—¿Dónde está Langdon? —preguntó Fache al volver al puesto de mando, soltando el humo de la última calada de su cigarrillo.
—Sigue en el servicio de caballeros. —El teniente Collet llevaba un rato esperando aquella pregunta.
Fache emitió uno de sus gruñidos.
—Veo que se toma su tiempo.
El capitán miró el punto rojo de la pantalla por encima del hombro de Collet, que notaba perfectamente que su superior tramaba algo, aunque en realidad Fache estaba reprimiendo sus ganas de ir a ver qué hacía el sospechoso. Porque lo ideal era que el individuo sometido a vigilancia se sintiera lo más libre posible, que tuviera una falsa sensación de seguridad. Langdon debía volver, por tanto, cuando quisiera. Pero aun así ya habían pasado diez minutos.
«Demasiado tiempo».
—¿Hay alguna posibilidad de que Langdon se haya dado cuenta de que lo estamos vigilando?
Collet negó con la cabeza.
—Aún se detectan pequeños movimientos en el interior del servicio, por lo que el GPS sigue obviamente dentro del bolsillo. A lo mejor se encuentra mal. Si hubiera encontrado el dispositivo, lo habría tirado y habría intentado escapar.
Fache consultó la hora.
—Está bien.
De todos modos, el capitán parecía preocupado. Durante toda la noche, Collet había detectado un nerviosismo en él que no era nada normal. Habitualmente, en situaciones de presión, se mostraba frío y distante, pero aquella noche parecía haber una implicación más emocional en su manera de actuar, como si se tratara de un asunto personal.
«No me extraña —pensó Collet—. Fache necesita desesperadamente detener a alguien». Hacía poco, el Consejo de Ministros y los medios de comunicación habían empezado a cuestionar de manera más abierta sus tácticas agresivas, sus encontronazos con algunas embajadas importantes y la desproporcionada partida del presupuesto que había destinado a nuevas tecnologías. Si aquella noche se producía la detención de un ciudadano norteamericano gracias al uso de las telecomunicaciones electrónicas, lograría silenciar en gran medida a sus críticos, lo que le ayudaría a mantenerse unos años más en el cargo, hasta que fuera el momento de jubilarse con una sustanciosa pensión. «Y Dios sabe bien que esa pensión le va a hacer mucha falta», pensó el teniente. El interés de Fache por la tecnología le había supuesto costes profesionales y personales. Se rumoreaba que había invertido todos sus ahorros durante la época de la especulación tecnológica de hacía unos años, y que lo había perdido todo. «Y Fache es de los que no se conforman con poco».
Esa noche aún tenían mucho tiempo. La extraña interrupción de Sophie Neveu, aunque inoportuna, había sido sólo un contratiempo menor. Ahora ya se había ido y Fache aún tenía algunas cartas que poner sobre la mesa. Aún tenía que informar a Langdon de que su nombre había aparecido escrito en el suelo, junto a la víctima. «P. S. Buscar a Robert Langdon». La reacción que tuviera el americano ante aquella prueba iba a ser decisiva.
—¿Capitán? —llamó uno de los agentes desde el otro lado del despacho, sosteniendo muy serio el auricular de un teléfono—. Creo que debería atender esta llamada.
—¿Quién es? —preguntó.
El agente frunció el ceño.
—Es el director de nuestro Departamento de Criptografía.
—¿Y?
—Es acerca de Sophie Neveu, señor. Parece que hay algo que no va bien.