Se dice que la historia de la iglesia de Saint-Sulpice es la más rara de entre todas las de los edificios de París. Construida sobre las ruinas de un antiguo templo dedicado a Isis, la antigua diosa egipcia, la iglesia posee una planta prácticamente idéntica a la de Notre Dame. En esa basílica recibieron las aguas bautismales figuras como el marqués de Sade o Baudelaire, y en ella se casó Victor Hugo. El seminario anexo cuenta con una historia bien documentada de heterodoxia, y en otros tiempos fue punto de encuentro clandestino de numerosas sociedades secretas.
Esa noche, la recóndita nave de Saint-Sulpice estaba silenciosa como una tumba, y el único indicio de vida era un débil olor a incienso de la última misa del día anterior. Silas detectó cierta incomodidad en sor Sandrine mientras le hacía pasar al interior del templo, cosa que no le sorprendió. Estaba acostumbrado a que la gente diera muestras de desconfianza en su presencia.
—Es usted americano —le dijo.
—Francés de nacimiento —puntualizó Silas—. Recibí la llamada en España, y ahora estudio en Estados Unidos.
Sor Sandrine asintió. Era una mujer bajita de ojos serenos.
—¿Y nunca ha visitado Saint-Sulpice?
—Me doy cuenta de que eso, en sí mismo, ya es un pecado.
—Es más bonita de día.
—No lo dudo. Sin embargo, le agradezco que me haya brindado la oportunidad de verla esta noche.
—Ha sido el abad quien me lo ha pedido. Se nota que tiene amigos influyentes.
«No lo sabe usted bien», pensó Silas.
Mientras seguía a sor Sandrine por el pasillo central, le sorprendió la austeridad de la iglesia. A diferencia de Notre Dame, con sus frescos policromados, su retablo dorado y sus cálidos revestimientos de madera, Saint-Sulpice era fría y severa, y poseía algo de la desnudez que recordaba a las ascéticas catedrales españolas. La falta de ornamentación hacía que el interior pareciera más espacioso, y cuando Silas alzó la mirada para contemplar el techo apuntado con sus nervaduras, se imaginó que estaba dentro del casco de un barco puesto del revés.
«Una imagen muy adecuada», pensó. El buque de la hermandad estaba a punto de naufragar definitivamente. Impaciente por ponerse manos a la obra, Silas deseaba que sor Sandrine lo dejara solo. Era una mujer menuda, y habría podido inmovilizarla sin dificultad, pero había jurado no recurrir a la fuerza a menos que fuera absolutamente imprescindible. «Es una mujer del clero, y no tiene la culpa de que la hermandad haya escogido su iglesia para ocultar la clave. No debe ser castigada por los pecados de otros».
—No me gusta, hermana, que esté usted despierta a estas horas por mi culpa.
—No se preocupe. Va a estar en París muy poco tiempo y no debía perderse Saint-Sulpice. ¿Son sus intereses más de tipo histórico o arquitectónico?
—En realidad, hermana, mi interés es espiritual.
Ella se rió complacida.
—Eso se da por descontado. Se lo preguntaba para saber por dónde empezar la visita.
Silas notó que los ojos se le iban al altar.
—Oh, no hace falta que me acompañe. Ya ha sido muy amable. Me las arreglaré solo, no se moleste.
—No es molestia —insistió—. Además, ya estoy despierta.
Silas se detuvo. Habían llegado al primer banco y el altar quedaba a menos de quince metros. Se dio la vuelta y se acercó mucho al pequeño cuerpo de sor Sandrine, y notó que ella retrocedía al mirarle los ojos rojos.
—No quiero parecer maleducado, hermana, pero no estoy acostumbrado a hacer visitas turísticas en las casas de Dios. ¿Le importaría dejarme un tiempo de recogimiento para poder rezar antes de seguir con la visita?
Sor Sandrine vaciló.
—Ah, sí claro. Le esperaré ahí detrás.
Silas le plantó suavemente la mano en el hombro y la miró.
—Hermana, ya me siento culpable por haberla despertado. Pedirle que siga despierta me parece demasiado. Por favor, vuelva a la cama. Yo puedo disfrutar solo del templo y salir por mi cuenta. Sor Sandrine no estaba muy convencida.
—¿Y está seguro de que no se sentirá abandonado? "
—De ninguna manera. La oración es una dicha solitaria.
—Como quiera.
Silas le apartó la mano del hombro.
—Duerma bien, hermana. Que la paz del Señor sea con usted.
—Y con usted. —Sor Sandrine se dirigió a la escalera—. Y por favor, asegúrese al salir de que la puerta quede bien cerrada.
—Lo haré. —Silas la vio perderse en el piso de arriba. Acto seguido se arrodilló en el primer banco, notando que el cilicio se le clavaba en la pierna.
«Dios mío, te ofrezco esta obra que hago hoy…».
Encorvada en la penumbra que proyectaba el balcón del coro, por encima del altar, sor Sandrine contemplaba en silencio a través de la balaustrada al religioso arrodillado, solo. El súbito temor que invadía su alma le hacía difícil estarse quieta. Durante un fugaz instante, se preguntó si aquel misterioso visitante podría ser el enemigo contra quien tanto le habían prevenido, y si aquella noche tendría que cumplir las órdenes que llevaba todos aquellos años esperando poder ejecutar. Decidió seguir allí, en la oscuridad, observando con detalle todos sus movimientos.