El cuerpo del obispo Manuel Aringarosa había soportado muchas formas de dolor, pero el fuego abrasador de la herida de bala que le atravesó el pecho le era totalmente desconocido. No parecía una herida en el cuerpo… sino más bien un dolor en el alma.
Abrió los ojos intentando ver, pero la lluvia que le empapaba el rostro le nublaba la visión. «¿Dónde estoy?». Notaba unos brazos poderosos que lo sujetaban, que sostenían su cuerpo rígido como si fuera un muñeco de trapo con la sotana al viento.
Casi sin fuerzas, levantó un brazo, se secó los ojos y vio que el hombre que lo llevaba en brazos era Silas. El enorme albino avanzaba a trompicones por una acera cubierta por la niebla, pedía a gritos que alguien le indicara el camino a un hospital, con la voz quebrada por la angustia. Tenía la vista fija al frente y las lágrimas le resbalaban por el rostro blanco y manchado de sangre.
—Hijo mío —susurró Aringarosa—, estás herido.
Silas bajó la cabeza, la boca una mueca de dolor…
—Lo siento mucho, padre. —El sufrimiento le impedía casi hablar.
—No, Silas —replicó Aringarosa—. El que lo siente soy yo. Es culpa mía. —«El Maestro me prometió que no habría muertes, y yo te pedí que lo obedecieras en todo»—. He sido demasiado impaciente. Demasiado temeroso. Y nos han engañado a los dos. —«El Maestro no ha tenido nunca la intención de entregarnos el Santo Grial».
Acurrucado entre los brazos del hombre al que había acogido hacía tantos años, Aringarosa sintió que el tiempo daba marcha atrás. Que estaba en España. Que volvía a sus modestos inicios, cuando en Oviedo empezó a construir con Silas una iglesia. Y que después estaba en Nueva York, donde había proclamado la gloria de Dios erigiendo el centro del Opus Dei en Lexington Avenue.
Hacía cinco meses, Aringarosa había recibido una terrible noticia. El trabajo de toda una vida amenazaba con desmoronarse. Recordó con todo detalle la reunión en Castel Gandolfo que le había cambiado la vida… las noticias que habían puesto en marcha aquella calamidad.
Aringarosa había entrado en la Biblioteca Astronómica de la residencia vaticana con la cabeza bien alta, esperando ser recibido por multitud de manos tendidas en señal de bienvenida, encontrarse con brazos dispuestos a abrazarlo, con hombres impacientes por reconocerle el mérito de ser el representante del catolicismo en América.
Pero allí sólo había tres personas.
El Secretario Vaticano. Obeso. Severo.
Y dos cardenales italianos. Mojigatos y pagados de sí mismos.
—¿Secretario? —dijo Aringarosa desconcertado.
El orondo supervisor de asuntos legales le estrechó la mano y le señaló una butaca que tenía delante.
—Por favor, póngase cómodo.
Aringarosa se sentó, presintiendo que algo iba mal.
—No se me dan bien los rodeos, obispo —le dijo el Secretario—, así que vayamos directamente al motivo de su visita.
—Se lo ruego. Hable con toda franqueza. —Aringarosa miró a los dos cardenales, que parecían juzgarle con superioridad.
—Como ya sabrá, Su Santidad y otras personas en Roma están preocupados por las últimas repercusiones políticas de las prácticas más controvertidas de la Obra.
Aringarosa notó que algo se agitaba en su interior. Ya había pasado varias veces por todo aquello desde la toma de posesión del nuevo Pontífice que, para su horror, había resultado ser un apasionado defensor de las tendencias más liberales de la Iglesia.
—Permítame asegurarle —añadió al momento el Secretario— que Su Santidad no desea cambiar nada en su modo de dirigir su ministerio.
«¡Eso espero!».
—Entonces, ¿para qué estoy aquí?
El Secretario suspiró.
—Obispo, no sé muy bien cómo decirle delicadamente lo que tengo que comunicarle, así que lo expondré de manera directa. Hace dos días, el Consejo de la Secretaría General votó unánimemente a favor de retirar el apoyo del Vaticano al Opus Dei.
Aringarosa estaba seguro de no haber oído bien.
—¿Cómo dice?
—Dicho lisa y llanamente, que dentro de seis meses a partir de hoy, el Opus dejará de considerarse una prelatura del Vaticano. Se convertirá en una Iglesia por derecho propio. La Santa Sede se separará de ustedes. Su Santidad así lo quiere y ya estamos iniciando los trámites legales.
—¡Pero… eso es imposible!
—En absoluto. Es muy posible. Y necesario. Su Santidad no se siente cómodo con sus agresivos métodos de reclutamiento y con sus prácticas de mortificación corporal. —Hizo una pausa—. Además, está su trato a la mujer. Sinceramente, el Opus Dei se ha convertido en una carga y en motivo de vergüenza.
El obispo Aringarosa estaba estupefacto. «¿Motivo de vergüenza?».
—No creo que en realidad esto sea una sorpresa para ustedes.
—El Opus Dei es la única organización católica con un número creciente de adeptos. ¡Tenemos más de mil curas!
—Es verdad. Y es un tema que nos compromete.
Aringarosa atacó donde más dolía.
—¡Pregúntele a Su Santidad si la Obra era un motivo de vergüenza en 1982, cuando ayudamos a la Banca Vaticana!
—La Santa Sede siempre les estará agradecidos por ello —replicó el secretario con tono conciliador—, pero aún hay quien cree que su apoyo financiero en 1982 es el único motivo por el que se les concedió el estatus de prelatura.
—¡Eso no es verdad! —Aquella insinuación ofendía profundamente a Aringarosa.
—Sea como sea, pretendemos actuar de buena fe. Estamos redactando unos términos de separación que incluyan la devolución de ese dinero, que pagaremos en cinco plazos.
—¿Pretende comprarme? —inquirió el obispo—. ¿Taparme la boca con dinero para que no hable? ¡Si el Opus Dei es la única voz razonable que queda en la Iglesia!
Uno de los cardenales levantó la vista.
—Disculpe, ¿ha dicho usted «razonable»?
Aringarosa se apoyó en la mesa y endureció el tono de su voz.
—¿De verdad se preguntan por qué los católicos están abandonando la Iglesia? Mire a su alrededor, cardenal. La gente ha perdido el respeto. Los rigores de la fe ya no existen. La doctrina se ha convertido en un buffet libre. La abstinencia, la confesión, la comunión, el bautismo, la misa, escojan lo que quieran, elijan la combinación que más les convenga y olvídense del resto. ¿Qué tipo de guía espiritual ofrece la Iglesia?
—Las leyes del siglo III no pueden aplicarse a los modernos seguidores de Cristo. Esas reglas no son aplicables en la sociedad de hoy.
—Pues en el Opus las aplicamos sin problemas.
—Obispo Aringarosa —intervino el Secretario para zanjar la cuestión—. En base al respeto que siente por la relación entre su organización y el anterior Papa, Su Santidad les da seis meses para que rompan voluntariamente su vínculo con el Vaticano. Le sugiero que para hacerlo aleguen sus diferencias de opinión con Roma y que se establezcan como organización cristiana.
—¡Me niego! —declaró Aringarosa—. ¡Y pienso decírselo en persona!
—¡Me temo que Su Santidad no tiene intención de recibirlo! El obispo se puso en pie.
—¡No se atreverá a abolir una prelatura personal establecida por un Papa anterior!
—Lo siento. —Los ojos del Secretario no parpadeaban—. El Señor nos lo da y el Señor nos lo quita.
Aringarosa había salido de aquella reunión desconcertado, aterrorizado. Al volver a Nueva York, se había pasado días mirando por la ventana el perfil de la ciudad, abatido, lleno de tristeza por el futuro de la cristiandad.
Habían transcurrido varias semanas cuando recibió la llamada telefónica que lo cambió todo. Su interlocutor parecía francés y se identificó como «El Maestro», un título común en la prelatura. Dijo que conocía los planes del Vaticano de retirar su apoyo a la Obra.
«¿Cómo puede saber algo así?», se preguntó Aringarosa. Tenía la esperanza de que sólo unas pocas personalidades influyentes tuvieran conocimiento de la inminente ruptura entre el Opus y el Vaticano. Pero, por lo que se veía, se había corrido la voz. Las paredes del Vaticano hablaban.
—Tengo oídos en todas partes, obispo —le susurró El Maestro—. Y con ellos he llegado a enterarme de una cosa. Con su ayuda podría descubrir el lugar donde se oculta una reliquia sagrada que le proporcionaría un poder enorme… el suficiente como para hacer que el Vaticano se postrara a sus pies. El suficiente como para salvar la Fe. —Hizo una pausa—. Y no sólo para el Opus, sino para todos nosotros.
«El Señor nos lo quita y el señor nos lo da». Aringarosa sintió un glorioso rayo de esperanza.
—Hábleme de su plan.
El obispo ya estaba inconsciente cuando las puertas del hospital St. Mary se abrieron. Silas se abalanzó sobre la entrada rendido por el agotamiento. Cayó de rodillas en el suelo y gritó pidiendo ayuda. Todos en la recepción ahogaron un grito de asombro al ver a aquel albino medio desnudo que llevaba en sus brazos el cuerpo ensangrentado de un hombre con sotana.
El médico que le ayudó a tender al obispo en la camilla se puso muy serio al tomarle el pulso.
—Ha perdido mucha sangre. Hay que temerse lo peor.
Los ojos de Aringarosa se abrieron y, por un momento volvió en sí. Buscó a Silas con la mirada.
—Hijo mío…
El remordimiento y la rabia se habían apoderado del alma del albino.
—Padre, aunque empeñe en ello toda mi vida, encontraré a quien nos ha engañado y lo mataré.
Aringarosa negó con la cabeza y lo miró con tristeza mientras lo preparaban para llevárselo.
—Silas… si no has aprendido nada de mí, por favor… por favor aprende esto. —Le cogió la mano y se la apretó con fuerza—. El perdón es el mayor regalo de Dios.
—Pero, padre…
Aringarosa cerró los ojos.
—Silas, reza mucho.