Emergiendo de las sombras, Langdon y Sophie avanzaron sigilosamente por la galería desierta hacia la salida de emergencia.
Mientras caminaba, él se sentía como si estuviera intentando resolver un rompecabezas en la oscuridad. La última novedad de aquel misterio era ciertamente preocupante: «El capitán de la Policía Judicial intenta acusarme de asesinato».
—¿Cree que es posible que haya sido Fache quien haya escrito el mensaje del suelo?
Sophie ni se volvió para responderle.
—Imposible.
Langdon no estaba tan seguro.
—Parece bastante decidido a hacerme aparecer como culpable. A lo mejor se le ocurrió que escribir mi nombre en el suelo le ayudaría a defender su caso.
—¿La Secuencia de Fibonacci? ¿Las iniciales? ¿Todo ese simbolismo de Leonardo da Vinci y de la divinidad femenina? Eso es obra de mi abuelo, seguro.
Langdon sabía que tenía razón. El simbolismo de las pistas encajaba a la perfección —el pentáculo, El hombre de Vitrubio, Leonardo da Vinci, la diosa, incluso la Secuencia de Fibonacci. «Un conjunto simbólico consistente», como dirían los especialistas en iconografía. Todo inextricablemente ligado.
—Y su llamada telefónica de esta tarde —añadió Sophie—. Me dijo que tenía que contarme algo. Estoy segura de que su mensaje del Louvre ha sido su último intento de explicarme una cosa importante, algo que creía que usted podría ayudarme a entender.
Langdon frunció el ceño. «¡Diavole in Dracon! Límala, asno». Ojalá entendiera el mensaje, tanto por el bien de Sophie como por el suyo propio. Estaba claro que las cosas no habían hecho más que empeorar desde que había posado los ojos por primera vez en aquellas palabras crípticas. Aquella falsa huida por la ventana del baño no iba a contribuir precisamente a que la opinión que Fache tenía de él mejorara lo más mínimo. No creía que al jefe de la policía francesa fuera a hacerle demasiada gracia descubrir que había estado persiguiendo una pastilla de jabón con intención de detenerla.
—La puerta tiene que estar por aquí cerca —dijo Sophie.
—¿Cree que es posible que los números del mensaje de su abuelo escondan la clave para interpretar las otras líneas? —Langdon había trabajado en una ocasión con unos manuscritos de Bacon que contenían una serie de epígrafes cifrados en los que determinadas líneas del código eran pistas que permitían resolver otras.
—Llevo toda la noche pensando en los números. Sumas, cocientes, productos. Y no veo nada. Matemáticamente, están ordenados al azar. Un galimatías criptográfico.
—Pero todos forman parte de la Secuencia de Fibonacci. Eso no puede ser coincidencia.
—No lo es. Recurrir a los números de Fibonacci ha sido otra señal de advertencia que mi abuelo ha querido hacerme llegar, como lo de imitar con su cuerpo la forma de mi obra de arte favorita, o lo de dibujarse el pentáculo en la piel. Lo ha hecho todo para llamar mi atención.
—¿Lo del pentáculo también tiene algún significado para usted?
—Sí. No he tenido ocasión de comentárselo, pero el pentáculo era un símbolo especial entre mi abuelo y yo cuando era pequeña. A veces, para divertirnos, nos echábamos las cartas del Tarot, y a mí la carta indicativa siempre me salía del palo de los pentáculos. Estoy segura de que tenía la baraja trucada, pero los pentáculos se convirtieron en nuestra broma privada.
Langdon sintió un escalofrío. «¿Jugaban con cartas del Tarot?». Aquel juego de naipes medieval de origen italiano estaba lleno de símbolos heréticos ocultos a los que había dedicado un capítulo entero en su nuevo libro. Las veintidós cartas de la baraja llevaban nombres como La Papisa, La Emperatriz y La Estrella. Originalmente, el Tarot había surgido como un medio para transmitir ideas prohibidas por la Iglesia. En la actualidad, sus características místicas las transmitían las modernas echadoras de cartas.
«En el Tarot, el palo indicativo de la divinidad femenina es el pentáculo», pensó Langdon, dándose cuenta de que si Sauniére hubiera trucado las barajas para gastarle bromas a su nieta, los pentáculos eran el palo más oportuno.
Llegaron a la salida de emergencia, y Sophie abrió la puerta con mucho cuidado. No sonó ninguna alarma. El sistema sólo se activaba si se abría desde fuera. Guió a Langdon escaleras abajo en dirección a la planta inferior, cada vez más deprisa.
—Su abuelo —se interesó él, intentando seguir su ritmo—, cuando le habló del pentáculo, ¿le mencionó el culto a la diosa o le dio a entender que tuviera algún tipo de resentimiento hacia la Iglesia católica?
Sophie negó con la cabeza.
—A mí me interesaban más sus aspectos matemáticos: la Divina Proporción, el Phi, la Secuencia de Fibonacci, esas cosas.
Langdon se sorprendió.
—¿Su abuelo le hablaba del número Phi?
—Claro. La Divina Proporción. —Sonrió con falsa modestia—. En realidad, muchas veces decía en broma que yo era medio divina… ya sabe, por las letras de mi nombre.
Langdon se quedó un momento pensativo y después masculló algo en señal de asentimiento.
«So-PHI-e».
Seguían bajando por la escalera, y Langdon se concentró en el Phi. Estaba empezando a darse cuenta de que las pistas de Sauniére eran más coherentes de lo que en un principio había supuesto.
«Da Vinci… la serie de Fibonacci… el pentáculo».
Por increíble que pareciera, todas esas cosas estaban relacionadas mediante una idea tan básica de la historia del arte que Langdon dedicaba muchas clases a exponerla.
El número Phi.
Se sintió una vez más en Harvard, de nuevo en su clase de «Simbolismo en el Arte», escribiendo su número preferido en la pizarra:
1,618
Langdon se dio la vuelta para contemplar la cara expectante de sus alumnos.
—¿Alguien puede decirme qué es este número?
Uno alto, estudiante de último curso de matemáticas, que se sentaba al fondo levantó la mano.
—Es el número Phi —dijo, pronunciando las consonantes como una efe.
—Muy bien, Stettner. Aquí os presento a Phi.
—Que no debe confundirse con pi —añadió Stettner con una sonrisa de suficiencia.
—El Phi —prosiguió Langdon—, uno coma seiscientos dieciocho, es un número muy importante para el arte. ¿Alguien sabría decirme por qué?
Stettner seguía en su papel de gracioso.
—¿Porque es muy bonito?
Todos se rieron.
—En realidad, Stettner, vuelve a tener razón. El Phi suele considerarse como el número más bello del universo.
Las carcajadas cesaron al momento, y Stettner se incorporó, orgulloso.
Mientras cargaba el proyector con las diapositivas, explicó que el número Phi se derivaba de la Secuencia de Fibonacci, una progresión famosa no sólo porque la suma de los números precedentes equivalía al siguiente, sino porque los cocientes de los números precedentes poseían la sorprendente propiedad de tender a 1,618, es decir, al número Phi.
A pesar de los orígenes aparentemente místicos de Phi, prosiguió Langdon, el aspecto verdaderamente pasmoso de ese número era su papel básico en tanto que molde constructivo de la naturaleza. Las plantas, los animales e incluso los seres humanos poseían características dimensionales que se ajustaban con misteriosa exactitud a la razón de Phi a 1.
—La ubicuidad de Phi en la naturaleza —añadió Langdon apagando las luces— trasciende sin duda la casualidad, por lo que los antiguos creían que ese número había sido predeterminado por el Creador del Universo. Los primeros científicos bautizaron el uno coma seiscientos dieciocho como «La Divina Proporción».
—Un momento —dijo una alumna de la primera fila—. Yo estoy terminando biología y nunca he visto esa Divina Proporción en la naturaleza.
—¿Ah no? —respondió Langdon con una sonrisa burlona—. ¿Has estudiado alguna vez la relación entre machos y hembras en un panal de abejas?
—Sí, claro. Las hembras siempre son más.
—Exacto. ¿Y sabías que si divides el número de hembras por el de los machos de cualquier panal del mundo, siempre obtendrás el mismo número?
—¿Sí?
—Sí. El Phi.
La alumna ahogó una exclamación de asombro.
—No es posible.
—Sí es posible —contraatacó Langdon mientras proyectaba la diapositiva de un molusco espiral—. ¿Reconoces esto?
—Es un nautilo —dijo la alumna de biología—. Un molusco cefalópodo que se inyecta gas en su caparazón compartimentado para equilibrar su flotación.
—Correcto. ¿Y sabrías decirme cuál es la razón entre el diámetro de cada tramo de su espiral con el siguiente?
La joven miró indecisa los arcos concéntricos de aquel caparazón.
Langdon asintió.
—El número Phi. La Divina Proporción. Uno coma seiscientos dieciocho.
La alumna parecía maravillada.
Langdon proyectó la siguiente diapositiva, el primer plano de un girasol lleno de semillas.
—Las pipas de girasol crecen en espirales opuestos. ¿Alguien sabría decirme cuál es la razón entre el diámetro de cada rotación y el siguiente?
—¿Phi? —dijeron todos al unísono.
—Correcto. —Langdon empezó a pasar muy deprisa el resto de imágenes: piñas piñoneras, distribuciones de hojas en ramas, segmentaciones de insectos, ejemplos todos que se ajustaban con sorprendente fidelidad a la Divina Proporción.
—Esto es insólito —exclamó un alumno.
—Sí —dijo otro—. Pero ¿qué tiene que ver esto con el arte?
—¡Ajá! —intervino Langdon—. Me alegro de que alguien lo pregunte.
Proyectó otra diapositiva, de un pergamino amarillento en el que aparecía el famoso desnudo masculino de Leonardo da Vinci —El hombre de Vitrubio—, llamado así en honor a Marcus Vitrubius, el brillante arquitecto romano que ensalzó la Divina Proporción en su obra De Arquitectura.
—Nadie entendía mejor que Leonardo la estructura divina del cuerpo humano. Había llegado a exhumar cadáveres para medir las proporciones exactas de sus estructuras óseas. Fue el primero en demostrar que el cuerpo humano está formado literalmente de bloques constructivos cuya razón es siempre igual a Phi.
Los alumnos le dedicaron una mirada escéptica.
—¿No me creéis? —les retó Langdon—. Pues la próxima vez que os duchéis, llevaros un metro al baño.
A un par de integrantes del equipo de fútbol se les escapó una risa nerviosa.
—No sólo vosotros, cachas inseguros —cortó Langdon—, sino todos. Chicos y chicas. Intentadlo. Medid la distancia entre el suelo y la parte más alta de la cabeza. Y divididla luego entre la distancia que hay entre el ombligo y el suelo. ¿No adivináis qué número os va a dar?
—¡No será el Phi! —exclamó uno de los deportistas, incrédulo.
—Pues sí, el Phi. Uno coma seiscientos dieciocho. ¿Queréis otro ejemplo? Medíos la distancia entre el hombro y las puntas de los de dos y divididla por la distancia entre el codo y la punta de los dedos.
Otra vez Phi. ¿Otro más? La distancia entre la cadera y el suelo dividida por la distancia entre la rodilla y el suelo. Otra vez Phi. Las articulaciones de manos y de pies. Las divisiones vertebrales. Phi, Phi, Phi. Amigos y amigas, todos vosotros sois tributos andantes a la Divina Proporción.
Aunque las luces estaban apagadas, Langdon notaba que todos estaban atónitos. Y él notaba un cosquilleo en su interior. Por eso se dedicaba a la docencia.
—Amigos y amigas, como veis, bajo el caos del mundo subyace un orden. Cuando los antiguos descubrieron el Phi, estuvieron seguros de haber dado con el plan que Dios había usado para crear el mundo, y por eso le rendían culto a la Naturaleza. Es comprensible. La mano de Dios se hace evidente en ella, e incluso en la actualidad existen religiones paganas, que veneran a la Madre Tierra. Muchos de nosotros honramos a la Naturaleza como lo hacían los paganos, y ni siquiera sabemos por qué. Las fiestas de mayo que celebramos en los Estados Unidos son un ejemplo perfecto… la celebración de la primavera, la tierra que vuelve a la vida para darnos su fruto. La misteriosa magia inherente a la Divina Proporción se escribió al principio de los tiempos. El hombre se limita a acatar las reglas de la Naturaleza, y como el arte es el intento del hombre por imitar la belleza surgida de la mano del Creador, ya os podéis imaginar que durante este semestre vamos a ver bastantes muestras de la Divina Proporción aplicadas a las diversas manifestaciones artísticas.
Durante los siguientes treinta minutos, Langdon se dedicó a mostrarles diapositivas con obras de Miguel Ángel, Durero, Leopardo da Vinci y muchos otros, demostrando en todos los casos la deliberada y rigurosa observancia de la Divina Proporción en el planteamiento de sus composiciones. Langdon desenmascaró el número Phi en las dimensiones arquitectónicas del Partenón ateniense, de las Pirámides de Egipto e incluso del edificio de las Naciones Unidas de Nueva York. El Phi aparecía en las estructuras básicas de las sonatas de Mozart, en la Quinta Sinfonía de Beethoven, así como en los trabajos de Bartók, de Debussy y de Schubert. El número Phi, expuso Langdon, lo usaba hasta Stradivarius para calcular la ubicación exacta de los oídos o efes en la construcción de sus famosos violines.
—Para terminar —dijo Langdon acercándose a la pizarra—, volvamos a los símbolos. —Dibujó las cinco líneas secantes que formaban una estrella de cinco puntas—. Este símbolo es una de las imágenes más importantes que veréis durante este curso. Formalmente conocido como «pentagrama», o pentáculo, como lo llamaban los antiguos, muchas culturas lo consideran tanto un símbolo divino como mágico. ¿Alguien sabría decirme por qué?
Stettner, el alumno de matemáticas, levantó la mano.
—Porque al dibujar un pentagrama, las líneas se dividen automáticamente en segmentos que remiten a la Divina Proporción.
Langdon movió la cabeza hacia delante en señal de aprobación.
—Muy bien. Pues sí, la razón de todos los segmentos de un pentáculo equivale a Phi, por lo que el símbolo se convierte en la máxima expresión de la Divina Proporción. Por ello, la estrella de cinco puntas ha sido siempre el símbolo de la belleza y la perfección asociada a la Diosa y a la divinidad femenina.
Las alumnas sonrieron, complacidas.
—Una cosa más. Hoy sólo hemos mencionado de pasada a Leonardo da Vinci, pero vamos a tratarlo mucho más durante el curso. Está perfectamente documentado que Leonardo era un ferviente devoto de los antiguos cultos a la diosa. Mañana os mostraré su famoso fresco La última cena, que es uno de los más sorprendentes homenajes a la divinidad femenina que vais a ver nunca.
—Lo dice en broma —intervino alguien—. Yo creía que La última cena era sobre Jesús.
—Pues hay símbolos ocultos en sitios que ni imaginarías.
—Venga —susurró Sophie—. ¿Qué pasa? Ya casi estamos. ¡Dése prisa!
Langdon levantó la vista y notó qué estaba regresando de un lugar muy lejano. Se dio cuenta de que estaba de pie, inmóvil, en la escalera, paralizado por una súbita revelación.
«¡Diavole in Dracon! Límala, asno».
Sophie seguía mirándolo.
«No puede ser tan fácil», pensó.
Pero sabía que sí, que lo era.
Ahí, en las entrañas del Louvre… con imágenes de Phis y Leonardos revoloteándole en la mente, Robert Langdon, repentina e inesperadamente, descifró el enigma de Sauniére.
—¡Diavole in Dracon! Límala, asno —dijo—. ¡Es un mensaje cifrado de los más simples!
Sophie también se había detenido unos pasos más abajo y lo miraba desconcertada. «¿Un mensaje?». Llevaba toda la noche dando vueltas a aquellas palabras y no había visto ninguno. Y menos aún simple.
—Usted misma lo ha dicho. —La voz de Langdon reverberaba de la emoción—. La serie de Fibonacci sólo tiene sentido si está en orden. De otro modo es sólo un galimatías matemático.
Sophie no tenía ni idea de adónde quería ir a parar. «¿La secuencia de Fibonacci?». Estaba segura de que su función no había sido otra que la de obligar a intervenir al Departamento de Criptografía. «¿Tiene otro propósito?». Se metió la mano en el bolsillo, sacó la foto impresa y volvió a estudiar el mensaje de su abuelo.
13-3-2-21-1-1-8-5
¡Diavole in Dracon!
¡Límala, asno!
«¿Qué pasaba con la serie?».
—Que la Secuencia de Fibonacci esté desordenada es una pista —dijo Langdon cogiéndole la foto—. Los números nos dan la pauta para descifrar lo que viene a continuación. Ha escrito los números desordenados para pedimos que apliquemos el mismo criterio al texto. «¿Diavole in Dracon? ¿Límala, asno?». Esas frases no significan nada. Son sólo letras desordenadas.
A Sophie sólo le hizo falta un instante para asimilar lo que aquello implicaba, y le pareció de una simplicidad irrisoria.
—¿Me está diciendo que cree que se trata de… anagramas? ¿Cómo los de los pasatiempos de los periódicos?
Langdon notaba el escepticismo que había en su expresión, y no le extrañaba. Eran pocos los que sabían que los anagramas, a pesar de ser un tipo de pasatiempo muy trillado en la actualidad, contaban con una larga historia de simbolismo sagrado.
Las enseñanzas místicas de la Cábala se basaban fundamentalmente en anagramas en los que mediante la alteración del orden de palabras hebreas se obtenían nuevos significados. Los reyes franceses del Renacimiento estaban tan convencidos de que los anagramas tenían propiedades mágicas que contaban con anagramistas reales que les ayudaban a tomar las decisiones más acertadas mediante el análisis de las palabras de los documentos importantes. Los romanos daban al estudio de anagramas la categoría de ars magna —arte mayor.
Langdon miró fijamente a Sophie.
—Lo que su abuelo ha querido decirnos lo hemos tenido delante de nuestras narices todo este tiempo, y la verdad es que nos ha dejado bastantes pistas. Tendríamos que haberlo visto al momento.
Sin más, se sacó una pluma del bolsillo de la chaqueta y reordenó las letras de las dos líneas.
¡Diavole in Dracon!
¡Límala, asno!
Aquellos eran los perfectos anagramas de…
¡Leonardo da Vinci!
¡La Mona Lisa!