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Era ya tarde cuando en Londres el sol se abrió paso entre las nubes y la ciudad empezó a secarse. Bezu Fache estaba cansado cuando salió de la sala de interrogatorios y pidió un taxi. Sir Leigh Teabing había proclamado su inocencia a pleno pulmón, pero entre sus desvaríos incoherentes sobre santos griales, documentos secretos y hermandades misteriosas, Fache creía ver que lo que pretendía el astuto historiador era crear un escenario propicio para que sus abogados pudieran pedir su absolución alegando trastorno metal.

«Sí, claro —pensó Fache—. Loco». Teabing había demostrado una gran precisión al formular un plan que, en todos los casos, aseguraba su inocencia. Había implicado al Vaticano y al Opus Dei, dos grupos que habían resultado ser totalmente inocentes. El trabajo sucio lo habían hecho sin saberlo un monje fanático y un obispo desesperado. E, inteligente como era, había situado su centro de escucha electrónica en un lugar al que un hombre con secuelas de la polio no podía acceder. El espionaje, así, lo había efectuado su mayordomo, Rémy —la única persona conocedora de su verdadera identidad—, muerto convenientemente a causa de una reacción alérgica.

«No puede decirse que se trate del plan de una persona con las facultades mentales perturbadas».

Las informaciones que le llegaban del teniente Collet, que seguía en el Cháteau Villette, apuntaban a que la astucia del caballero inglés era tanta que el propio Fache podía aprender algo de él. Para ocultar con éxito los micrófonos en algunos de los despachos mejor protegidos de París, el historiador se había inspirado en el caballo de Troya de los griegos. Algunos de los blancos escogidos por él habían recibido como regalo valiosas obras de arte, mientras que otros habían adquirido en subastas piezas que habían pasado por las manos de Teabing. En el caso de Sauniére, el conservador había recibido una invitación a cenar al Cháteau Villete para tratar del posible mecenazgo de Teabing en la creación de un «Ala Leonardo» en el Louvre. La tarjeta incluía una inocente nota al pie en la que Teabing expresaba su fascinación por una especie de caballero-robot que, según se decía, el conservador había construido. «Tráigalo», le había sugerido sir Leigh. Al parecer, eso era precisamente lo que Sauniére había hecho, dejándolo sin vigilancia el tiempo suficiente como para que Rémy Legaludec le incorporara un discreto accesorio.

Ahora, en el asiento trasero del taxi, Fache cerró los ojos. «Una última cosa de la que ocuparme antes de volver a París».

En la sala de recuperación del Hospital St. Mary entraba el sol.

—Nos ha impresionado a todos —decía la enfermera con expresión alegre—. Casi un milagro.

El obispo Aringarosa le dedicó una sonrisa.

—Siempre me he sentido bendecido.

Al cabo de un momento, la enfermera salió y lo dejó solo. La luz del sol, reconfortante, le calentaba el rostro. La noche anterior había sido la más tenebrosa de su vida.

Al momento pensó en Silas. Habían encontrado su cadáver en el parque.

«Por favor, perdóname, hijo mío».

Aringarosa había querido que Silas formara parte de su glorioso plan. Sin embargo, la víspera, había recibido una llamada de Bezu Fache en la que éste le interrogaba sobre su aparente implicación en la muerte de una monja en Saint-Sulpice. En ese momento constató que la noche había dado un giro terrorífico. El conocimiento de las otras cuatro muertes había convertido el horror en angustia. «Silas, ¿qué has hecho?». Incapaz de ponerse en contacto con El Maestro, el obispo supo que estaba suspendido en el vacío. «Me han utilizado». La única manera de detener la terrible cadena de acontecimientos que él había contribuido a iniciar era confesárselo todo a Fache. A partir de ese momento, el capitán y él habían iniciado una carrera para atrapar a Silas e impedir que El Maestro lo convenciera para matar a alguien más.

Agotado, Aringarosa cerró los ojos y oyó en la televisión la noticia de la detención de un destacado caballero británico, sir Leigh Teabing. «El Maestro al descubierto, que lo vean todos». A Teabing le habían llegado voces de que el Vaticano quería apartarse del Opus Dei. Y había escogido a Aringarosa como pieza central de su plan. «Después de todo, ¿quién más dispuesto a dar un salto en el vacío para ir en busca del Grial que un hombre como yo, con todo que perder? El Grial habría proporcionado un enorme poder a quien lo poseyera».

Leigh Teabing había protegido celosamente su identidad fingiendo un acento francés y un corazón pío, y exigiendo como pago la única cosa que a él no le hacía falta: dinero. Aringarosa estaba tan desesperado que no sospechó en ningún momento. Veinte millones de euros no era nada comparado con el premio del Grial, y con el pago que el Vaticano iba a hacerles por consumar la escisión, económicamente no habría ningún problema. «No hay más ciego que el que no quiere ver». El mayor insulto de Teabing, claro, había sido exigir que le pagaran con bonos vaticanos, de manera que si algo salía mal, la investigación salpicara a la Santa Sede.

—Me alegro de que se encuentre bien, señor.

Aringarosa reconoció al momento la voz áspera que le hablaba desde la puerta: rasgos adustos, fuertes, pelo negro engominado, cuello ancho que resaltaba contra el traje oscuro.

—¿Capitán Fache? —tanteó Aringarosa.

La compasión y la preocupación que el capitán había demostrado ante su llamada de auxilio la noche anterior le habían hecho imaginar un físico más en consonancia.

Fache se acercó a la cama y abrió sobre una silla un maletín negro que le resultaba familiar.

—Creo que esto es suyo.

Aringarosa vio los bonos y al momento apartó la vista, lleno de vergüenza.

—Sí, gracias. —Hizo una pausa y pasó los dedos por el borde de la sábana—. Capitán, lo he estado pensando mucho, y tengo que pedirle un favor.

—Por supuesto.

—Las familias parisinas de las personas a las que Silas… —Volvió a quedarse callado y tragó saliva, emocionado—. Me doy cuenta de que no hay ninguna cantidad de dinero que pueda compensar la pérdida, pero si fuera usted tan amable de repartir el contenido de este maletín… entre los familiares de los difuntos.

Los ojos negros de Fache lo escrutaron durante unos instantes.

—Un gesto que le honra, señor. Me encargaré de que sus deseos se cumplan.

Entre ellos se hizo un denso silencio.

En el televisor, un delgado policía francés estaba ofreciendo una rueda de prensa en el exterior de una gran mansión. Al ver quién era, Fache prestó atención a la pantalla.

—Teniente Collet —preguntaba una periodista de la BBC en tono acusador—. Anoche, su superior acusó públicamente de asesinato a dos personas inocentes. ¿Van a emprender Robert Langdon y Sophie Neveu acciones contra su departamento? ¿Le va a costar este asunto el cargo al capitán Fache?

La sonrisa serena del teniente denotaba cansancio.

—Por la experiencia que tengo, el capitán Bezu Fache rara vez comete errores. Todavía no he tenido ocasión de hablar con él sobre el particular, pero conozco su manera de proceder y sospecho que su búsqueda pública de la agente Neveu y del señor Langdon formaba parte de un plan para desenmascarar al verdadero asesino.

Los periodistas intercambiaron miradas de asombro.

Collet prosiguió.

—Desconozco si esas dos personas han participado deliberadamente en el engaño. El capitán Fache es bastante reservado en lo que a sus métodos se refiere. Lo único que puedo confirmarles en este momento es que Fache ha detenido con éxito al responsable, y que el señor Langdon y la agente Neveu son inocentes y están a salvo.

Cuando el capitán se volvió para mirar a Aringarosa, éste tenía una sonrisa dibujada en los labios.

—Es un buen hombre este Collet.

Transcurrieron unos segundos. Finalmente, Fache se llevó la mano a la frente y se echó el pelo hacia atrás.

—Señor, antes de regresar a París, hay un último punto que quisiera tratar con usted. Su repentino cambio de destino y su aterrizaje en Londres. Sobornó al piloto para cambiar de rumbo. Al hacerlo, quebrantó usted varias leyes internacionales.

Aringarosa se desmoronó.

—Estaba desesperado.

—Sí, igual que el piloto cuando lo hemos interrogado.

Fache se metió la mano en el bolsillo y sacó un anillo púrpura de amatista con una mitra engarzada.

El obispo notó que se le humedecían los ojos al cogerlo y ponérselo una vez más.

—Es usted muy amable. —Extendió la mano y estrechó la de Fache—. Gracias.

El capitán le quitó importancia al gesto, se acercó a la ventana y contempló la ciudad. Sus pensamientos, claro, estaban muy lejos de allí. Cuando se dio la vuelta, en su expresión había una sombra de duda.

—Señor, ¿adónde va a ir ahora?

Aringarosa se había hecho exactamente la misma pregunta la noche anterior, al salir de Castel Gandolfo.

—Sospecho que mi camino es tan incierto como el suyo.

—Sí —admitió Fache—. Creo que voy a jubilarme pronto —añadió tras una pausa.

Aringarosa sonrió.

—La fe mueve montañas, capitán. Un poco de fe.