Fache iba corriendo por la Gran Galería mientras la radio de Collet retumbaba por encima del lejano sonido de la alarma.
—¡Ha saltado! —gritaba el agente—. ¡La señal luminosa está en la Place du Carrousel! ¡En el exterior de la ventana del servicio! ¡Y no se mueve! ¡Dios mío! ¡Creo que Langdon se ha suicidado!
Fache oyó aquellas palabras, pero le parecieron absurdas. Siguió corriendo. El pasillo parecía no tener fin. Al pasar junto al cuerpo de Sauniére, clavó la vista en los tabiques que había al fondo del Ala Denon. Ahora la alarma se oía con más fuerza.
—¡Un momento! —La voz de Collet volvió a atronar en la radio—. ¡Se está moviendo! ¡Está vivo! ¡Langdon se está moviendo!
Fache no dejaba de correr, maldiciendo a cada paso la galería por ser tan larga.
—¡Va bajando por Carrousel! Espere, está ganando velocidad. ¡Va demasiado deprisa!
Al llegar a los tabiques del fondo, Fache se metió detrás, vio la puerta de los servicios y se fue, corriendo hasta ella.
Ahora el ruido de la alarma era tan fuerte que el walkie-talkie apenas se oía.
—¡Debe de estar yendo en coche! ¡Me parece que va en un coche! ¡No puedo…!
Cuando Fache entró por fin en el aseo con la pistola en la mano, la alarma engulló las palabras de Collet. Aturdido por la estridencia de aquel sonido, escrutó la zona.
Los retretes estaban vacíos. La zona de los lavabos, desierta. Los ojos del capitán se desplazaron al momento hasta la ventana rota que había al fondo. Se acercó a ella y miró hacia abajo. Langdon no se veía por ninguna parte. A Fache le resultaba inconcebible que alguien se arriesgara a dar un salto como aquel. No había duda de que si había caído desde aquella altura, estaría malherido.
El ruido de la alarma cesó al fin y la voz de Collet volvió a hacerse audible a través del walkie-talkie.
—… avanza en dirección sur… más deprisa… ¡Está cruzando el Sena por el Pont du Carrousel!
Fache miró a la izquierda. El único vehículo que veía sobre el puente era un enorme camión que se alejaba del Louvre en dirección sur. Llevaba la carga cubierta con una lona de vinilo hundida por arriba, que recordaba a una hamaca gigantesca. Fache sintió un escalofrío de temor. Aquel camión, hacía sólo unos momentos, podía haber estado detenido junto al Louvre, justo debajo de la ventana de los servicios, esperando a que cambiara el semáforo.
«Una imprudencia temeraria», se dijo el capitán. Langdon no podía saber qué cargaba el camión debajo de la lona. ¿Y si hubiera transportado acero? ¿O cemento? ¿O incluso basura? ¿Un salto de doce metros de altura? Aquello era una locura.
—¡El punto está girando! —gritó Collet—. ¡Está girando a la derecha por el Pont des Saints-Péres!
Sí, lo veía desde ahí, el camión había frenado y estaba girando por el puente. «Ya está», pensó. Con sorpresa, observó el camión desaparecer tras dar la curva. Collet ya estaba comunicando el mensaje a los agentes que estaban fuera, ordenándoles que abandonaran el perímetro del museo y salieran en coches-patrulla a perseguir el camión, mientras les informaba momento a momento de sus cambios de ubicación, como si estuviera cubriendo una extraña retransmisión deportiva.
«No pasa nada», pensó Fache, convencido. Sus hombres tendrían rodeado el camión en cuestión de minutos. Langdon no podía ir demasiado lejos.
Enfundó la pistola, salió de los servicios y se comunicó con Collet por radio.
—Que me traigan el coche. Quiero estar presente cuando lo detengan.
Mientras desandaba sus pasos por la Gran Galería, se preguntaba si Langdon habría sobrevivido a la caída.
No es que le importara lo más mínimo. «Langdon se había escapado. Era culpable».
A menos de quince metros de los servicios, Langdon y Sophie se ocultaban en la penumbra de la Gran Galería, con la espalda apretada contra uno de los tabiques que impedían que las puertas se vieran desde el pasillo. A duras penas habían conseguido esconderse para que Fache no los viera cuando pasó como un rayo con la pistola en la mano.
Los últimos sesenta segundos habían sido muy confusos.
Langdon seguía en el servicio, negándose a huir de la escena de un crimen que no había cometido, cuando Sophie se había puesto a observar el cristal de la ventana y a examinar la conexión de la alarma que tenía incorporado. Luego había mirado hacia abajo, como midiendo la caída.
—Con un poco de puntería, podría salir de aquí —le dijo.
—¿Puntería? —Incómodo, miró hacia abajo.
En la calle, un camión enorme estaba justo debajo del servicio esperando a que el semáforo se pusiera en verde. La carga iba cubierta por una lona no muy tensa de vinilo. Langdon esperaba que Sophie no estuviera pensando lo que parecía estar pensando.
—Sophie, no pienso saltar…
—Sáquese el dispositivo de seguimiento de la chaqueta.
Desconcertado, Langdon rebuscó en el bolsillo hasta que encontró el minúsculo disco metálico. Sophie se lo arrancó de las manos y se acercó al lavabo. Cogió una pastilla de jabón y encajó el disco dentro, haciendo presión con los dedos para que quedara fijo. Cuando estuvo bien metido, rellenó el hueco que había abierto con el trozo de jabón sobrante de manera que el dispositivo quedara totalmente oculto dentro de la pastilla.
Alargándole el jabón a Langdon, Sophie levantó del suelo una pesada papelera metálica que había debajo del lavabo y, antes de que Langdon pudiera reaccionar, se acercó corriendo a la ventana y rompió con ella el cristal.
Las alarmas se dispararon y empezaron a aullar con una estridencia ensordecedora.
—¡Déme el jabón! —gritó Sophie, aunque con aquel ruido apenas se le oía.
Langdon le pasó la pastilla.
Sophie la agarró bien y se asomó a la ventana. El blanco era muy grande y estaba separado sólo unos tres metros del edificio. Cuando el semáforo estaba a punto de ponerse verde, Sophie aspiró hondo y arrojó el jabón a la oscuridad de la noche.
La pastilla aterrizó sobre la lona y resbaló un poco antes de detenerse, justo cuando el semáforo se ponía en verde.
—Felicidades —dijo Sophie, arrastrándolo hasta la puerta—. Acaba de escapar del Louvre.
Abandonando el servicio, se internaron en las sombras en el mismo instante en que Fache volvía a pasar.
Ahora que la alarma había dejado de sonar, Langdon oía el aullido de las sirenas de los coches-patrulla que se alejaban del museo. Fache también había salido corriendo, dejando desierta la Gran Galería.
—Hay una escalera de incendios a unos cincuenta metros de aquí —dijo Sophie—. Ahora que los guardias están abandonando sus puestos en el exterior del edificio, podremos salir.
Langdon decidió no decir nada más en toda la noche. Estaba claro que Sophie era mucho más lista que él.