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Une plaisanterie numérique? —Bezu Fache estaba lívido y miraba a Sophie Neveu con incredulidad.

—¿Una broma numérica? ¿Me está diciendo que su valoración profesional del código de Sauniére es que se trata de una especie de travesura matemática?

Fache no entendía cómo podía tener semejante desfachatez. No sólo lo había interrumpido de aquella manera, sino que ahora intentaba convencerlo de que Sauniére, en los instantes finales de su vida, se había despedido con un gag matemático.

—Este código —insistió Sophie—, es simple hasta el absurdo. Jacques Sauniére debe de haber sido consciente de que lo descifraríamos al momento. —Se sacó un trozo de papel del bolsillo del suéter y se lo dio al capitán.

—Aquí lo tiene descifrado.

Fache lo estudió.

1-1-2-3-5-8-13-21

—¿Qué es esto? —exclamó—. ¡Pero si lo único que ha hecho ha sido colocar los números en orden ascendente!

Sophie se atrevió a esbozar una sonrisa satisfecha.

—Exacto.

El capitán bajó la voz hasta convertirla en un susurro gutural.

—Agente Neveu, no tengo ni idea de adónde pretende llegar con esto, pero le sugiero que llegue rápido.

Miró un instante a Langdon, que estaba algo apartado, con el teléfono en la oreja, y seguía, al parecer, escuchando el mensaje de la Embajada americana. A juzgar por su expresión, no eran buenas noticias.

—Capitán —replicó Sophie con desafío en la voz—, la secuencia de números que tiene usted entre las manos resulta ser una de las progresiones matemáticas más famosas de la historia.

Fache no sabía siquiera que hubiera unas progresiones más famosas que otras, y no le gustaba nada aquel tono de suficiencia de la agente.

—Se trata de la Secuencia de Fibonacci —prosiguió Sophie, moviendo la cabeza en dirección al pedazo de papel que Fache aún tenía en la mano—. Una progresión en la que cada número se obtiene por la suma de los dos anteriores.

Fache volvió a fijarse en aquella secuencia. Era verdad. Todos los dígitos eran la suma de los dos dígitos anteriores, aunque no veía qué tenía que ver aquello con la muerte de Sauniére.

—El matemático Leonardo Fibonacci creó esta sucesión de números en el siglo XIII. Es obvio que no puede ser casual que el conservador escribiera en el suelo todos los números de la famosa secuencia.

Fache se quedó mirando a la joven unos instantes.

—Muy bien, si no es ninguna coincidencia, dígame entonces por qué hizo Sauniére una cosa así. ¿Qué es lo que nos dice? ¿Qué nos quiere decir?

Sophie se encogió de hombros.

—Nada de nada. Esa es la cuestión. Se trata de una broma criptográfica muy simple. Algo así como coger las palabras de un poema famoso y mezclarlas aleatoriamente para ver si alguien reconoce lo que tienen en común.

Fache se adelantó amenazadoramente y quedó a sólo unos centímetros de la agente.

—Sinceramente, espero que tenga alguna explicación más convincente que esta.

La dulce expresión de Sophie se endureció al momento.

—Capitán, teniendo en cuenta lo que está en juego aquí esta noche, creo que le interesará saber que Jacques Sauniére podría estar jugando a desorientarle. Pero por lo que se ve a usted no le interesa entrar en su juego. Informaré al director de Criptografía de que ya no precisa de nuestros servicios.

Dicho aquello, Sophie dio media vuelta y se alejó por donde había venido.

Atónito, el capitán la vio desaparecer en la oscuridad. «¿Se ha vuelto loca?». Sophie Neveu acababa de redefinir el concepto de «suicidio profesional».

Volvió la cabeza para mirar a Langdon, que seguía pegado al teléfono, más preocupado que antes, escuchando con atención el mensaje. «La Embajada de los Estados Unidos». Había muchas cosas por las que Bezu Fache sentía desprecio, pero pocas le encolerizaban tanto como la Embajada americana.

Fache y el embajador se enfrentaban con cierta regularidad en relación a asuntos de Estado de competencia conjunta. Su caballo de batalla más frecuente era el cumplimiento de la ley por parte de los ciudadanos estadounidenses. Casi a diario la DCPJ detenía a alumnos americanos que participaban en intercambios escolares en posesión de drogas; a empresarios americanos que habían solicitado los servicios de prostitutas menores de edad, a turistas americanos que robaban en las tiendas o atentaban contra la propiedad privada. Legalmente, la Embajada de los Estados Unidos estaba facultada para intervenir y extraditar a los culpables a su país, donde recibían poco más que una palmada en el trasero.

Y eso era lo que hacía siempre la embajada.

Lémasculation de la Police Judiciaire, lo llamaba Fache. El París Match había publicado hacía poco una tira cómica en la que Fache aparecía como un perro policía intentando morder sin éxito a un delincuente americano, porque estaba atado con cadenas a la Embajada americana.

«Esta noche no —se dijo—. Hay demasiado en juego».

Cuando Robert Langdon colgó el teléfono, tenía muy mala cara.

—¿Va todo bien? —le preguntó el capitán. Langdon negó débilmente con la cabeza.

«Debe de haber recibido malas noticias de su familia», conjeturó Fache cuando, al coger el teléfono móvil que Langdon le devolvía, vio que estaba sudando.

—Un accidente —dijo al fin, mirando al capitán con una expresión extraña—. Un amigo… voy a tener que coger el primer vuelo de la mañana.

Fache no tenía ninguna duda de que la expresión de su cara era auténtica, pero notaba que había algo más, como si un miedo distante se hubiera asomado a los ojos del americano.

—Lo siento —dijo sin quitarle la vista de encima—. ¿Quiere sentarse un momento? —le ofreció, indicándole uno de los bancos de la galería.

Langdon asintió, ausente, y dio unos pasos en dirección al banco, pero al momento se detuvo, como desconcertado y confuso.

—En realidad, creo que debería ir al servicio.

En su fuero interno, Fache estaba contrariado por aquel retraso.

—El servicio. Sí, claro. Hagamos una pausa. —Señaló el fondo de la galería, a la entrada por la que habían venido—. El servicio está al lado de la oficina del conservador.

Langdon vaciló, señalando en la otra dirección, justo al otro extremo de la galería.

—Creo que hay otro mucho más cerca, por ahí.

Fache se dio cuenta de que tenía razón. Ya estaban a dos tercios del fondo del pasillo, y la Gran Galería moría en una pared con dos servicios.

—¿Quiere que le acompañe?

Langdon declinó la oferta con un movimiento de cabeza mientras se ponía en movimiento.

—No hace falta. Creo que necesito estar solo unos minutos.

A Fache no le entusiasmaba la idea de que el americano se pusiera a, caminar solo por aquella galería, pero le tranquilizaba saber que por el otro extremo no había salida, que la única vía de acceso era la que habían tomado ellos. Aunque la ley de incendios francesa exigía la existencia de salidas de emergencia en un espacio tan grande como aquel, cuando Sauniére había activado el sistema de seguridad éstas habían quedado selladas. Sí, era cierto, ahora el sistema ya volvía a estar operativo y las salidas de emergencia volvían a estar abiertas, pero no importaba, porque si alguien abría las puertas exteriores las alarmas contra incendios se activarían. Además, estaban custodiadas desde fuera por agentes de la Policía judicial. Era imposible que Langdon se escapara sin que Fache lo supiera.

—Tengo que volver al despacho de Sauniére un momento —dijo Fache—. Cuando esté listo vaya a buscarme allí, señor Langdon. Aún quedan algunos asuntos pendientes.

El americano le hizo un gesto con la mano mientras se perdía en la oscuridad del pasillo.

Fache se dio media vuelta y se fue en dirección contraria, irritado. Al llegar a la reja, se agachó, pasó al otro lado y siguió andando a toda prisa hasta llegar al centro de operaciones instalado en el despacho de Sauniére.

—¿Quién le ha dado permiso a Sophie Neveu para entrar en el edificio? —bramó.

Collet fue el primero en responder.

—Les dijo a los guardias que había descifrado el código. Fache miró a su alrededor.

—¿Ya se ha ido?

—¿No está con usted?

—No, se ha ido. —Fache salió a mirar al pasillo. Según parecía, Sophie no estaba de humor para pararse un rato a charlar con los demás agentes antes de irse.

Durante un momento se le ocurrió avisar por radio a los guardias del entresuelo para decirles que no dejaran salir a Sophie y le ordenaran volver a la galería, pero lo pensó mejor. En realidad, era sólo su orgullo lo que lo impulsaba a actuar así… siempre quería tener él la última palabra. Aquella noche ya había tenido bastantes distracciones.

«Ya te encargarás más tarde de la agente Neveu», se dijo a sí mismo, ansioso por despedirla.

Apartándose a la criptógrafa de la mente, Fache se quedó un instante observando el caballero en miniatura que había sobre la mesa de Sauniére y acto seguido se volvió para hablar con Collet.

—¿Lo tienes?

Collet asintió parcamente y giró el ordenador portátil para que Fache viera la pantalla. El punto rojo se veía con claridad en medio de aquel plano de la galería, parpadeando metódicamente en un espacio que correspondía a los TOILETTES PUBLIQUES.

—Muy bien —dijo Fache, encendiendo un cigarrillo y saliendo a la antesala—. Tengo que hacer una llamada. Asegúrate de que el americano no vaya a ningún otro sitio.