Mona Lisa de Leonardo.

—Ya casi estamos —le había susurrado su abuelo, cogiéndole la manita y guiándola por el museo, desierto a aquellas horas.

Sophie tenía seis años. Se sentía pequeña e insignificante al contemplar aquellos techos altísimos y aquel suelo que le mareaba. El espacio vacío le inspiraba temor, aunque no quería que su abuelo se diera cuenta. Apretó con fuerza la mandíbula y se soltó de su mano.

—Ahí delante está la Salle des États —le dijo él cuando llegaron a las puertas de la sala más famosa del Louvre.

A pesar de la evidente emoción de su abuelo, Sophie quería irse a casa. Había visto reproducciones de la Mona Lisa en libros y no le gustaba nada. No entendía qué era lo que le veía la gente.

—Qué aburrido —protestó Sophie sin dejar de avanzar.

Al entrar en la Salle des États, recorrió las paredes con la mirada y la posó en el inequívoco puesto de honor, el centro de la pared derecha, donde un único retrato colgaba tras un panel protector de plexiglás. Su abuelo se detuvo un instante junto a la puerta y luego se acercó al cuadro.

—Entra, Sophie, no todo el mundo tiene la suerte de poder verlo a solas.

Venciendo el miedo, Sophie cruzó despacio la sala. Después de oír hablar tanto de la Mona Lisa, le parecía que se estaba acercando a un personaje de la realeza. Se situó justo delante del panel de plexiglás, aspiró hondo y miró hacia arriba para abarcarlo todo.

Sophie no tenía ninguna idea preconcebida de lo que iba a sentir, pero desde luego aquello no era. Ni la más mínima sorpresa. Ni un instante de admiración. Aquel famoso rostro se veía igual que en los libros. Se quedó ahí en silencio mucho rato, o al menos a ella se lo pareció, esperando a que pasara algo.

—Bueno, ¿qué te parece? —le preguntó al fin su abuelo en un susurro desde atrás—. Es guapa, ¿no?

—Es demasiado pequeña. Sauniére sonrió.

—Tú también eres pequeña y eres guapa.

«Yo no soy guapa», pensó. Sophie odiaba su pelo rojo y sus pecas, y era más alta que los chicos de su clase. Volvió a mirar a la Mona Lisa y meneó la cabeza en señal de desaprobación.

—Es aún peor que en los libros. Tiene la cara… brumeux.

—Borrosa —apuntó su abuelo.

—Eso.

—A esa manera de pintar se le llama sfumato —le dijo— y es una técnica muy difícil. Leonardo da Vinci era el mejor.

A Sophie seguía sin gustarle aquel retrato.

—Parece como si supiera algo… como cuando los niños del colegio tienen un secreto.

Su abuelo se echó a reír.

—En parte, es precisamente por eso por lo que es tan famosa. A la gente le gustaría saber por qué sonríe. —¿Y tú lo sabes?

—A lo mejor sí —dijo su abuelo guiñándole un ojo—. Y algún día te lo contaré todo.

Sophie dio un pisotón en el suelo.

—¡Ya te he dicho que no me gustan los secretos!

—Princesa —sonrió—. La vida está llena de secretos. Es imposible desvelarlos todos a la vez.

—Voy a volver a subir —dijo Sophie, y la voz le resonó hueca en la escalera.

—¿A ver la Mona Lisa? —apuntó Langdon—. «¿Ahora?». Sophie calibró el riesgo.

—Yo no soy sospechosa de asesinato, así que me arriesgaré. Tengo que saber qué ha intentado decirme mi abuelo. —¿Y la embajada?

Sophie se sentía culpable por haber convertido a Langdon en un fugitivo y abandonarlo después a su suerte, pero no tenía otra alternativa. Le señaló la puerta metálica que había al final de la escalera.

—Cruce esa puerta y siga las señales luminosas que indican la salida. Con mi abuelo a veces salíamos por aquí. Las señales lo conducirán hasta un torniquete de seguridad. Es monodireccional y sólo se abre hacia fuera. —Le alargó las llaves de su coche—. Es el Smart rojo que hay en el aparcamiento reservado al personal. Justo enfrente de la rampa. ¿Sabe cómo llegar a la embajada?

Langdon asintió, con la vista puesta en las llaves.

—Oiga —añadió Sophie en un tono más pausado—. Creo que mi abuelo puede haberme dejado un mensaje en la Mona Lisa; alguna pista de quién le mató o de por qué estoy en peligro. —«O de qué le pasó a mi familia»—. Tengo que ir a ver.

—Pero si lo que quería era contarle por qué está usted en peligro, ¿por qué no lo escribió ahí en el suelo? ¿Por qué recurrir a ese complicado juego de palabras?

—Sea lo que sea lo que mi abuelo ha querido decirme, no creo que quisiera que nadie más lo supiera o lo oyera. Incluso la policía. —Estaba claro que su abuelo había hecho todo lo posible por hacerle llegar la información directamente a ella. Lo había codificado todo, hasta las iniciales de su nombre, y le había pedido que se pusiera en contacto con Robert Langdon; un sabio consejo, teniendo en cuenta que había descifrado el mensaje cifrado—. Por extraño que parezca —dijo Sophie—, creo que quería que yo viera la Mona Lisa antes que nadie.

—Iré con usted.

—¡No! No sabemos cuánto tiempo más va a estar despejada la Gran Galería. Tiene que salir de aquí.

Langdon no parecía demasiado convencido, como si su propia curiosidad académica amenazara con imponerse a su sentido común y con arrojarlo de lleno en los brazos de Fache.

—Váyase. Váyase ahora mismo. —Sophie le dedicó una sonrisa de agradecimiento—. Nos veremos en la embajada, señor Langdon.

Langdon parecía contrariado.

—Nos veremos con una condición —replicó con voz muy grave.

Sophie se quedó un momento en silencio, sin saber qué decir.

—¿Qué condición?

—Que deje de llamarme señor Langdon y de hablarme de usted.

A Sophie le pareció detectar un ligerísimo amago de sonrisa en el rostro de Langdon, y se descubrió a sí misma devolviéndole el gesto.

—Buena suerte, Robert.

Cuando Langdon alcanzó el último rellano, al final de la escalera, le llegó un inconfundible olor a aceite de linaza y escayola. Delante de él, una señal iluminada que rezaba SORTIE/EXIT tenía una flecha que apuntaba a un largo pasillo.

Langdon se internó en él. A la derecha apareció un oscuro taller de restauración poblado por un ejército de esculturas en distintos estados de restauración. A la izquierda, Langdon vio una serie de salas que se parecían a las aulas de bellas artes de Harvard —con hileras de caballetes, lienzos, paletas, herramientas para enmarcar; una cadena de montaje artística.

Siguió avanzando por aquel corredor, con la sensación de que, en cualquier momento, podía despertarse en su cama de Cambridge. Todo lo que le había pasado esa noche se parecía mucho a un sueño raro. «Estoy a punto de salir a escondidas del Louvre… como un fugitivo».

El ingenioso anagrama de Sauniére seguía rondándole la mente, y sentía curiosidad por saber qué encontraría Sophie en la Mona Lisa… si es que encontraba algo. Parecía muy convencida de que su abuelo lo había dispuesto todo de manera que ella fuera a ver el famoso cuadro una vez más. Por más lógica que resultara aquella visita, a Langdon le asaltó de pronto una angustiosa paradoja.

«P. S. Buscar a Robert Langdon».

Sauniére había escrito el nombre de Langdon en el suelo, instando a Sophie a ponerse en contacto con él. Pero ¿por qué? ¿Sólo para que le ayudara a resolver el anagrama?

Le parecía poco probable.

Después de todo, el conservador no sabía si se le daba bien o mal resolver anagramas. «Si ni siquiera nos conocíamos». Es más, Sophie había dejado muy claro que ella sola debería haber sido capaz de resolver aquel enigma. Había sido ella la que se había dado cuenta de que los números correspondían a la Secuencia de Fibonacci y sin duda, con un poco más de tiempo, también habría llegado a descifrar el resto del mensaje sin su ayuda.

«En teoría Sophie debería haber resuelto sola el anagrama». Cada vez estaba más convencido de que aquello era así, pero aquella conclusión creaba un vacío en la sucesión lógica de sus acciones.

«¿Por qué a mí?» —se preguntaba mientras seguía avanzando por aquel pasillo—. «¿Por qué la última voluntad de Sauniére fue que su nieta, que no le hablaba, se pusiera en contacto conmigo? ¿Qué es lo que creía Sauniére que yo sabía?».

Dando un respingo, se detuvo en seco. Abrió mucho los ojos y se metió la mano en el bolsillo para sacar la foto. Leyó una vez más la última línea del mensaje.

«P. S. Buscar a Robert Langdon».

Se concentró en las dos primeras letras.

Langdon sintió que aquellos desconcertantes símbolos fragmentados encajaban al momento. Como un trueno, toda su dedicación a la simbología y al estudio de la historia retumbó en su interior. De pronto, todo lo que Jacques Sauniére había hecho esa noche encajó a la perfección.

Las ideas se le agolpaban en la mente intentando abarcar las implicaciones de todo aquello. Se dio la vuelta y miró el pasillo por el que acababa de pasar.

«¿Aún hay tiempo?».

Sabía que no importaba.

Sin dudarlo ni un segundo, empezó a correr camino de las escaleras.