Robert Langdon seguía bajo la alta cúpula de la desierta Sala Capitular sin apartar la vista de la pistola de Teabing.
«Robert, ¿estás conmigo o estás contra mí?». Las palabras del miembro de la Real Academia de la Historia resonaban en el silencio de su mente.
Sabía que ninguna de las dos respuestas posibles era buena. Si decía que sí, estaba traicionando a Sophie. Si decía que no, Teabing no tendría otro remedio que matarlos a los dos.
Los años que había pasado dando clases no le habían servido para enfrentarse a situaciones en las que había armas de por medio, pero sí le habían enseñado a reaccionar ante el planteamiento de paradojas. «Cuando una pregunta carece de respuesta correcta, sólo queda la respuesta sincera».
El matiz gris entre el sí y el no.
«El silencio».
Bajó la mirada, contempló el criptex y, sencillamente, optó por marcharse.
Sin siquiera alzar la vista, empezó a dar unos pasos atrás, internándose en el vasto espacio vacío de aquella sala. «Terreno neutral». Esperaba que su mirada fija en el criptex le indicara a Teabing que no descartaba colaborar con él, y que su silencio le indicara a Sophie que no la estaba abandonando.
«Y mientras tanto gano tiempo para pensar».
Langdon sospechaba que eso, pensar, era precisamente lo que Teabing quería que hiciera. «Por eso me ha entregado la clave. Para que pueda sentir el peso de mi decisión». El historiador británico esperaba que al tener entre sus manos el criptex del Gran Maestre, Langdon se diera cuenta de la magnitud de su contenido, y que su curiosidad académica desbancara cualquier otra consideración, y le obligara a admitir que no descifrar la clave sería una pérdida para la historia misma.
Sophie seguía siendo el blanco del arma de Teabing, y Langdon se temía que su única posibilidad de liberarla fuera intentando descubrir la contraseña de aquel cilindro. «Si logro obtener el mapa, Teabing negociará». Intentó convencerse a sí mismo de que aquello era lo mejor, y se acercó muy despacio a las vidrieras del otro extremo… dejando que su mente se fuera llenando de las muchas imágenes astronómicas que poblaban la tumba de Newton.
El orbe que en su tumba estar debiera
buscad, os hablará de muchas cosas,
de carne rosa y vientre fecundado.
Dio la espalda a sus dos acompañantes, se fue hasta los altos ventanales y buscó sin éxito la inspiración entre aquel mosaico de cristales de colores.
«Ponte en la mente de Sauniére —se instó a sí mismo mirando hacia el College Garden—. ¿Cuál es el orbe que a él le parecería que falta en el sepulcro de Newton?». Contra la lluvia intermitente veía reflejarse imágenes de planetas, estrellas y cometas, pero Langdon las ignoraba. Sauniére no era un hombre de ciencia; era un humanista, un amante del arte, de la historia. «La divinidad femenina… el cáliz… la rosa… María Magdalena silenciada… la caída de la diosa… el Santo Grial».
La leyenda siempre había representado al Grial como una mujer cruel, que bailaba entre las sombras, fuera del alcance de tu vista, susurrándote al oído, incitándote a dar un paso más y desvaneciéndose luego en la niebla.
Ahí, entre los árboles del College Garden, Langdon creía sentir su escurridiza presencia. Había señales por todas partes. Como una silueta provocativa que emergiera entre la niebla, en las ramas del manzano más antiguo de Gran Bretaña brotaban flores de cinco pétalos, brillantes como Venus. La diosa estaba en el jardín. Bailaba con la lluvia, cantaba canciones de todas las épocas, asomándose desde detrás de las ramas cuajadas de capullos como para recordarle a Langdon que el fruto del conocimiento crecía ahí mismo, apenas fuera de su alcance.
Al otro lado de la sala, sir Leigh Teabing observaba sin temor a su amigo, que miraba por la ventana como hipnotizado.
«Tal como había supuesto —pensó—. Aceptará mi propuesta».
Desde hacía tiempo, Teabing sospechaba que Langdon podía tener la llave que abría el Grial. No había sido casualidad que sir Leigh hubiera puesto en marcha su plan la misma noche en que Langdon debía reunirse con Sauniére. A partir de sus escuchas al conservador del Louvre, Teabing había llegado a la conclusión de que su interés por conocer a Robert en privado sólo podían significar una cosa. «El misterioso libro no publicado de Langdon había "tocado hueso" en el Priorato; Langdon había tropezado con una verdad y Sauniére temía que se hiciera pública». Teabing estaba seguro de que el Gran Maestre quería pedirle que no la divulgara.
«¡La verdad ya se ha silenciado demasiado tiempo!».
Sir Leigh sabía que tenía que actuar deprisa. El ataque de Silas serviría a dos fines: impediría que Sauniére convenciera a Langdon para que no hablara, y aseguraría que, una vez la clave se hallara en poder de Teabing, Langdon ya estuviera en París, por si tuviera que necesitarlo.
Preparar el encuentro fatal entre el conservador del Louvre y Silas había sido casi demasiado sencillo. «Tenía información privilegiada sobre los más recónditos temores de Sauniére». El día anterior, Silas le había telefoneado y se había hecho pasar por un cura muy preocupado.
—Monsieur Sauniére, discúlpeme, pero debo hablar con usted urgentemente. No revelaría nunca un secreto de confesión, pero en este caso creo que es mi deber. Acabo de confesar a un hombre que asegura haber asesinado a unos miembros de su familia.
La respuesta del conservador había sido de desconcierto y de prudencia.
—Mi familia murió en un accidente. La investigación policial fue concluyente.
—Sí, en un accidente de coche —dijo Silas, soltando el señuelo—. El hombre con el que hablé me dijo que lo había hecho caer a un río.
Sauniére se quedó en silencio.
—Monsieur Sauniére, nunca le habría llamado de no haber sido porque el hombre hizo un comentario que me hace temer por su propia seguridad. —Hizo una pausa—. Y además, también me habló de su nieta, Sophie.
La mención de aquel nombre había sido determinante. El conservador decidió tomar cartas en el asunto de inmediato. Le ordenó a Silas que fuera a verlo inmediatamente en el lugar más seguro que se le ocurrió, su despacho del Louvre. Entonces fue cuando llamó por teléfono a Sophie para advertirle de que podía estar en peligro. La copa que había quedado en tomarse con Robert Langdon quedó cancelada al momento.
Ahora, Robert y Sophie estaban frente a él, en el otro extremo de la sala, y Teabing sentía que había logrado abrir una brecha entre los dos. Ella seguía con actitud desafiante, pero estaba claro que Langdon veía las cosas desde una perspectiva más amplia. Estaba intentando descifrar la contraseña. «Entiende la importancia de encontrar el Grial y de liberarlo de sus ataduras».
—No le abrirá el criptex —dijo Sophie con frialdad—. No lo haría aunque pudiera.
Teabing miraba a Langdon y seguía apuntando a Sophie con el arma. Cada vez tenía más claro que iba a tener que usarla. Aunque la idea no le gustaba, sabía que llegado el caso no le Temblaría la mano. «Le he puesto las cosas fáciles para que se pusiera del bando correcto. El Grial es mucho más importante que cualquiera de nosotros».
En ese momento, Langdon, que seguía junto a la ventana, se dio la vuelta.
—La tumba… —dijo de pronto, mirándolos con un débil brillo de esperanza en la mirada.
—Sé en qué parte de la tumba de Newton hay que mirar. ¡Sí, creo que puedo encontrar la contraseña!
A Teabing el corazón le dio un vuelco.
—¿Dónde, Robert? ¡Dímelo! —Sophie estaba horrorizada.
—¡Robert! ¡No! No irás a ayudarle, ¿verdad?
Langdon se acercó con paso resuelto, sosteniendo el criptex levantado.
—No —respondió, mirando a Teabing con dureza—. No hasta que deje que te vayas.
El optimismo de sir Leigh se esfumó.
—Estamos tan cerca, Robert. No se te ocurra jugar conmigo.
—No es ningún juego —dijo Langdon—. Deja que se vaya y te llevaré a la tumba de Newton. Abriremos juntos el criptex.
—Yo no voy a ninguna parte —declaró Sophie con los ojos llenos de rabia—. Mi abuelo me entregó el criptex a mí. No es vuestro y no tenéis derecho a abrirlo.
Langdon se detuvo y la miró con temor.
—Sophie, por favor, estás en peligro. ¡Estoy intentando ayudarte!
—¿Ah sí? ¿Cómo? ¿Desvelando el secreto que llevó a mi abuelo a la muerte? Él confiaba en ti, Robert. Y yo también.
Los ojos azules de Langdon eran la expresión del pánico, y Teabing no pudo evitar una sonrisa al verlos enfrentados. Los intentos de Robert por mostrarse caballeroso eran más patéticos que otra cosa.
«A punto de descubrir uno de los mayores secretos de la historia, se pone a perder el tiempo con una mujer que ha demostrado no ser digna de esta causa».
—Sophie —le suplicó Langdon—. Por favor… tienes que irte. Ella negó con la cabeza.
—No a menos que me entregues el criptex o lo tires al suelo.
—¿Qué?
—Robert, mi abuelo preferiría que su secreto se perdiera para siempre antes que verlo en las manos de su asesino. —Por un momento pareció que los ojos iban a inundársele de lágrimas, pero se contuvo. Se volvió y se dirigió a Teabing.
—Si tiene que disparar, hágalo. Pero no pienso dejar en sus manos el legado de mi abuelo.
«Muy bien». Levantó más el arma.
—¡No! —gritó Langdon alzando el brazo al momento.
El criptex quedó suspendido en precario equilibrio sobre el suelo.
—Leigh, si se te pasa por la cabeza hacer algo, lo soltaré.
Teabing estalló en carcajadas.
—Ese farol te ha ido bien con Rémy. Pero conmigo no, te lo aseguro. Te conozco muy bien.
—¿En serio, Leigh?
«Sí, te conozco. Tienes que practicar más tu cara de póquer. Me ha costado unos segundos, pero ahora veo que estás mintiendo. No tienes ni idea de en qué parte de la tumba de Newton está la respuesta».
—¿Es verdad, Robert? ¿Es verdad que sabes en qué parte de la tumba tienes que buscar?
—Sí.
El titubeo en su mirada era apenas perceptible, pero Teabing se dio cuenta. Estaba mintiendo. Todo era un truco desesperado y patético para salvar a Sophie. Qué decepción tan grande.
«Soy un caballero solitario, rodeado de almas indignas. Y tendré que descifrar la clave yo solo».
Ahora, Langdon y Sophie no eran más que un obstáculo para él… y para el Grial. Por más dolorosa que fuera la solución, sabía que podía llevarla a cabo con la conciencia tranquila. Lo único que tenía que hacer era convencerlo a él para que dejara el criptex en el suelo, y así poner fin de una vez a aquella ridícula pantomima.
—Un voto de confianza —dijo Teabing bajando el arma—. Deja el criptex en el suelo y hablemos.
Langdon sabía que no se había tragado su mentira.
Por la adusta expresión de Teabing sabía que la piedra estaba en su tejado. «Cuando suelte el criptex, nos matará a los dos». Sin necesidad de mirar a Sophie, notaba que su corazón le suplicaba, desesperado. «Robert, este hombre no es digno del Grial. Por favor no lo pongas en sus manos. Sea cual sea el precio que tengamos que pagar por ello».
Langdon ya había tomado la decisión hacía unos minutos, mientras contemplaba el College Garden desde las vidrieras.
«Protege el Grial».
«Protege a Sophie».
Langdon tenía ganas de gritar de impotencia.
«¡Pero es que no veo cómo!».
Los duros momentos de desilusión habían traído consigo una clarividencia que no había experimentado nunca. «La verdad está delante de tus propios ojos, Robert. —No sabía de dónde estaba surgiendo aquella epifanía—. El Grial no se está riendo de ti, te está pidiendo un alma digna de él».
Ahora, arrodillándose a varios metros de Leigh Teabing, como si fuera un súbdito, Langdon fue bajando el criptex hasta dejarlo a sólo unos centímetros del suelo.
—Sí, Robert —susurró Teabing apuntándole con la pistola—. Déjalo en el suelo.
Langdon alzó la vista y la clavó en la cúpula de la Sala Capitular. Se agachó un poco más y miró el arma de Teabing, que lo apuntaba directamente…
—Lo siento, Leigh.
Con gran agilidad, se puso de pie de un salto, levantó el brazo y arrojó el criptex al aire con todas sus fuerzas.
Leigh Teabing no notó que su dedo apretara el gatillo, pero la pistola se disparó con gran estruendo. Ahora Langdon ya no estaba agachado, sino de pie, casi como si estuviera levitando, y la bala impactó en el suelo, a sus pies. La mitad del cerebro de sir Leigh se esforzaba por apuntar y disparar de nuevo, en medio de la rabia que sentía, pero la otra mitad, más poderosa, arrastraba su mirada hacia arriba, a la cúpula.
«¡La clave!».
El tiempo pareció quedar suspendido, convertirse en una pesadilla a cámara lenta. Todo su mundo se había convertido en ese criptex que volaba por los aires. Lo vio subir hasta el punto álgido de su ascenso… quedar un momento inmóvil, en el vacío… y empezar a caer dando vueltas, en dirección al suelo de piedra.
Todas sus esperanzas y sus sueños descendían en picado hacia la tierra. «¡No puede llegar al suelo! ¡Tengo que impedirlo!». El cuerpo de Teabing reaccionó instintivamente. Soltó el arma y se echó hacia delante, soltando las muletas y levantando las manos al cielo. Cuando la clave estaba a su altura, la atrapó con un gesto certero.
Se echó hacia delante victorioso, con el criptex bien cogido, pero al momento se dio cuenta de que se había dado demasiado impulso. Como no tenia dónde agarrarse, los brazos fueron los primeros en llegar al suelo. El cilindro chocó contra él y se oyó el ruido de un cristal que se rompía en su interior.
Durante un segundo, Teabing se quedó sin respiración. Ahí tirado en medio de la sala, contemplando sus brazos tendidos y el cilindro de mármol aún sujeto en una mano, imploró que el tubo de cristal no se hubiera roto del todo. Pero el olor penetrante del vinagre invadió el aire, y Teabing notó que el frío líquido se escapaba por entre los discos y le impregnaba los dedos.
Una absoluta sensación de pánico se apoderó de él. «¡No!». El vinagre seguía su curso, e imaginó el papiro disolviéndose. «¡Robert, qué insensato! ¡Se ha perdido el secreto!».
Sin poder evitarlo, empezó a llorar. «El Grial se ha ido para siempre. Todo se ha destruido». Temblando, incrédulo aún ante la acción de Langdon, quiso separar a la fuerza las dos partes del cilindró, en un desesperado intento de entrever, aunque fuera sólo durante una fracción de segundo, un retazo de historia antes de que quedara disuelta por toda la eternidad. Y entonces, al tirar de los dos extremos de la clave, constató con horror que empezaban a ceder.
Ahogó un grito y miró dentro. Allí no había nada más que los trozos de vidrio mojado. Ni rastro de papiro. Se incorporó y miró a Langdon. Sophie estaba junto a él con la pistola en la mano, apuntándole.
Confundido, volvió a mirar la clave y entonces lo comprendió. Los discos ya no estaban puestos de cualquier manera, sino formando la palabra de cinco letras «POMUM».
—El orbe del que comió Eva —dijo Langdon fríamente—, incurriendo en la ira de Dios. El pecado original. El símbolo de la caída de la divinidad femenina.
Teabing sintió que la verdad le era revelada con dolorosa austeridad. El orbe que debería haber estado en la tumba de Newton no podía ser otro que la manzana que había caído del cielo, que le había caído a Newton en la cabeza y había sido la fuente de inspiración de la gran obra de su vida, escrita por cierto en latín. «¡El fruto de sus obras! ¡Carne rosada y vientre fecundado!».
—Robert —dijo Teabing, desbordado por los acontecimientos—. Has abierto la clave. ¿Dónde está el mapa?
Sin pestañear, Langdon se metió la mano en el bolsillo del abrigo y sacó con cuidado un papiro perfectamente enrollado. A sólo unos metros de él, lo desenrolló y se puso a mirarlo. Tras un momento que se le hizo eterno, en el rostro de Robert apareció una sonrisa característica.
«¡Lo sabe!». El corazón de Teabing anhelaba poseer también aquel conocimiento.
—Dímelo —exigió—. Dímelo, por Dios, ¡no es demasiado tarde!
Al oír el sonido de unos pasos que se acercaban a la Sala Capitular, Langdon volvió a enrollar el papiro y se lo guardó en el bolsillo.
—¡No! —gritó Teabing, intentando en vano ponerse en pie.
Cuando las puertas se abrieron de golpe, Bezu Fache irrumpió como un toro en la plaza, escrutando con sus ojos de fiera salvaje hasta que dio con quien había entrado a buscar —Leigh Teabing—, que estaba tendido en el suelo. Suspiró aliviado y, metiéndose la pistola en la cartuchera, se dirigió a Sophie.
—Agente Neveu, me alegro de que usted y el señor Langdon estén a salvo. Tendría que haber acudido cuando se lo pedí.
La policía inglesa entró poco después en la Sala Capitular, redujo al temeroso prisionero y le puso unas esposas.
Sophie parecía muy sorprendida ante la presencia del capitán.
—¿Cómo nos ha encontrado?
Fache señaló a Teabing.
Cometió el error de mostrar su identificación al entrar a la abadía. Los guardias han visto un informativo en el que se hablaba de nuestra búsqueda y nos han avisado.
—¡Lo tiene Langdon en el bolsillo! —gritó Teabing con voz de loco—. ¡El mapa del Santo Grial!
Cuando ya se lo estaban llevando a rastras de allí, se volvió y se puso a chillar una vez más.
—¡Robert! ¡Dime dónde está escondido! Langdon lo miró a los ojos.
—Sólo los que son dignos de él encuentran el Grial, Leigh. Eso me lo enseñaste tú.