16

Sophie se preguntaba cuánto tiempo tardaría Fache en darse cuenta de que aún no había salido del museo. Al ver que Langdon estaba apabullado, Sophie empezó a dudar de si había hecho bien arrinconándolo ahí, en el servicio de caballeros.

«Pero ¿qué otra cosa podía hacer?».

En su mente vio el cuerpo de su abuelo, en el suelo, desnudo y con los miembros extendidos. En una época lo había significado todo para ella, pero aquella noche, para su sorpresa, constató que no sentía apenas tristeza por su muerte. Ahora Jacques Sauniére era un desconocido. Su relación dejó de existir en un instante, una noche de marzo, cuando ella tenía veintidós años. «Hace ya diez». Sophie, que había vuelto hacía unos días de la universidad inglesa en la que estudiaba, llegó a casa antes de lo previsto y encontró a su abuelo haciendo algo que se suponía que no debía ver. Aquella imagen era tan insólita que aún hoy le costaba creer que hubiera sido cierta.

«Si no lo hubiera visto con mis propios ojos…».

Demasiado avergonzada y aterrada para soportar los torturados intentos de su abuelo por explicárselo todo, Sophie se independizó inmediatamente, recurriendo a unos ahorros que tenía, y alquiló un apartamento pequeño con unas amigas. Se juró no hablar nunca con nadie de lo que había visto. Su abuelo intentó desesperadamente ponerse en contacto con ella, le envió cartas y notas en las que le suplicaba que se reuniera con él para poder darle una explicación. «Pero ¿qué me va a explicar?». Sophie no le respondió nunca excepto en una ocasión, para prohibirle que la llamara o intentara abordarla en lugares públicos. Temía que su explicación fuera aún más terrorífica que el incidente mismo.

Por increíble que parezca, Sauniére nunca se dio por vencido, y en aquel momento Sophie acumulaba en una cómoda las cartas sin abrir de aquellos diez años. En honor a la verdad, debía reconocer que su abuelo no la había desobedecido nunca y en todo aquel tiempo nunca le había llamado por teléfono.

«Hasta esta tarde».

«Sophie —la voz del mensaje que grabó en el contestador era la de una persona envejecida—. Me he plegado mucho tiempo a tus deseos… y me duele tener que llamarte, pero debo hablar contigo. Ha sucedido algo terrible».

De pie en la cocina de su apartamento de París, Sophie sintió un escalofrío al oírle después de tantos años. La dulzura de su voz le trajo una cascada de recuerdos de infancia.

«Sophie, escúchame, por favor. No puedes seguir enfadada toda la vida. ¿Es que no has leído las cartas que te he enviado durante todos estos años? ¿Es que aún no lo entiendes? —Hizo una pausa—. Tenemos que hablar ahora mismo. Por favor, concédele a tu abuelo este único deseo. Llámame al Louvre. Ahora mismo. Creo que los dos corremos un gran peligro».

Sophie se quedó mirando el contestador. «¿Peligro? ¿De qué está hablando?».

«Princesa… —la voz de su abuelo se quebró con una emoción que Sophie no terminaba de identificar—. Sé que te he ocultado cosas, y sé que eso me ha costado tu amor. Pero si lo hice fue por tu seguridad. Ahora debes saber la verdad. Por favor, tengo que contarte la verdad sobre tu familia».

De pronto Sophie se oía los latidos de su corazón. «¿Mi familia?». Sus padres habían muerto cuando ella tenía sólo cuatro años. Su coche se salió de un puente y se precipitó a un río de aguas rápidas. Su abuela y su hermano menor iban con ellos, y toda su familia desapareció de un plumazo. Tenía una caja llena de recortes de prensa que lo confirmaban.

Una oleada de nostalgia se apoderó de ella al oír aquellas palabras. «¡Mi familia!». En aquel instante fugaz, Sophie vio imágenes de un sueño que de niña le había despertado en incontables ocasiones. «¡Mi familia está viva! ¡Y vuelve a casa!». Pero, al igual que en el sueño, aquellas imágenes se esfumaron en el olvido.

«Tu familia está muerta, Sophie, y no va a volver a casa».

«Sophie —proseguía su abuelo en el mensaje—, llevo años esperando para decírtelo, esperando a que fuera el momento propicio. Pero ahora el tiempo se ha agotado. Llámame al Louvre tan pronto como oigas este mensaje. Yo te estaré esperando aquí toda la noche. Me temo que los dos estamos en peligro. Y hay tantas cosas que tú no sabes…».

El mensaje terminaba ahí.

En el silencio que siguió, Sophie se quedó inmóvil, temblando, lo que le parecieron minutos enteros. Reflexionando sobre aquellas palabras de su abuelo, llegó a la conclusión de que la única posibilidad lógica era que se tratara de una trampa.

Era evidente que estaba desesperado por verla y que estaba dispuesto a intentar cualquier cosa. El desprecio que sentía por él se hizo mayor. A Sophie se le ocurrió que tal vez tuviera una enfermedad terminal y había decidido recurrir a cualquier truco para lograr que ella fuera a verlo por última vez. Si era así, había accionado el resorte correcto.

«Mi familia».

Ahora, en la penumbra del servicio de caballeros del museo, a Sophie le llegaban los ecos del mensaje del contestador. «Sophie, me temo que los dos estamos en peligro. Llámame».

No le había llamado. Ni se le había pasado por la cabeza. Ahora, sin embargo, todo aquello desafiaba enormemente su escepticismo. Su abuelo yacía sin vida en su museo. Y había escrito un mensaje cifrado en el suelo.

Un mensaje para ella. De eso no le cabía la menor duda.

A pesar de no entender qué significaba, su naturaleza críptica era una prueba más de que ella era la destinataria de aquellas palabras. Su pasión y sus dotes para la criptografía eran el resultado de haberse educado con Jacques Sauniére —un fanático de los enigmas, los juegos de palabras y los rompecabezas. «¿Cuántos domingos nos habíamos pasado resolviendo los crucigramas y los pasatiempos del periódico?».

A los doce años, Sophie ya era capaz de completar sola el crucigrama de Le Monde, y su abuelo la introdujo en los crucigramas en inglés, los problemas matemáticos y los dameros numéricos. Ella lo devoraba todo. Finalmente, había logrado hacer de su pasión su trabajo, y se convirtió en criptógrafa de la Policía Judicial.

Esa noche, a la profesional que había en ella no le quedaba más remedio que elogiar la habilidad de su abuelo para unir, mediante un sencillo código, a dos perfectos desconocidos: ella misma y Robert Langdon.

La cuestión era por qué lo había hecho.

Desgraciadamente, a juzgar por la expresión de desconcierto del americano, éste no tenía más idea que ella de los motivos de su abuelo para reunirlos de aquel modo.

—Usted y mi abuelo habían quedado en verse hoy —insistió Sophie—. ¿Con qué motivo?

Langdon parecía totalmente perplejo.

—Su secretaria me llamó para proponerme el encuentro, y no mencionó ningún motivo en concreto. La verdad es que yo tampoco se lo pregunté. Supuse que se había enterado de que iba a dar una conferencia sobre la iconografía pagana en las catedrales francesas, que estaba interesado en el tema y que debió parecerle buena idea que nos conociéramos después y charláramos mientras nos tomábamos una copa.

Sophie no se lo creyó. La explicación no se sostenía por ningún lado. Su abuelo sabía más que ninguna otra persona en el mundo sobre iconografía pagana. Y más aún, era una persona extremadamente reservada, nada dada a iniciar charlas intrascendentes con el primer profesor americano que se le cruzara en el camino, a menos que tuviera un motivo importante para hacerlo.

Sophie aspiró hondo y volvió a insistir.

—Mi abuelo me ha llamado esta misma tarde para decirme que él y yo estábamos en grave peligro. ¿Le dice algo eso?

Los ojos de Langdon se nublaron.

—No, pero teniendo en cuenta los hechos de esta noche…

Sophie asintió. Teniendo en cuenta los hechos de esa noche, sería de imprudentes no tener miedo. Se sintió vacía, y se acercó a la ventana que había al fondo del aseo. A través de los cables de las alarmas pegados al vidrio miró hacia fuera en silencio. La altura era considerable. Al menos doce metros.

Suspirando, alzó la vista y contempló el deslumbrante perfil de París. A su izquierda, al otro lado del Sena, la Torre Eiffel iluminada. Justo enfrente, el Arco de Triunfo. Y a la derecha, en lo alto de la colina de Montmartre, la grácil cúpula arabizante del Sacré Coeur, con su piedra blanca y pulida resplandeciente como un santuario encendido.

Allí, en el extremo más occidental del Ala Denon, la Place du Carrousel parecía pegarse al muro exterior del Louvre, separada sólo por una estrecha acera. A lo lejos, la cotidiana retahíla de camiones de reparto, la pesadilla de la ciudad, avanzaban y se detenían en los semáforos, y sus luces parecían hacerle guiños burlones.

—No sé qué decir —comentó Langdon poniéndose a su lado—. Es evidente que su abuelo intenta decirnos algo. Siento ser de tan poca ayuda.

Sophie se volvió, consciente de que el pesar que notaba en las palabras de Langdon era sincero. Con todos los problemas que tenía, estaba claro que quería ayudarla. «Debe de ser el profesor que lleva dentro», pensó, pues había leído el informe de la DCPJ sobre el sospechoso. Se trataba de un académico que, evidentemente, odiaba no entender las cosas.

«Eso lo tenemos en común», pensó.

Como criptógrafa, Sophie se ganaba la vida buscando significados a datos que en apariencia no los tenían. Aquella noche algo le decía que, lo supiera o no, Robert Langdon disponía de una información que ella necesitaba desesperadamente. «Princesse Sophie. Busca a Robert Langdon». El mensaje de su abuelo no podía ser más claro. Tenía que encontrar la manera de pasar mas tiempo con aquel profesor. Tiempo para pensar. Tiempo para aclarar juntos aquel misterio. Pero, por desgracia, tiempo era precisamente lo que no tenían.

Lo miró, y dio el único paso que se le ocurrió.

—Bezu Fache va a ordenar su detención en cualquier momento.

Yo puedo sacarlo de este museo. Pero tenemos que ponernos en marcha ya.

Langdon abrió mucho los ojos.

—¿Quiere que me escape?

—Es lo más inteligente que puede hacer. Si deja que Fache lo detenga ahora, se pasará meses en una cárcel francesa mientras la Policía judicial y la Embajada americana discuten qué tribunales son competentes para juzgar su caso. Pero si salimos de aquí y llegamos a su embajada…. Su gobierno velará por sus derechos mientras nosotros demostramos que usted no ha tenido nada que ver en este asesinato.

Langdon no estaba nada convencido.

—¡Ni lo sueñe! ¡Fache tiene guardias armados en todas las salidas! Y aunque lográramos escapar sin que nos dispararan, huir sólo me haría parecer culpable. Lo que tiene que hacer es decirle a Fache que el mensaje del suelo era para usted y que mi nombre no está escrito a modo de acusación.

—Eso pienso hacerlo —replicó Sophie con voz atropellada—, pero después de que se encuentre a salvo en la Embajada de los Estados Unidos. Está a menos de dos kilómetros de aquí, y tengo el coche aparcado justo delante del museo. Tratar con Fache desde aquí es demasiado complicado. ¿No lo ve? Esta noche se ha propuesto demostrar que usted es culpable. Si aún no lo ha detenido es porque espera que usted haga algo que lo incrimine más.

—Exacto. Como escaparme, por ejemplo.

El teléfono móvil de Sophie empezó a sonar. «Seguramente será Fache». Se metió la mano en el bolsillo del suéter y lo desconectó.

—Señor Langdon —le dijo con impaciencia—. Debo hacerle una última pregunta. —«Y todo tu futuro podía depender de la respuesta»}—. Es evidente que lo que está escrito en el suelo no demuestra su culpabilidad, pero sin embargo Fache le ha dicho a los miembros de su equipo que está seguro de que usted lo ha hecho. ¿Se le ocurre algún otro motivo que le haya llevado a la convicción de que es usted culpable?

Langdon se quedó en silencio unos segundos.

—No, ninguno.

Sophie suspiró. «Eso significa que Fache está mintiendo. Sophie no sabía por qué, pero en aquellas circunstancias aquello no era lo importante. El caso era que el capitán estaba decidido a poner a Robert Langdon entre rejas aquella misma noche, costara lo que costara. Y que Sophie lo necesitaba a su lado. Aquel dilema sólo le dejaba una salida lógica».

«Es imprescindible que lleve a Langdon a la embajada».

Volvió a girarse para mirar por la ventana, a través de los cables de la alarma pegados al cristal blindado, hacia la acera, que estaba a al menos doce metros por debajo. Saltar desde aquella altura dejaría a Langdon con las dos piernas rotas, como mínimo.

Sin embargo, Sophie se decidió.

Robert Langdon estaba a punto de escaparse del Louvre, lo quisiera o no.