10

Silas iba al volante del Audi negro que El Maestro había puesto a su disposición y contemplaba la gran iglesia de Saint-Sulpice. Iluminada con focos desde abajo, sus dos campanarios se elevaban como fornidos centinelas sobre el cuerpo alargado del edificio. En ambos flancos sobresalía una hilera de contrafuertes, que parecían los costillares de un hermoso animal.

«Así que los paganos usaban la casa de Dios para ocultar la clave». Una vez más, la hermandad había confirmado su legendaria habilidad para el engaño y la ocultación. Silas estaba impaciente por encontrarla y entregársela a El Maestro, por recuperar así lo que tanto tiempo atrás la hermandad había arrebatado a los creyentes.

«Cuánto poder obtendrá el Opus Dei».

Aparcó el coche en la desierta Place Saint-Sulpice y aspiró hondo, intentando mantener la cabeza clara para acometer con éxito la tarea que le habían encomendado. Su ancha espalda aún se resentía del castigo corporal al que se había sometido aquel mismo día, pero aquel dolor no era nada comparado con la angustia de su vida anterior. El Opus Dei había sido su salvación.

Sin embargo, los recuerdos atenazaban su alma.

«Líbrate del odio —se exigía a sí mismo—. Perdona a los que te han ofendido».

Al mirar las torres de piedra de Saint-Sulpice, Silas luchó contra una fuerza que conocía muy bien y que a menudo arrastraba su mente hasta el pasado y lo encerraba de nuevo en la cárcel que había sido su mundo durante su juventud. Los recuerdos de aquel purgatorio le asaltaban siempre del mismo modo, como tempestades que invadían sus sentidos… el hedor a col podrida y a muerte, a orina y a heces. Los gritos de desesperación que se fundían con el viento que bajaba ululando de los Pirineos, el llanto silencioso de aquellos hombres olvidados.

«Andorra», pensó, y notó que los músculos se le agarrotaban.

Por increíble que pareciera, había sido en aquel escarpado y remoto estado soberano a caballo entre Francia y España, en la época en que temblaba en su celda de piedra y sólo esperaba la muerte, cuando Silas había hallado la salvación.

Aunque en aquel momento no se diera cuenta.

«El rayo llegó mucho después que el trueno».

En aquel entonces no se llamaba Silas, aunque no se acordaba ya de qué nombre le habían puesto sus padres. Se había ido de casa a los siete años. Su padre, borracho, era un fornido estibador que lo había detestado desde su nacimiento por ser albino y que siempre pegaba a su madre, a la que culpaba del aspecto malsano y vergonzante de su hijo. Cuando él intentaba defenderla, también él recibía sus golpes.

Una noche la paliza fue terrible y su madre ya no se levantó. El niño se quedó junto a su cuerpo sin vida y le invadió un insoportable sentimiento de culpa por haber permitido que sucediera algo así.

«¡Es culpa mía!».

Como si una especie de demonio controlara su cuerpo, el niño entró en la cocina y cogió un cuchillo. Hipnotizado, se fue hasta la alcoba, donde su padre dormitaba en la cama, ebrio. Sin mediar palabra, lo apuñaló por la espalda. Su padre gritó de dolor e intentó darse la vuelta, pero él volvió a clavarle aquel cuchillo una y otra vez hasta que la casa quedó en silencio.

El niño se escapó, pero las calles de Marsella le resultaron igual de inhóspitas. Su extraño aspecto lo convertía en marginado entre los marginados, y no le quedó otro remedio que instalarse en el sótano de una fábrica abandonada y alimentarse a base de fruta que robaba y pescado crudo que cogía en el muelle. Sus únicas compañeras eran las revistas viejas que encontraba en la basura y con las que aprendió a leer sin que nadie le enseñara. Con el tiempo se hizo fuerte. Cuando tenía doce años, otra vagabunda —una chica que le doblaba la edad— se burló de él en la calle e intentó robarle la comida. Casi la mata a puñetazos. Cuando la policía los separó, le dieron un ultimátum: o se iba de Marsella o ingresaba en un correccional.

El joven se trasladó a Toulon. Con el tiempo, las miradas de lástima que suscitaba se fueron transformando en miradas de temor. Se había convertido en un hombre muy fuerte. Cuando la gente pasaba por su lado, oía que hablaban de él en voz baja. «Un fantasma», decían con terror en los ojos mientras le escrutaban la piel blanca. «Un fantasma con ojos de demonio».

Y sí, sentía que era un fantasma… transparente… vagando de puerto en puerto.

No parecía tener secretos para nadie.

A los dieciocho años, en una ciudad portuaria, mientras intentaba robar una caja con jamones curados de un barco carguero, le pillaron dos miembros de la tripulación. Aquellos dos hombres que le pegaban apestaban a cerveza, igual que su padre. Los recuerdos de miedo y odio afloraron a la superficie como monstruos surgidos de las profundidades. El joven le rompió el cuello a uno con la fuerza de sus manos, y sólo la llegada de la policía salvó al otro de un destino similar.

Dos meses después, con grilletes en pies y manos, llegó a la cárcel de Andorra.

«Eres tan blanco como un fantasma», le decían mofándose los demás internos, mientras los celadores lo conducían, desnudo y tiritando de frío. «¡Mira a ese espectro! ¡A lo mejor ese fantasma es capaz de atravesar las paredes!».

Durante doce años, su carne y su alma fueron marchitándose hasta que supo que se había vuelto transparente.

«Soy transparente».

«No peso nada».

«Soy un espectro… pálido como un fantasma… caminando en este mundo a solas».

Una noche, el fantasma se despertó al oír los gritos de otros presos. No sabía qué fuerza era la que hacía temblar el suelo sobre el que dormía, ni qué poderosa mano sacudía las paredes de su celda, pero nada más levantarse de la cama, una piedra enorme cayó justo donde él había estado acostado. Al levantar la vista para ver de dónde se había desprendido, vio un hueco en la pared temblorosa y, a través de él, una visión que no había visto en años: la luna.

Aunque la tierra seguía temblando, el fantasma se sorprendió a sí mismo reptando por aquel estrecho túnel, asomándose al aire libre y rodando por la ladera hasta llegar a un bosque. Corrió toda la noche, siempre montaña abajo, hambriento y exhausto hasta el delirio.

Al borde de la inconsciencia, al amanecer se encontró en un claro donde unas vías de tren se adentraban en el bosque. Las siguió, avanzando como en sueños. Vio un vagón de carga vacío y se montó en él en busca de refugio y de descanso. Cuando se despertó, el tren se movía. «¿Cuánto tiempo lleva en marcha? ¿Cuánta distancia ha recorrido?». En sus entrañas sentía un gran dolor. «¿Me estoy muriendo?». Volvió a quedarse dormido. En esa ocasión se despertó porque alguien le gritaba y le pegaba, y al final lo echó a patadas del vagón. Ensangrentado, vagó por las afueras de un pueblo, buscando infructuosamente algo que comer. Al final, estaba tan débil que ya no podía dar un paso más, y se desplomó junto a la carretera, inconsciente.

La luz volvió despacio, y el fantasma se preguntó durante cuánto tiempo había estado muerto. «¿Un día? ¿Tres?». No importaba. La cama era mullida como una nube, y el aire que lo envolvía tenía el olor dulce de velas encendidas. Jesús estaba ahí, bajando la vista para mirarlo. «Aquí estoy —le dijo—. La piedra se ha apartado y tú has vuelto a nacer».

Volvió a dormirse y volvió a despertar. La niebla envolvía sus pensamientos. Nunca había creído en el cielo, y sin embargo Jesús velaba por él. Junto a su cama apareció algo de comer, y el fantasma comió, casi sintiendo que la carne se le materializaba alrededor de los huesos. Volvió a quedarse dormido. Al despertarse, Jesús seguía sonriéndole y hablando con él. «Estás salvado, hijo mío. Bienaventurados los que siguen mi camino».

Se quedó dormido una vez más.

Lo que sacó esa vez al fantasma de su letargo fue un grito de pánico. Su cuerpo se levantó de la cama y avanzó tambaleándose por un pasillo, siguiendo la dirección de aquellos alaridos. Entró en una cocina y vio a un hombre corpulento que estaba pegando a otro más pequeño. Sin saber porqué, agarró al primero y lo estampó contra la pared. Aquel hombre desapareció al momento, y el fantasma quedó de pie junto al cuerpo de un joven vestido con hábito de cura. Tenía la nariz rota y ensangrentada. Lo cogió con cuidado y lo sentó en un sofá.

—Gracias, amigo —dijo aquel hombre en un francés peculiar—. El dinero del cepillo de las limosnas es tentador para los ladrones. En tus sueños hablabas en francés. ¿Hablas también español?

El fantasma negó con la cabeza.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó el cura en su precario francés.

El fantasma no se acordaba del nombre que sus padres le habían puesto. Lo único que le venía a la cabeza eran los insultantes motes que le ponían los celadores de la cárcel.

El cura hizo un gesto.

—No te preocupes. Yo me llamo Manuel Aringarosa. Soy misionero, de Madrid. Me han enviado aquí para construir una iglesia de la Obra de Dios.

—¿Dónde estoy? —preguntó él con una voz que le sonó hueca.

—En Oviedo. Al norte de España.

—¿Y cómo he llegado hasta aquí?

—Alguien te dejó en la escalera. Estabas enfermo. Te he dado de comer. Llevas aquí bastantes días.

El fantasma se fijó en su cuidador. Hacía años que nadie era amable con él.

—Gracias, padre.

El cura se tocó la sangre que le salía del labio.

—Soy yo quien te está agradecido, amigo mío.

Cuando se despertó, a la mañana siguiente, vio las cosas más claras. Alzó la vista y vio el crucifijo que había en la cabecera de la cama. Aunque ya no le hablaba, su presencia le resultaba reconfortante. Se incorporó en la cama y constató con sorpresa que en la mesilla de noche había un recorte de periódico. Estaba en francés y era de la semana anterior. Cuando leyó aquel artículo, le invadió un gran temor. Hablaba del terremoto de las montañas que había destruido la cárcel y liberado a un montón de criminales peligrosos.

El corazón empezó a latirle con fuerza. «¡El cura sabe quién soy!». Le invadieron unas sensaciones que no había tenido en años. Vergüenza, culpa; acompañadas del temor a que lo atraparan. Saltó de la cama. «¿Adónde voy corriendo así?».

—El Libro de los Hechos de los Apóstoles —dijo una voz desde la puerta.

El fantasma se volvió, asustado.

El cura entró sonriendo en su habitación. Tenía la nariz mal vendada y sostenía una vieja Biblia.

—Te he conseguido una en francés. El capítulo está marcado. Vacilante, el fantasma cogió la Biblia y buscó el pasaje que el cura le había señalado.

Hechos, 16.

Aquellos versículos hablaban de un preso llamado Silas que estaba desnudo y herido en su celda, cantando himnos al Señor. Cuando el fantasma llegó al versículo 26 ahogó un grito de sorpresa.

«… y de pronto hubo un gran terremoto y los cimientos de la cárcel se agitaron y todas las puertas se abrieron».

Levantó la vista y la clavó en el cura, que le sonrió con dulzura.

—A partir de ahora, amigo mío, si no tienes otro nombre, te llamaré Silas.

El fantasma asintió sin decir nada. «Silas». Al fin se había hecho carne. «Me llamo Silas».

—Es hora de desayunar —dijo el cura—. Vas a tener que recuperar todas tus fuerzas si quieres ayudarme a construir esta iglesia.

A veinte mil pies de altura sobre el Mediterráneo, el vuelo 1618 de Alitalia atravesaba una zona de turbulencias. Los pasajeros se revolvían, inquietos, en sus asientos. El obispo Aringarosa apenas se daba cuenta. Sus pensamientos estaban entregados al futuro del Opus Dei. Impaciente por saber cómo iban los planes en París, se moría de ganas de llamar a Silas. Pero no podía. El Maestro lo había dispuesto así.

—Es por su propia seguridad —le había explicado en su inglés afrancesado—. Sé lo bastante de telecomunicaciones electrónicas como para saber que se pueden interceptar. Y los resultados podrían ser desastrosos para usted.

Aringarosa sabía que tenía razón. El Maestro parecía ser un hombre excepcionalmente precavido. No le había revelado su identidad, y sin embargo había demostrado ser un hombre a quien valía la pena obedecer. Después de todo, de alguna manera había obtenido una información muy secreta. «¡Los nombres de los cuatro peces gordos de la hermandad!». Aquel había sido uno de los golpes de efecto que había convencido al obispo de que El Maestro era realmente capaz de entregarles el premio que, afirmaba, podía desenterrar para ellos.

—Obispo —le había dicho El Maestro—, está todo preparado. Para que mi plan tenga éxito, debe permitir que Silas sólo se comunique conmigo durante unos días. No deben hablar entre ustedes. Yo me pondré en contacto con él a través de canales seguros.

—¿Lo tratará con respeto?

—Un hombre de fe merece lo mejor.

—Muy bien. Entiendo, entonces. Silas y yo no hablaremos hasta que todo haya terminado.

—Esto lo hago para proteger su identidad, la de Silas, y mi inversión.

—¿Su inversión?

—Obispo, si su impaciencia por enterarse de cómo van las cosas le hace acabar en la cárcel, no podrá pagarme mis honorarios.

El obispo sonrió.

—Tiene razón. Nuestros deseos coinciden. Vaya con Dios.

«Veinte millones de euros», pensó el obispo, mirando por la ventanilla del avión. La suma era aproximadamente la misma en dólares. «Eso no es nada para algo tan importante».

Se sintió de nuevo confiado en que El Maestro y Silas no fallarían. El dinero y la fe movían montañas.