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—¿Cómo que no contesta? —preguntó Fache, incrédulo—. ¿Está llamando a su móvil, no? Me consta que lo lleva.

Collet llevaba un rato intentando localizarla.

—Tal vez se ha quedado sin batería. O tiene el timbre desactivado.

Desde que había hablado por teléfono con el director del Departamento de Criptografía, Fache estaba inquieto. Después de colgar, le había pedido a Collet que contactara con la agente Neveu. Éste no lo lograba, y el capitán caminaba de un lado para otro como un animal enjaulado.

—¿Por qué han llamado de Criptografía? —le preguntó Collet.

Fache se giró.

—Para decirnos que no han encontrado referencias a diablesas draconianas ni a nada parecido.

—¿Y nada más?

—No, también para decirnos que acaban de identificar el código numérico con los dígitos de Fibonacci, pero que sospechan que esa serie carece de significado.

Collet estaba confundido.

—Pero si ya han enviado a la agente Neveu para informarnos de eso mismo.

Fache negó con la cabeza.

—No. Ellos no han enviado a Neveu.

—¿Qué?

—Según el director, siguiendo mis órdenes, ha hecho ver las fotos que le he enviado a todos los miembros de su equipo. Cuando la agente ha llegado, les ha echado un vistazo, ha tomado nota del mensaje misterioso de Sauniére y se ha ido sin decir una palabra. El director me ha dicho que no ha cuestionado su comportamiento porque era comprensible que estuviera afectada.

—¿Afectada? ¿Es que no ha visto nunca la foto de un cadáver?

Fache se quedó un momento en silencio.

—Yo no lo sabía, y por lo que parece el director tampoco hasta que se lo dijo un colaborador, pero resulta que Sophie Neveu es la nieta de Jacques Sauniére.

Collet se quedó mudo.

—El director me ha comentado que eso es algo que ella nunca le había mencionado, y que suponía que era porque no había querido recibir ningún trato de favor por tener un abuelo famoso.

«No me extraña que le afectaran las fotos».

A Collet casi no le entraba en la cabeza la terrible coincidencia que había hecho que una mujer joven tuviera que descifrar un código escrito por un familiar muerto. Con todo, sus acciones no tenían demasiado sentido.

—Está claro que reconoció que aquellos números eran la Secuencia de Fibonacci, porque luego vino aquí y nos lo dijo. No entiendo por qué se fue de la oficina sin decirle a nadie que los había descifrado.

A Collet sólo se le ocurría una hipótesis para explicar aquellos desconcertantes hechos: que Sauniére hubiera escrito el código numérico en el suelo con la esperanza de que Fache incorporara a algún criptógrafo en la investigación y, por tanto, su propia nieta se involucrara en el caso. En cuanto al resto del mensaje, ¿se estaba comunicando de algún modo el conservador con su nieta? Si era así, ¿qué le estaba diciendo? ¿Y qué pintaba Langdon en todo aquello?

Antes de que Collet pudiera seguir dándole vueltas a esas cosas, el silencio del museo desierto se vio roto por el sonido de una alarma, que parecía venir de la Gran Galería.

—¡Alarma! —gritó uno de los agentes, sin apartar la vista de la pantalla del centro de control del museo—. ¡Gran Galería! ¡Servicio de caballeros!

Fache miró a Collet.

—¿Dónde está Langdon?

—¡Sigue en el aseo! —respondió, señalando el punto rojo intermitente en el plano de su ordenador portátil—. Debe de haber roto la ventana.

Collet sabía que Langdon no podía llegar muy lejos. Aunque la ley contra incendios obligaba a que las ventanas de los edificios públicos situadas por encima de los quince metros tuvieran cristales rompibles en caso de incendio, salir por una ventana de la segunda planta del Louvre sin tener escalera ni arneses era suicida. Y más en aquel caso, porque al fondo del Ala Denon no había ni árboles ni plantas para parar el golpe. Justo debajo de los servicios se extendía la Place du Carrousel, con sus dos carriles de circulación.

—¡Dios mío! —exclamó Collet con la vista fija en la pantalla—. ¡Langdon se está subiendo al alféizar de la ventana!

Pero Fache ya se había puesto en marcha. Sacando el revólver Manurhin MR-93 de la cartuchera, salió a toda prisa de la oficina.

Collet seguía mirando perplejo la pantalla, donde el punto rojo seguía parpadeando en el alféizar hasta que de repente hizo algo totalmente inesperado y salió del perímetro del edificio.

«¿Qué está pasando aquí? —pensó—. ¿Está en el alféizar o…?».

—¡Dios mío! —gritó, levantándose de la silla al ver que el punto rojo estaba del otro lado del muro. La señal pareció debilitarse un instante, y acto seguido se detuvo abruptamente a unos diez metros del perímetro del edificio.

Accionando el teclado, Collet encontró un plano de París y recalibró el GPS. Gracias al zoom, logró determinar la posición exacta de la señal, que había dejado de moverse en medio de la Place du Carrousel.

Langdon había saltado.