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La capilla de Rosslyn —llamada con frecuencia la Catedral de los Enigmas— se alza a poco más de diez kilómetros al sur de Edimburgo, en el mismo sitio en el que se había erigido un antiguo templo mitraico. Construida por los Caballeros Templarios en 1446, la capilla está llena de desconcertantes símbolos de las tradiciones hebrea, cristiana, egipcia, masónica y pagana.

Sus coordenadas geográficas se asientan exactamente sobre el meridiano norte-sur que pasa por Glastonbury. Esa «Línea Rosa» longitudinal constituye según la tradición el indicador de la Isla de Avalón del Rey Arturo, y está considerada el pilar básico de la geometría sagrada británica. Es a partir de esa santificada Línea Rosa de donde surge el nombre de «Rosslyn», que originalmente se escribía «Roslin».

Cuando Robert Langdon y Sophie Neveu detuvieron el coche de alquiler en el aparcamiento, a los pies del peñasco sobre el que se levantaba la capilla, sus retorcidas agujas proyectaban ya unas largas sombras vespertinas. El corto trayecto en avión desde Londres hasta Edimburgo había sido tranquilo, aunque ninguno de los dos había podido dormir pensando en lo que les aguardaba. Al contemplar el austero edificio recortado contra el cielo nuboso, Langdon se sintió como Alicia a punto de caerse de cabeza en la madriguera del conejo. «Esto tiene que ser un sueño». Sin embargo, sabía que el mensaje final de Sauniére no podía haber sido más concreto.

Bajo la antigua Roslin el Grial.

Langdon había fantaseado con la posibilidad de que el «mapa del Grial» fuera en realidad un dibujo —un plano con una cruz marcando el lugar exacto—, pero el último secreto del Priorato se les había revelado de la misma manera que Sauniére había escogido para comunicarse con ellos: en verso. Cuatro líneas de una estrofa que señalaban sin duda el lugar donde se encontraban. Además de identificar a Rosslyn mediante el nombre, el poema hacía referencia a varios de los rasgos arquitectónicos más característicos de la capilla.

A pesar de la claridad de la última revelación de Sauniére, a Langdon le había confundido más que otra cosa. A él, la capilla de Roslyn le parecía un escondite demasiado obvio. Durante siglos, ese templo de piedra había resonado con los ecos susurrados de la presencia del Santo Grial. Y en las pasadas décadas, los susurros se habían convertido en gritos, cuando un radar con capacidad de detección subterránea había revelado la existencia de una sorprendente estructura debajo de la capilla, una enorme cámara enterrada. Aquella sala era de unas dimensiones que no sólo empequeñecían el edificio que había en la superficie, sino que además no parecía tener ni entrada ni salida. Los arqueólogos habían solicitado permiso para empezar a excavar en la roca y acceder así a la cámara misteriosa, pero El Patronato para la Preservación de Rosslyn prohibió explícitamente cualquier extracción de tierra en el recinto sagrado. Aquello, claro está, no hacía más que alimentar las especulaciones. ¿Qué intentaba ocultar el Patronato?

Rosslyn se había convertido, en consecuencia, en lugar de peregrinación para los buscadores de misterios. Había quien afirmaba sentirse atraído hasta allí por los fuertes campos magnéticos que emanaban inexplicablemente de aquellas coordenadas; otros aseguraban que venían en busca de alguna entrada a la cámara subterránea en la ladera de la montaña, pero la mayoría admitía que iba simplemente para pasear por el lugar y empaparse de las leyendas del Santo Grial.

Aunque nunca hasta ese momento había estado en la capilla, siempre le había causado hilaridad oír que se referían a ella como «morada actual del Santo Grial». Era posible que en algún momento lo hubiera sido, hacía mucho tiempo… pero sin duda aquello ya no era así. En las pasadas décadas había merecido demasiada atención, y antes o después alguien hubiera encontrado la manera de acceder a la cámara.

Los eruditos del Grial estaban de acuerdo en que se trataba de un falso señuelo, uno de los callejones sin salida de los que tantas veces el Priorato se había servido con maestría. Sin embargo, aquella noche, la clave de la hermandad les había mostrado un verso que apuntaba directamente en esa dirección, y Langdon ya no estaba tan seguro. Una desconcertante cuestión le había rondado por la cabeza durante todo el día.

«¿Por qué Sauniére se ha esforzado tanto para guiamos hasta un lugar tan evidente?».

Sólo parecía haber una respuesta lógica.

«Hay algo en Rosslyn que aún no comprendemos».

—¿Robert? —Sophie estaba junto al coche, mirándole—. ¿Vienes?

Llevaba la caja de palisandro que el capitán Fache les había devuelto. Dentro había guardado los dos cilindros tal como los había encontrado. El verso del papiro estaba escondido en su interior, de donde habían extraído el tubo de cristal roto.

Tomaron el camino de gravilla que conducía al templo y pasaron junto al famoso muro oeste. Los visitantes menos conocedores creían que aquel saliente era una parte de la capilla que había quedado sin terminar. Sin embargo, según recordaba Langdon, la verdad era mucho más intrigante.

«El muro oeste del Templo de Salomón».

Los templarios habían construido la capilla Rosslyn como una réplica arquitectónica exacta del Templo de Salomón en Jerusalén, con su muro oeste, su estrecho santuario rectangular y su cámara subterránea, como una copia del sanctasanctórum en el que los nueve caballeros originales habrían desenterrado su valiosísimo secreto. Langdon debía admitir que existía una desconcertante simetría en la idea de que los templarios hubieran construido un almacén moderno para el Grial que recordara a su escondite original.

La entrada de la capilla era más simple de lo que Langdon había imaginado. La pequeña puerta de madera tenía dos bisagras de hierro y una sencilla señal tallada en un tronco de roble.

ROSLIN

Langdon le explicó a Sophie que aquella trascripción antigua derivaba de la Línea Rosa, del meridiano sobre el que se alzaba el templo. O, como preferían creer los especialistas en el Grial, de la «Línea de la rosa», el linaje ancestral de María Magdalena.

La capilla no iba a tardar en cerrar sus puertas, y cuando Langdon empujó la puerta, del interior se escapó una bocanada de aire tibio, como si el antiguo edificio hubiera suspirado de cansancio a punto de terminar su larga jornada. El arco del portal estaba lleno de rosas de cinco pétalos.

«Rosas. El vientre de la diosa».

Al entrar con Sophie, Langdon recorrió el espacio con la mirada, abarcándolo todo. Aunque había leído mucho sobre el recargado trabajo escultórico del interior, verlo con sus propios ojos le impresionó mucho.

—El paraíso de la simbología —lo había bautizado uno de sus colegas.

Toda la superficie de la capilla estaba cubierta de símbolos: crucifijos cristianos, estrellas de David, sellos masónicos, cruces templarias, cuernos de la abundancia, señales astrológicas, plantas, vegetales, pentáculos y rosas. Los templarios habían sido reconocidos constructores y habían levantado iglesias por toda Europa, pero Rosslyn estaba considerada su obra más sublime de amor y veneración. Los maestros del trabajo en piedra no habían dejado ni un milímetro sin tallar. La capilla de Rosslyn era un santuario de todas las confesiones… de todas las tradiciones… y, sobre todas las demás cosas, de la naturaleza y de la diosa.

El templo estaba casi vacío, y sólo había un pequeño grupo de visitantes que atendían a las explicaciones de un joven guía que realizaba la última visita de la jornada. Los llevaba en fila india por un itinerario muy conocido, un sendero invisible que unía seis hitos arquitectónicos que se encontraban en el interior del templo. Generaciones de visitantes habían caminado por aquellas líneas rectas que conectaban esos puntos, y con sus pisadas habían llegado a marcar un enorme símbolo en el pavimento.

«La estrella de David —pensó Langdon—. Esto no es ninguna coincidencia». Conocida también como el sello de Salomón, ese hexagrama había sido en otro tiempo el símbolo de los sacerdotes astrónomos y fue adoptado posteriormente por los reyes israelitas David y Salomón.

El guía los había visto pero, a pesar de ser casi la hora de cerrar, con una cálida sonrisa los había invitado a entrar y a admirar el templo.

Langdon se lo agradeció con una inclinación de cabeza y se adentró en la nave. Pero Sophie se quedó clavada en la entrada, con expresión de desconcierto.

—¿Qué te pasa? —le preguntó Langdon.

Sophie miraba fijamente la capilla.

—Creo… Creo que ya he estado aquí.

—Pero si has dicho que ni siquiera habías oído hablar de Rosslyn.

—Es que no me sonaba el nombre. Seguramente mi abuelo me trajo aquí de muy pequeña. No lo sé. Me resulta familiar. —Empezó a recorrerla con la mirada, y su certeza fue creciendo—. Sí. —Señaló al frente—. Esos dos pilares… los he visto antes.

Langdon se fijó en las dos columnas ricamente esculpidas que había al fondo. Sus blancos relieves parecían arder con el resplandor rojizo de los últimos rayos de sol, que entraban por la vidriera que quedaba a poniente. Erigidos donde debería haber estado el altar, aquellos dos pilares eran distintos. El de la izquierda presentaba unas simples estrías verticales, mientras que el de la derecha estaba profusamente decorado con florituras que se elevaban en espiral.

Sophie había empezado a acercarse a ellos, seguida de cerca por Langdon. Al llegar a la base, empezó a mover la cabeza en señal de asentimiento, incrédula.

—Sí, estoy totalmente segura. Estas columnas ya las he visto.

—No lo dudo —la tranquilizó Langdon—, pero no tiene porqué haber sido aquí.

—¿Qué insinúas? —le preguntó.

—Que estos dos pilares son las estructuras arquitectónicas más copiadas de la historia. Hay réplicas por todo el mundo.

—¿Réplicas de Rosslyn? —Sophie parecía escéptica.

—No. De los pilares. ¿Te acuerdas de que antes te he dicho que esta capilla es una copia del Templo de Salomón? Pues estas dos columnas son réplicas exactas de las que había en su interior. Esta se llama Boaz o pilar del Albañil, que como sabes en francés significa macon, es decir, masón, y esta otra es la Jachin, el pilar del Aprendiz. —Hizo una pausa—. En realidad, prácticamente todos los templos masónicos del mundo tienen dos pilares como estos.

Langdon ya le había hablado de los fuertes vínculos históricos entre los templarios y las sociedades masónicas secretas, cuyos grados básicos —aprendiz, compañero y maestro— hundían sus raíces en los primeros tiempos de la Orden del Temple. El verso final del poema de su abuelo hacía referencia directa a los maestros canteros que habían decorado la capilla con sus ofrendas esculpidas, así como al techo central, que estaba cubierto de tablas de madera que representaban las estrellas y los planetas.

—Yo nunca he estado en ningún templo masónico —dijo Sophie sin apartar la vista de los pilares—. Estoy casi segura de que los que vi eran estos. —Se dio media vuelta, como en busca de algo más que activara su memoria.

Los demás visitantes ya estaban saliendo del templo, y el joven guía se acercó a ellos sonriendo. Era un joven atractivo de algo menos de treinta años, pelirrojo y con acento escocés.

—Estamos a punto de cerrar. ¿Puedo ayudarles a encontrar algo?

«Pues sí, el Santo Grial, por ejemplo», estuvo tentado de decir Langdon.

—El mensaje —soltó Sophie de repente, como si hubiera tenido una revelación—. ¡Aquí hay un mensaje cifrado!

El guía parecía complacido ante aquella muestra de entusiasmo.

—Así es, señora.

—Está en el techo —prosiguió Sophie volviéndose hacia la pared de la derecha—. Más o menos por allí.

El guía esbozó una sonrisa.

—Se nota que no es la primera vez que viene a Rosslyn.

«El mensaje cifrado», pensó Langdon. Se había olvidado de aquella leyenda. Entre los muchos misterios de la capilla destacaba el de un arco apuntado del que partían cientos de bloques de piedra, que descendían para formar una curiosa superficie poliédrica. En cada bloque había cincelado un símbolo, aparentemente con una disposición aleatoria, lo que convertía la estructura en un acertijo de proporciones inabarcables. Había quien afirmaba que el código revelaba la entrada a la cámara subterránea, mientras que otros creían que explicaba la verdadera leyenda del Grial. No importaba; los criptógrafos llevaban siglos intentando resolverlo sin éxito. El Patronato ofrecía una generosa recompensa a quien descifrara su significado secreto, pero aquel enigma seguía siendo un misterio.

—Me encantará enseñarles…

El guía se había puesto en marcha y seguía hablando.

«Mi primer acertijo», pensó Sophie mientras avanzaba sola, como en trance, hacia aquella críptica arcada. Le había dado la caja de palisandro a Robert y notaba que, por un momento, se estaba olvidando por completo del Santo Grial, del Priorato de Sión y de todos los misterios del último día de su vida. Al llegar bajo aquel techo atravesado de nervaduras y ver los símbolos sobre ella, los recuerdos empezaron a aflorar solos. Rememoró su primera visita a la capilla y, al hacerlo, curiosamente, se puso muy triste.

Era pequeña… haría un año de la muerte de su familia. Su abuelo la había traído a Escocia de vacaciones. Habían ido a visitar la capilla de Rosslyn antes de regresar a París. Era tarde, y el santuario estaba cerrado. Pero ellos estaban dentro.

—¿Nos vamos a casa, grand-pére? —le había suplicado Sophie, que estaba cansada.

—Pronto, querida, muy pronto. —En su voz había melancolía—. Tengo que hacer una cosa más. ¿Por qué no me esperas en el coche?

—¿Tienes que hacer otra de esas cosas de mayores?

Su abuelo asintió.

—Termino enseguida. Te lo prometo.

—¿Puedo volver a ver el enigma del techo? Es divertido.

—No sé. Yo tengo que salir un momento. ¿No te dará miedo quedarte aquí sola?

—¡Claro que no! —exclamó indignada—. ¡Pero si ni siquiera está oscuro!

Su abuelo sonrió.

—Bueno, de acuerdo entonces.

La llevó hasta la base del arco que le había mostrado antes.

Al momento, Sophie se tendió boca arriba en el suelo y se puso a mirar aquel mosaico de piedras que tenía encima.

—¡Pienso encontrar la clave antes de que vuelvas!

—Ah, así que estamos de competición… —Se agachó y le dio un beso en la frente antes de salir por una puerta lateral—. Estoy aquí fuera. Si me necesitas, llámame.

Sophie se quedó ahí tumbada, observando aquellos símbolos con ojos soñolientos. Al cabo de unos minutos, los símbolos se le hicieron borrosos, hasta que desaparecieron por completo. Al despertarse, sintió que el suelo estaba muy frío.

Grand-pére?

Silencio. Se levantó y se alisó el vestido. La puerta lateral seguía abierta. Se estaba haciendo de noche. Salió fuera y vio a su abuelo de pie, en el porche de una casa de piedra que quedaba justo detrás de la capilla. Estaba hablando tranquilamente con alguien apenas visible apostado tras la mosquitera de la puerta.

Grand-pére? —gritó.

Su abuelo se volvió, la saludó y le hizo un gesto para que esperara. Entonces se despidió de la persona que estaba en la casa, le lanzó un beso a través de la mosquitera y se fue hacia ella con los ojos llorosos.

—¿Por qué estás llorando, grand-pére?

La cogió en brazos y le dio un abrazo.

—Oh, Sophie, este año nos hemos despedido de muchas personas. Y es duro.

Sophie pensó en el accidente, en el adiós a sus padres, a su abuela y a su hermano.

—¿Le estabas diciendo adiós a alguien más?

—A una muy buena amiga a la que quiero mucho —respondió emocionado—. Me temo que no volveré a verla en mucho tiempo.

Ahí, junto al guía, Langdon había estado recorriendo con la mirada las paredes de la capilla, con la sensación creciente de que podían estar a punto de llegar a un callejón sin salida. Sophie se había acercado hasta el arco de los símbolos y lo había dejado a él con la caja de palisandro que contenía las últimas instrucciones, instrucciones que parecían no servir para nada. Aunque el poema de Sauniére apuntaba directamente a la capilla, ahora que estaban allí, Langdon no sabía qué era lo que debían hacer. El poema hacía referencia a una espada y un cáliz que no veía por ninguna parte.

Bajo la antigua Roslin el Grial

con impaciencia espera tu llegada.

Custodios y guardianes de sus puertas

serán por siempre el cáliz y la espada.

Una vez más, Langdon tenía la sensación de que todavía quedaba algún aspecto del misterio que no les había sido revelado.

—Odio ser entrometido —comentó el guía con la mirada fija en la caja de palisandro—. Pero este estuche… ¿puedo preguntarle de dónde lo ha sacado?

Langdon soltó una carcajada.

—Es una historia muy larga.

El joven seguía extrañado y no dejaba de mirarla.

—Es muy curioso. Mi abuela tiene una exactamente igual que ésta, un joyero. Es de la misma madera de palisandro, y hasta las bisagras parecen idénticas.

Langdon estaba seguro de que aquel joven estaba confundido. Si había alguna caja en el mundo que fuera única e irrepetible, era aquella, hecha expresamente para guardar la clave del Priorato. Tal vez fueran parecidas, pero…

La puerta lateral se cerró de golpe, y los dos se giraron en su dirección. Sophie acababa de salir por ella sin decir nada y ya se estaba encaminando a la casa que quedaba más cerca.

«¿Dónde irá?», pensó Langdon mirándola desde el umbral. Desde que habían llegado a la capilla, había estado actuando de manera extraña.

—¿Sabe qué hay en esa casa? —le preguntó al guía.

Éste asintió, desconcertado también al ver a Sophie dirigirse hacia allí.

—Es la rectoría. La mayordoma de la capilla, que además es la presidenta del Patronato, vive ahí. —Hizo una pausa—. Es mi abuela.

—¿Su abuela preside el Patronato de Rosslyn?

—Sí. Yo vivo con ella y le ayudo a cuidarla, además de organizar las visitas guiadas. —Se encogió de hombros—. He vivido aquí toda mi vida. Mi abuela me ha criado en esa casa.

Preocupado por Sophie, Langdon dio unos pasos para ir en su busca. Pero al momento le llamó la atención algo que el guía acababa de decirle.

«Mi abuela me ha criado».

Miró a Sophie, que estaba en la otra punta del peñasco, y a la caja de palisandro que tenía en la mano. «Imposible». Despacio, se volvió hacia el joven.

—¿Y dice que su abuela tiene una caja como ésta? —Casi idéntica.

—¿De dónde la sacó?

—Se la hizo mi abuelo. Murió al poco de nacer yo, pero mi abuela aún habla de él. Dice que era un genio para los trabajos manuales. Fabricaba todo tipo de cosas.

Langdon vislumbró una inimaginable red de conexiones que empezaban a salir a la superficie.

—Y dice que su abuela le crió. Perdone la pregunta personal, pero ¿y sus padres?

—Murieron cuando era pequeño —respondió algo sorprendido—. El mismo día que mi abuelo.

A Langdon el corazón le latía cada vez más deprisa.

—¿En un accidente de coche?

El guía dio un paso atrás, con el desconcierto escrito en sus ojos verdes.

—Sí, en un accidente de coche. Murió toda mi familia. Perdí a mi abuelo, a mis padres y… —Vaciló y bajó la vista.

—Y a su hermana.

Allí, junto al borde del risco, la casa de piedra era exactamente como Sophie la recordaba. Estaba anocheciendo y sus paredes desprendían un aura acogedora, cálida. El olor a pan recién hecho se colaba por la mosquitera que cubría la puerta, y de las ventanas salía una luz dorada. Al acercarse, Sophie oyó el llanto acallado de una mujer.

A través de la mosquitera, vio a una señora en el vestíbulo. Estaba de espaldas, pero se notaba que estaba llorando. Tenía el pelo blanco, largo, abundante, que de pronto le suscitó un recuerdo. Se acercó más a la puerta y empezó a subir los peldaños del porche. Aquella mujer sostenía la fotografía enmarcada de un hombre y le pasaba las yemas de los dedos por la cara con cariño y tristeza.

Era una cara que Sophie conocía muy bien.

«Grand-pére».

No había duda de que aquella mujer se había enterado de la triste noticia de su muerte.

Uno de los tablones de la escalera crujió y la señora se dio la vuelta. Al sentirse descubierta, Sophie quiso salir corriendo, pero algo se lo impedía, y siguió allí, clavada en el suelo. La mujer no le quitaba la mirada de encima. Dejó la foto y se acercó más a la mosquitera. Aquella mirada entre las dos pareció durar una eternidad. Y entonces, con el impulso de una ola que empieza a formarse mar adentro, la expresión de la mujer fue pasando de la incertidumbre a la incredulidad, de la incredulidad a la esperanza, y de la esperanza a una inmensa alegría.

Abrió la mosquitera de par en par, salió, alargó los brazos y le acarició la cara. Sophie estaba anonadada.

—Querida… querida niña… ¡pero si eres tú!

Aunque Sophie no la reconocía, sabía quién era. Intentó decir algo, pero no podía casi ni respirar.

—Sophie —dijo la señora entre sollozos, besándole la frente.

—Pero si grand-pére dijo que estabas… —balbuceó en un susurro.

—Ya lo sé. —La mujer le apoyó las manos sobre los hombros y la miró con unos ojos que le resultaban familiares—. Tu abuelo y yo nos vimos obligados a decir tantas cosas. Hicimos lo que nos pareció más correcto. Lo siento tanto. Fue por tu propia seguridad, princesa.

Sophie oyó aquella última palabra y al momento pensó en su abuelo, que le había llamado de aquel modo durante tantos años. Su voz parecía resonar como un eco en las antiguas piedras de Rosslyn, atravesar la tierra y reverberar en los desconocidos resquicios que había más abajo.

La mujer la rodeó con sus brazos sin dejar de llorar.

—Tu abuelo se moría de ganas de contártelo todo. Pero las cosas se pusieron difíciles entre vosotros dos. Lo intentó con todas sus fuerzas. ¡Ah! Tengo tantas cosas que contarte. —La besó una vez más en la frente y le susurró al oído.

—Ni un secreto más, princesa. Ya es hora de que sepas la verdad sobre tu familia.

Sophie y su abuela estaban sentadas en los escalones del porche, abrazadas, llorando, cuando el guía apareció en el jardín con la mirada llena de esperanza e incredulidad.

—¿Sophie?

A través de sus lágrimas, asintió y se puso de pie. No reconocía el rostro de aquel joven, pero al abrazarlo notó que la fuerza de la sangre le corría por las venas… una sangre que ahora sabía que compartían.

Cuando Langdon apareció y se unió a ellos, Sophie pensó que hacía apenas veinticuatro horas se había sentido totalmente sola en el mundo. Y que ahora, sin saber muy bien cómo, en un país extranjero y en compañía de tres personas a las que apenas conocía, sabía que por fin había llegado a casa.