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Era la hora.

Silas se sintió con energías renovadas al bajarse del Audi negro. La brisa nocturna le agitaba el hábito. «Los vientos del cambio están en el aire». Sabía que la tarea que tenía encomendada requería más maña que fuerza, y se dejó la pistola en el coche. Era El Maestro quien le había proporcionado aquella Heckler and Koch USP 40, con cargador de trece tiros.

«No hay sitio para el arma de la muerte en la casa de Dios».

La plaza que había frente a la iglesia estaba desierta a esa hora, y las únicas almas que pululaban por su extremo más alejado eran dos prostitutas adolescentes que mostraban su mercancía a los turistas noctámbulos. Sus cuerpos núbiles despertaron el recuerdo del deseo en las ingles de Silas. Dobló un poco las piernas, instintivamente, y el cilicio se le clavó en la carne y le causó dolor. Las ganas se desvanecieron al instante. Desde hacía ya diez años, Silas se había abstenido devotamente de toda satisfacción sexual, incluso de la que hubiera podido proporcionarse a sí mismo. Así estaba prescrito en Camino. Sabía que había sacrificado mucho para seguir al Opus Dei, pero había recibido mucho más a cambio. Un voto de celibato y de renuncia a todos los bienes personales no representaba apenas sacrificio alguno. Teniendo en cuenta la pobreza en la que había nacido y los horrores sexuales que había soportado en la cárcel, el celibato había sido un cambio favorable.

Ahora, en su primera visita a Francia desde su detención y traslado a Andorra, Silas notaba que su patria lo estaba poniendo a prueba, haciendo que a su alma redimida afloraran violentos recuerdos. «Tú has vuelto a nacer», se recordaba a sí mismo. El servicio a Dios que había hecho aquel día había requerido del pecado del asesinato, un sacrificio que sabía que tendría que llevar secretamente en su corazón toda la eternidad.

«La medida de tu fe es la medida del dolor que seas capaz de soportar», le había dicho El Maestro. A Silas el dolor no le era desconocido, y estaba ansioso por demostrar su fidelidad a quien le había asegurado que sus acciones venían ordenadas por un poder superior.

—Hago la obra de Dios —dijo Silas en voz baja mientras se acercaba a la entrada de la iglesia.

Deteniéndose en la penumbra de la enorme puerta, aspiró hondo. Hasta ese momento no fue plenamente consciente de lo que estaba a punto de hacer, ni de lo que le aguardaba dentro.

—La clave. Ella nos conducirá a nuestra meta final.

Alzó su puño blanco, fantasmagórico, y golpeó con él tres veces el portón.

Instantes después, los cerrojos de aquella enorme entrada empezaron a girar.