105

La noche ya había caído sobre Rosslyn.

Robert Langdon estaba solo en el porche de la casa, complacido con las risas y las conversaciones que le llegaban desde el otro lado de la mosquitera. El café brasileño bien cargado que se estaba tomando le ayudaba a superar el creciente cansancio, aunque se temía que el efecto no iba a durarle mucho, porque sentía que su cuerpo estaba llegando al límite de la extenuación.

—Ha salido discretamente —le dijo una voz a sus espaldas.

Se volvió y vio a la abuela de Sophie. El pelo canoso le brillaba en la noche. Su nombre, durante los últimos veintiocho años, había sido Marie Chauvel.

Langdon le sonrió, cansado.

—Me ha parecido que la familia tenía que estar un rato a solas. Por la ventana veía a Sophie charlando con su hermano. Marie se puso a su lado.

—Señor Langdon, cuando he oído por primera vez la noticia del asesinato de Jacques, he temido por la integridad física de Sophie. Al verla frente a mi casa esta tarde he sentido el mayor alivio de mi vida. Nunca le estaré lo bastante agradecida.

Langdon no sabía muy bien qué decirle. Aunque les había ofrecido a ella y a Sophie un tiempo para hablar en privado, Marie le había pedido que se quedara con ellas y escuchara la conversación. «Está claro que mi marido confiaba en usted, señor Langdon, así que yo también haré lo mismo».

Así, había escuchado mudo de asombro la historia de los difuntos padres de Sophie. Por más increíble que pareciera, los dos provenían de familias merovingias, descendientes directos de María Magdalena y Jesucristo. Sus padres y antepasados, para protegerlos, se habían cambiado los apellidos, Plantard y Saint-Clair. Sus hijos representaban los supervivientes directos del linaje real y, por tanto, habían sido custodiados con celo por el Priorato. Cuando los padres de Sophie murieron en un accidente de coche por causas no aclaradas, el Priorato temió que se hubiera descubierto la verdadera identidad de su linaje.

—Tu abuelo y yo —prosiguió con la voz quebrada por el dolor—, tuvimos que tomar una decisión muy difícil en el momento en que recibimos aquella llamada telefónica. Acababan de encontrar el coche de tu padre en el fondo de un río. —Se secó las lágrimas—. Se suponía que los seis —incluidos vosotros, nuestros nietos— íbamos en aquel coche aquella noche. Por suerte cambiamos de planes en el último momento y tus padres iban solos. Al enteramos del accidente, tu abuelo y yo no encontramos la manera de saber qué había pasado en realidad… ni si se trataba de un verdadero accidente. —Marie miró a su nieta—. Sabíamos que debíamos protegeros, e hicimos lo que nos pareció mejor para vosotros. Jacques informó a la policía de que tanto tu hermano como yo íbamos en el coche… y que, al parecer, nuestros cuerpos habían sido arrastrados por la corriente. En realidad, tu hermano y yo pasamos a llevar una vida anónima ayudados por el Priorato. Pero Jacques era demasiado conocido como para desaparecer así como así. Parecía lógico que tú, Sophie, al ser la mayor, te quedaras en París para que Jacques te instruyera y te educara, cerca del Priorato y de su protección. —Bajó la voz hasta convertirla en un susurro—. Separar a la familia ha sido lo más difícil que he tenido que hacer en mi vida. Jacques y yo nos hemos visto muy pocas veces, y siempre en los lugares más secretos. Hay ciertas ceremonias a las que la hermandad siempre se ha mantenido fiel.

Langdon tenía la sensación de que aquella historia todavía tenía muchos puntos por aclarar, pero se daba cuenta de que no le correspondía a él oírlos. Por eso había salido al porche. Ahora, mientras contemplaba las agujas de Rosslyn, no lograba libarse de la insistente llamada del misterio que quedaba sin resolver. «¿Está el Grial realmente en Rosslyn? Y, si es así, dónde están el cáliz y la espada que Sauniére menciona en su poema».

—Démelo, si quiere —dijo Marie señalando la mano de Langdon.

—Oh, gracias —le respondió alargándole el tazón.

—Me refería a su otra mano —replicó ella mirándole a los ojos. Langdon bajó la vista y se dio cuenta de que tenía el papiro de Sauniére. Había vuelto a sacarlo del criptex con la esperanza de descubrir algo que antes se le hubiera pasado por alto.

—Ah, sí, claro. Disculpe.

Marie lo miró divertida mientras se lo cogía.

—Conozco a un hombre en un banco de París que tendrá mucho interés en volver a ver esta caja de palisandro. André Vernet era un amigo muy querido de Jacques, y mi esposo confiaba ciegamente en él. Habría hecho cualquier cosa por cumplir la promesa que le hizo de cuidar de esta caja.

«Hasta pegarme un tiro», pensó Langdon, que optó por no contarle que seguramente le había roto la nariz a ese hombre.

Al pensar en París, le vinieron a la mente a los tres sénéchaux que habían sido asesinados la noche anterior.

—¿Y el Priorato? ¿Qué pasa ahora con él?

—Los engranajes ya se han puesto en movimiento, señor Langdon. La hermandad ha resistido durante siglos, y esto también lo superará. Siempre hay gente dispuesta a ascender y a reconstruir lo destruido.

Durante toda la noche, Langdon no dejó de sospechar que la abuela de Sophie estaba muy vinculada a las operaciones del Priorato. Después de todo, éste siempre había contado con miembros de sexo femenino. Cuatro Grandes Maestres habían sido mujeres. Los sénéchaux habían sido tradicionalmente hombres —los guardianes—, pero sin embargo las mujeres gozaban de un estatus superior y podían ascender al puesto más alto desde casi cualquier rango.

Langdon pensó en Leigh Teabing y en la abadía de Westminster. Parecía que hubieran pasado siglos.

—¿La Iglesia ha presionado a su esposo para que no diera a conocer los documentos del Sangreal después del «Fin de los Días»?

—No, por Dios. El «Fin de los Días» es una leyenda de mentes paranoicas. No hay nada en la doctrina del Priorato que mencione expresamente una fecha para desvelar el Grial. Es más, el Priorato siempre ha sostenido que el Grial no debería desvelarse nunca.

—¿Nunca? —Langdon estaba anonadado.

—Es el misterio y la curiosidad lo que mueve a nuestras almas, y no el Grial en sí mismo. Su belleza está en lo etéreo de su naturaleza. —Marie Chauvel alzó la vista y la clavó en la capilla de Rosslyn—. Para algunos, el Grial es un cáliz que les concederá la vida eterna. Para otros, es la búsqueda de los documentos perdidos y de la historia secreta. Para la mayoría, sospecho que se trata sólo de una gran idea… un tesoro glorioso e inalcanzable que, en cierta manera, incluso en nuestro caótico mundo de hoy, nos inspira.

—Pero si los documentos del Sangreal permanecen ocultos, la historia de María Magdalena se perderá para siempre —dijo Langdon.

—¿Seguro? Mire a su alrededor. Su historia está presente en el arte, en la música y en los libros. Cada día más. El péndulo está en movimiento. Estamos empezando a captar los peligros de nuestra historia… y de nuestros caminos de destrucción. Estamos empezando a intuir la necesidad de restaurar los aspectos femeninos de la divinidad. —Hizo una pausa—. Ha dicho que está escribiendo un ensayo sobre los símbolos de la divinidad femenina, ¿no?

—Sí.

Sonrió.

—Termínelo, señor Langdon. Cántele su canción. El mundo está necesitado de trovadores modernos.

Se quedó en silencio, sopesando el mensaje que acababa de recibir. Por encima de los campos y la línea de los árboles, la luna se estaba elevando.

Miró el perfil de la capilla y sintió un deseo infantil de conocer sus secretos.

«No preguntes —se dijo—, este no es el momento». Miró un instante el papiro que Marie tenía en la mano y volvió a posar la mirada sobre Rosslyn.

—Hágame la pregunta, señor Langdon —le invitó Marie con expresión divertida—. Esta noche se ha ganado a pulso el derecho a preguntar lo que quiera.

Langdon notó que se estaba ruborizando.

—Quiere saber si el Grial está aquí, en Rosslyn.

—¿Lo sabe usted?

Marie fingió desesperarse y suspiró ruidosamente.

—¿Por qué será que los hombres no son capaces de dejar en paz el Grial? —Se rió—. ¿Qué le hace pensar que está aquí? Langdon le señaló el papiro.

—El poema de su esposo menciona específicamente Rosslyn, aunque también habla de la espada y del cáliz que custodian el Grial. No he visto ningún símbolo de cálices ni de espadas en el templo.

—¿De cálices y de espadas? —preguntó Marie—. ¿Y cómo son exactamente esos símbolos?

Langdon tenía la sensación de que Marie se estaba divirtiendo un poco a su costa, pero le siguió el juego y se los describió.

Por el rostro de Marie pasó un vago recuerdo.

—Ah, sí, claro. La espada representa todo lo masculino. Creo que se dibuja así, ¿no? —Con el dedo índice en la palma de la otra mano, trazó una forma.

—Sí —dijo Langdon. Marie había dibujado la forma «cerrada» de la espada. Langdon había visto el símbolo representado de las dos maneras.

—Y el triángulo inverso —prosiguió ella dibujándoselo en la palma de la mano—, es el cáliz, que representa lo femenino.

—Correcto.

—¿Y dice que entre los cientos de símbolos que tenemos aquí, en la capilla de Rosslyn, estas dos formas no aparecen en ninguna parte? —Yo no las he visto.

—Si se las enseño yo, ¿me promete que se irá a la cama a descansar?

Antes de darle tiempo a responder, Marie Chauvel ya estaba avanzando en dirección a la capilla. Langdon fue tras ella, intentando seguirle el paso. Al llegar al templo, la abuela de Sophie encendió la luz y le señaló el centro del suelo.

Ahí los tiene, señor Langdon, la espada y el cáliz. Langdon contempló la piedra desgastada. No había nada.

—Pero si no hay nada…

Marie suspiró y empezó a recorrer el famoso camino marcado como un surco sobre el pavimento, el mismo que Langdon había visto recorrer hacía un rato a los visitantes. Sus ojos se iban adaptando a la luz, pero él seguía sintiéndose perdido.

—Pero si eso es la estrella de Dav…

Se detuvo en seco, mudo de asombro al darse cuenta.

«La espada y el cáliz».

«Fundidos en uno».

«La estrella de David… la unión perfecta entre hombre y mujer… el sello de Salomón… que marca el sanctasanctórum, donde se creía que moraban las deidades masculinas y femeninas, Yahweh y Sheki nah».

Langdon tardó un minuto en recuperar el habla.

—El verso apunta aquí, a Rosslyn. Completamente. Perfectamente.

María sonrió.

—Aparentemente.

Lo que aquello implicaba le dejó helado.

—Así que el Santo Grial se encuentra en la cámara que está bajo nuestros pies.

Marie se rió.

—Sólo en espíritu. Una de las misiones más antiguas del Priorato era la de devolver algún día el Grial a su tierra, a Francia, para que pudiera reposar por el resto de la eternidad. Durante siglos lo habían ocultado en el campo para mantenerlo a salvo. Cuando llegó al cargo de Gran Maestre, uno de los empeños de Jacques Sauniére había sido restituirle el honor perdido devolviéndolo a Francia y construyéndole un lugar de reposo digno de una reina.

—¿Y lo consiguió?

Marie se puso muy seria.

—Señor Langdon, teniendo en cuenta lo que ha hecho por mí esta noche, y en calidad de conservadora del Patronato de Rosslyn, puedo decirle que, con toda seguridad, el Grial ya no se encuentra aquí.

Langdon decidió insistir.

—Pero se supone que la clave informa sobre el paradero actual del Grial. ¿Por qué habla sobre Rosslyn entonces?

—Tal vez no esté interpretando bien su significado. No olvide que el Grial puede ser engañoso. Igual que mi difunto marido.

—Pero es que no podría estar más claro. Estamos sobre una cámara subterránea marcada con una espada y un cáliz, bajo un cielo de estrellas, rodeados del arte de los Maestros Constructores. Todo habla de Rosslyn.

—Muy bien, déjeme ver ese misterioso poema. —Desenrolló el papiro y declamó los versos en voz alta.

Bajo la antigua Roslin el Grial

con impaciencia espera tu llegada.

Custodios y guardianes de sus puertas

serán por siempre el cáliz y la espada.

Adornada por artes de maestros,

ella reposa al fin en su morada

y el manto que la cubre en su descanso

no es otro que la bóveda estrellada.

Al terminar, se quedó inmóvil unos segundos, hasta que cayó en la cuenta de algo y sonrió.

—Ajá, Jacques.

Langdon la miraba, expectante.

—¿Entiende lo que dice?

—Como ha visto usted mismo en el suelo de la capilla, hay muchas maneras de ver las cosas más simples.

Langdon se esforzaba por comprender. En Sauniére todo parecía tener dobles sentidos, pero Langdon no se veía capaz de ver más allá.

Marie bostezó, agotada.

—Señor Langdon, le haré una confesión. A mí, oficialmente, nunca se me ha hecho partícipe del paradero del Grial, pero claro, estaba casada con una persona de enorme influencia… y mi intuición femenina es buena. —Langdon quiso intervenir, pero ella siguió hablando—. Siento que, después de lo duro que ha trabajado, tenga que irse de Rosslyn sin verdaderas respuestas. Pero aun así, algo me dice que finalmente encontrará lo que busca. Algún día lo entenderá. —Sonrió—. Y cuando lo haga, espero que usted, más que nadie, sepa guardar un secreto.

Oyeron que alguien llegaba a la puerta.

—Habéis desaparecido los dos —dijo Sophie al entrar.

—Yo ya me iba —respondió su abuela acercándose a la entrada—. Buenas noches, princesa. —Le besó la frente—. No entretengas mucho al señor Langdon. Déjalo descansar.

La vieron alejarse en dirección a la casa. Cuando Sophie se volvió, tenía los ojos húmedos de la emoción.

—No es exactamente éste el final que esperaba.

«Ya somos dos», pensó Langdon. Notaba que su compañera de viaje estaba algo desbordada. Las noticias que había recibido esa noche le habían cambiado la vida.

—¿Estás bien? Son muchas cosas de golpe.

Sophie sonrió tranquilamente.

—Tengo familia. Y eso es lo que me importa de momento. Luego ya veré quiénes somos y de dónde venimos.

Langdon no dijo nada.

—¿Te quedarás con nosotros? —le preguntó Sophie—. Al menos unos días.

Langdon suspiró, porque nada le apetecía más.

—Creo que necesitas estar aquí un tiempo con tu familia. Yo me vuelvo a París por la mañana.

Sophie parecía decepcionada, pero sabía que era mejor así. Se quedaron en silencio un largo rato. Finalmente, ella le cogió de la mano y salieron juntos de la capilla. Se acercaron a un saliente de la montaña. Desde allí, el paisaje escocés se extendía ante ellos, bañado por la pálida luz de la luna que jugaba a esconderse entre las nubes. Se quedaron un rato en silencio, cogidos de la mano, luchando contra el cansancio que les vencía.

Estaban empezando a salir las estrellas, pero al oeste se veía un punto de luz más brillante que los demás. Langdon sonrió al verlo. Era Venus. La antigua diosa que brillaba paciente, sin parpadear.

Estaba refrescando y desde los campos subía una brisa helada. Después de un rato, Langdon miró a Sophie, que tenía los ojos cerrados y esbozaba una sonrisa serena. Notaba que sus propios párpados le pesaban cada vez más. A regañadientes, le apretó la mano.

—¿Sophie?

Despacio, ella abrió los ojos y lo miró. Estaba hermosa, iluminada por la luz de la luna. Le sonrió con cara de sueño.

—Hola.

Langdon sintió una tristeza inesperada al darse cuenta de que iba a volver a París sin ella.

—Tal vez ya no esté aquí cuando te despiertes. —Hizo una pausa y notó que se le formaba un nudo en la garganta—. Lo siento, no se me dan muy bien las…

Sophie se le acercó, le puso la mano en la mejilla y se la besó.

—¿Cuándo volveremos a vernos?

Langdon retrocedió un momento, clavándole la mirada.

—¿Cuándo? —Hizo una pausa. ¿Acaso sabía ella las veces que él se había hecho la misma pregunta?—. Bueno, pues precisamente dentro de un mes voy a dar una charla en Florencia. Y estaré allí una semana sin mucho que hacer.

—¿Es eso una invitación?

—Pasaríamos siete días rodeados de lujos. Tengo habitación en el Brunelleschi.

Sophie sonrió, y dijo en tono de broma.

—Presume usted mucho, señor Langdon.

Se dio cuenta de lo arrogantes que habían sonado sus palabras.

—No, lo que quería…

—Nada me gustaría más que estar contigo en Florencia, Robert. Pero pongo una condición. —Su tono volvió a hacerse serio—. Nada de museos, ni de iglesias, ni de tumbas, ni de arte, ni de reliquias.

—¿En Florencia? ¿Una semana? Pero si no hay nada más que hacer.

Sophie se apretó contra él y volvió a besarlo, esta vez en los labios. Su acercamiento fue tímido al principio, más decidido luego. Al separarse, ella tenía la mirada llena de esperanza.

—Muy bien —balbuceó Langdon—. Entonces tenemos una cita.