37. LAS DUNAS

ALMA MÍA, NO PERSIGAS

LA VIDA ETERNA, AGOTA

EL ÁMBITO

DE LO POSIBLE.

PÍNDARO

Al día siguiente Will y Lyra salieron de nuevo de la casa, sin apenas decir nada, ansiosos de estar solos. Parecían aturdidos, como si un feliz acontecimiento les hubiera robado en parte la razón. Se movían despacio. Sus ojos tenían una expresión ausente.

Pasaron el día en las extensas colinas y al mediodía, cuando apretó el calor, visitaron su bosquecillo dorado y plateado. Charlaron, se bañaron, comieron, se besaron y se tumbaron en la hierba, sumidos en un trance de felicidad, murmurando unas palabras cuyo sonido era tan confuso como sus sentidos, derritiéndose de amor.

Por la noche compartieron la cena con Mary y Atal, sin apenas despegar los labios. Como hacía calor decidieron dar un paseo hasta el mar, donde soplaba una fresca brisa. Caminaron junto al río hasta que llegaron a la extensa playa, iluminada por la luna, donde comenzaba a subir la marea.

Se tumbaron en la mullida arena al pie de las dunas y de pronto oyeron el primer reclamo de un ave.

Se volvieron simultáneamente, porque jamás habían oído aquel sonido en el mundo en el que se encontraban. En lo alto, oculta en la oscuridad, el ave entonó los delicados trinos de una canción, a la que respondió otra desde un lugar distinto. Fascinados, Will y Lyra se levantaron de un salto y trataron de ver a las aves, pero sólo divisaron dos formas oscuras que se deslizaron sobre ellos en vuelo rasante para alzarse de nuevo por los aires sin cesar de entonar las melodiosas y límpidas notas de una canción infinitamente variada.

Luego, batiendo las alas y levantando un pequeño surtidor de arena frente a ellos, la primera ave aterrizó a pocos metros de Will y Lyra.

—¿Pan…? —preguntó Lyra.

Presentaba la forma de una paloma, aunque de un color oscuro y difícil de precisar a la luz de la luna; en cualquier caso, su silueta se recortaba con nitidez sobre la arena blanca. La otra ave siguió revoloteando unos instantes en el aire, cantando sin cesar, antes de aterrizar junto a su compañera: otra paloma, pero de un blanco perlado y provista de un penacho de plumas rojo oscuro.

Will comprendió entonces lo que significaba ver a su daimonion con todo detalle. Cuando éste aterrizó en la arena, el niño sintió que su corazón se contraía y ensanchaba de una forma que jamás olvidaría. Al cabo de más de sesenta años, cuando era un anciano, aún evocaba algunas de las sensaciones que había experimentado de joven con la misma frescura e intensidad: los dedos de Lyra al introducir en su boca la fruta bajo los árboles dorados y plateados; sus labios cálidos en contacto con los suyos; el momento en que le arrancaron cruelmente a su daimonion de su pecho, al entrar en el mundo de los muertos; la dulce sensación de verlo regresar a su lado junto a las dunas bañadas por la luna.

Lyra hizo ademán de acercarse a ellos, pero Pantalaimon la detuvo.

—Lyra —dijo—, Serafina Pekkala estuvo hablando anoche con nosotros. Nos contó muchas cosas. Ha regresado para conducir a los giptanos hasta aquí. Está a punto de llegar Farder Coram, y lord Faa, y…

—¡Qué triste te veo, Pan! —exclamó Lyra disgustada—. ¿Qué ocurre, Pan?

Éste corrió hacia ella a través de la arena transformado en un armiño blanco como la nieve. El otro daimonion asumió la forma de un gato, y Will sintió la transformación como un pequeño pellizco en el corazón.

—La bruja me puso un nombre —dijo el daimonion de Will antes de acercarse a él—. Hasta ahora no lo había necesitado. Me llamó Kirjava. Pero prestad atención…

—Sí, debéis escucharnos —apostilló Pantalaimon—. Esto es difícil de explicar.

Los dos daimonions consiguieron relatarles todo cuanto les había dicho Serafina, empezando por la revelación sobre la auténtica naturaleza de los niños: sobre cómo habían adquirido, sin pretenderlo, la facultad de las brujas de separarse de sus daimonions, y sin embargo seguir siendo una sola entidad.

—Pero eso no es todo —declaró Kirjava.

—Perdónanos, Lyra —terció Pantalaimon—, pero debemos contarte lo que hemos descubierto…

Lyra estaba perpleja. ¿Desde cuándo necesitaba Pan pedirle perdón? Miró a Will y vio que estaba tan perplejo como ella.

—Cuéntanoslo, no temáis —dijo Will.

—Se trata del Polvo —dijo el daimonion gato. A Will le maravilló oír a una parte de su naturaleza referirle algo que él ignoraba—. El Polvo fluía impetuosamente hacia el abismo que visteis vosotros. De repente ocurrió algo que frenó su curso, pero…

—¡Era la luz dorada, Will! —dijo Lyra—. ¡La luz que fluía hacia el abismo y se desvaneció…! ¿Era el Polvo? ¿De veras?

—Sí. Pero siguen produciéndose algunas pérdidas —continuó Pantalaimon—. Debemos impedirlo. Es vital que no se escape todo el Polvo. Tiene que permanecer en el mundo, porque todo se desvanecerá y perecerá si desaparece.

—¿Pero por dónde se escapa el resto del Polvo? —inquirió Lyra.

Los daimonions miraron a Will y luego la daga.

—Cada vez que practicamos una abertura —dijo Kirjava, y Will volvió a sentir un breve estremecimiento de emoción: «Es mío, y yo suyo…»—, cada vez que alguien practicó una abertura entre los mundos, nosotros o los hombres de la Corporación de la Torre degli Angeli, la daga se hundía en el vacío que hay fuera. El mismo vacío que reina en el fondo del abismo. Nosotros no lo sabíamos. Nadie lo sabía, porque el borde era tan fino que no se apreciaba, pero era lo suficientemente grande para que el Polvo se escapara por él. Si volvían a cerrar la abertura se escapaba muy poco, pero hay miles de aberturas que no se han cerrado. De modo que durante todo ese tiempo el Polvo se ha escapado de los mundos y ha fluido hacia el vacío.

Will y Lyra comenzaban a entender el significado de lo que había dicho Kirjava. Por más que se esforzaron en rechazarlo, era como la luz grisácea que se filtra en el cielo y apaga el resplandor de las estrellas: se deslizó a través de cada barrera que erigieron, debajo de cada persiana y por los bordes de cada cortina que trataron de correr para impedirle el paso.

—Cada abertura… —musitó Lyra.

—¿Tenemos que cerrar todas las aberturas? —preguntó Will.

—Absolutamente todas —respondió Pantalaimon musitando como Lyra.

—¡No! —exclamó Lyra—. ¡Es imposible!

—Debemos abandonar nuestro mundo y quedarnos en el de Lyra —dijo Kirjava—, o Pan y Lyra deben abandonar el suyo e instalarse en el nuestro. No hay más remedio.

De pronto despuntaron las primeras y frías luces del día.

Lyra lanzó un alarido. El grito de lechuza que Pantalaimon había soltado la noche anterior había sobrecogido a todas las pequeñas criaturas que lo habían oído, pero no tenía punto de comparación con el apasionado alarido que acababa de emitir Lyra. Los daimonions quedaron estupefactos, y Will comprendió el motivo: no conocían el resto de la realidad, ignoraban lo que Will y Lyra habían averiguado.

Temblando de ira y dolor, Lyra comenzó a pasearse arriba y abajo con los puños crispados y volviendo la cara inundada de lágrimas hacia uno y otro lado como si buscara una respuesta. Will se levantó de un salto y la sujetó por los hombros, sintiendo que tenía todo el cuerpo tenso y que no cesaba de temblar.

—Escucha, Lyra —dijo Will—. ¿Recuerdas lo que dijo mi padre?

—Pues dijo… —respondió ella, sin dejar de mover la cabeza—. Dijo que… ¡Ya sabes lo que dijo! ¡Tú estabas presente y lo oíste tan bien como yo!

Era tal la desazón de Lyra que Will creyó que iba a morir de pena. La niña se arrojó en sus brazos sollozando con amargura, abrazada a él, clavándole las uñas en la espalda, la cara y el cuello.

—No… no… no… —fue lo único que atinaba a decir.

—Escucha, Lyra —repitió Will—, tratemos de recordar lo que dijo exactamente. Quizás hallemos la forma de resolverlo. Quizás exista una solución.

Will se apartó de Lyra con delicadeza y la obligó a sentarse. Asustado, Pantalaimon saltó en el acto sobre su regazo al tiempo que el daimonion gato se aproximaba inseguro a Will. Aún no se habían tocado, pero cuando Will alargó la mano el animalito restregó su cara gatuna contra sus dedos y se encaramó a sus rodillas.

—Tu padre dijo… —empezó a decir Lyra, tragándose las lágrimas— que las personas podían pasar un cierto tiempo en otros mundos sin que ello les afectara. De todos modos, no es nuestro caso. Aparte de lo que tuvimos que hacer para entrar en el mundo de los vivos, seguimos estando sanos, ¿no es cierto?

—Pueden pasar un tiempo, pero no mucho —dijo Will—. Mi padre había permanecido diez años fuera de su mundo, mi mundo. Y cuando me encontré con él estaba casi moribundo. Diez años.

—Pero ¿y lord Boreal? ¿Sir Charles? Estaba sano, ¿no?

—Sí, pero ten presente que él podía volver a su mundo cuando quisiera y recobrar la salud. A fin de cuentas, allí es donde le viste por primera vez, en tu mundo. Debió de hallar una ventana secreta que nadie conocía.

—¡Nosotros podríamos hacer lo mismo!

—Sí, pero…

—Es preciso cerrar todas las ventanas —insistió Pantalaimon—. Absolutamente todas.

—Pero ¿cómo lo sabes? —preguntó Lyra.

—Nos lo dijo un ángel —respondió Kirjava—. Nos encontramos con un ángel femenino y nos lo dijo, aparte de otras cosas. Es cierto, Lyra.

—¿Un ángel femenino? —preguntó Lyra, recelosa.

—Sí —contestó Kirjava.

—Nunca había oído hablar de ángeles femeninos. Quizá mintió.

A Will se le había ocurrido otra posibilidad.

—Supongamos que ellos cerraran todas las ventanas y nosotros tan sólo abriéramos una cuando fuera necesario. Podríamos atravesarla rápidamente y cerrarla en cuanto hubiéramos pasado. Así apenas se escaparía el Polvo.

—¡Sí!

—La abriríamos en un lugar donde no pudiera encontrarla nadie —continuó Will—. Sólo nosotros dos lo conoceríamos.

—¡Estoy segura de que funcionaría! —exclamó Lyra alborozada.

—Y podríamos pasar de un mundo a otro sin que nuestra salud se resintiera…

Pero los daimonions se mostraban acongojados. Kirjava no cesaba de murmurar en señal de desaprobación.

—No, no —murmuró Pantalaimon—. Los espantos… El ángel nos previno también sobre los espantos.

—¿Los espantos? —preguntó Will—. Los vimos por primera vez durante la batalla. ¿Qué ocurre con los espantos?

—Hemos averiguado de dónde provienen —contestó Kirjava—. Y ahora viene lo peor: son como los niños del abismo. Cada vez que abrimos una ventana con la daga, crea un espanto. Es como si un pedacito del abismo saliera flotando y penetrara en el mundo. Por eso el mundo de Cittàgazze estaba repleto de espantos, porque allí dejaban todas las ventanas abiertas.

—Y se alimentan de Polvo —terció Pantalaimon—. Y de daimonions. Porque el Polvo guarda cierta semejanza con los daimonions, al menos con los daimonions adultos. Y los espantos se hacen más grandes y más fuertes…

Will sintió una punzada de horror y Kirjava se acurrucó contra su pecho, tan horrorizado como él y tratando de calmarlo.

—De modo que cada vez que he utilizado la daga —dijo Will— he dado vida a otro espanto.

Recordó que Iorek Byrnison le había dicho en la cueva, donde había reparado la daga: «Lo que no sabes es lo que hace la daga por su cuenta. Tus intenciones pueden ser buenas, pero la daga tiene sus propias intenciones…»

Lyra le observaba con unos ojos llenos de angustia.

—¡Ay, Will, es inútil! —exclamó—. No podemos hacerle eso a la gente… Después de comprobar lo que son capaces de hacer, no podemos permitir que aparezcan más espantos…

—De acuerdo —contestó Will levantándose y estrechando a su daimonion contra su pecho—. Entonces tendremos que… Uno de nosotros tendrá que… Yo pasaré a tu mundo y…

Lyra sabía lo que iba a decir. Le vio sosteniendo al hermoso y sano daimonion al que aún no conocía a fondo. Y pensó en la madre de Will, y comprendió que él también pensaba en ella. Abandonarla para irse a vivir con Lyra, aunque sólo fuera durante unos pocos años… ¿Cómo iba a hacer eso? Quizá pudiera vivir con Lyra, pero no podría vivir consigo mismo.

—¡No! —exclamó Lyra, levantándose también de un salto.

Kirjava se reunió con Pantalaimon sobre la arena mientras los dos niños se abrazaban con desesperación.

—¡Lo haré yo, Will! Pan y yo nos trasladaremos a tu mundo y viviremos allí. No me da miedo enfermar. Somos fuertes, estoy convencida de que viviremos mucho tiempo. Además, seguramente hay unos médicos estupendos en tu mundo. La doctora Malone podrá informarnos. ¡Eso es lo que haremos!

Pero Will meneó la cabeza. Lyra vio el brillo de unas lágrimas en sus mejillas.

—¿Crees que yo lo soportaría, Lyra? —preguntó Will—. ¿Crees que podría vivir dichoso viendo cómo enfermabas y te desmejorabas y morías, mientras yo crecía y me hacía fuerte cada día? Diez años… No son nada. Pasarían en un suspiro. Tendríamos veinte años. Piensa en ello, Lyra, tú y yo seríamos adultos, preparándonos para hacer todas las cosas que siempre hemos querido hacer… Y de repente todo terminaría. ¿Crees que yo podría vivir cuando tú hubieras muerto? ¡No, Lyra, te seguiría hasta el mundo de los muertos sin pensarlo dos veces, como tú seguiste a Roger! ¡Se habrían desperdiciado dos vidas, la tuya y la mía! No, debemos estar juntos toda la vida, una vida larga y provechosa, y si no podemos vivirla juntos, tendremos que… vivir separados.

Lyra se mordió el labio, observando cómo Will caminaba arriba y abajo para calmar su angustia.

De pronto Will se detuvo.

—¿Recuerdas otra cosa que dijo mi padre? —preguntó, volviéndose hacia Lyra—. Dijo que teníamos que construir la república del cielo donde estuviéramos, que para nosotros no existía otro lugar. ¡Ahora comprendo a qué se refería! ¡Es terrible! Creí que se refería a lord Asriel y a su nuevo mundo, pero se refería a nosotros, a ti y a mí. Tenemos que vivir en nuestros propios mundos…

—Voy a consultar al aletiómetro —dijo Lyra—. Él me lo dirá. No me explico cómo no se me había ocurrido antes…

Lyra se sentó, se enjugó las mejillas con la palma de una mano y extrajo el instrumento de la mochila con la otra. Lo llevaba consigo a todas partes: cuando Will la imaginaba de mayor, siempre la veía con aquella bolsita colgada del hombro. Lyra se recogió el pelo detrás de las orejas con aquel gesto apresurado que a él le encantaba, y sacó el aletiómetro envuelto en terciopelo negro.

—¿Los ves? —preguntó Will, pues aunque brillaba la luna los símbolos en la esfera eran muy pequeños.

—Sé dónde está cada uno de ellos —contestó Lyra—. Me los conozco de memoria. Ahora guarda silencio.

Lyra cruzó las piernas y estiró la falda para colocar el instrumento en su regazo. Will se apoyó sobre un codo y la observó. El resplandor de la luna, que se reflejaba en la arena blanca, iluminaba el rostro de Lyra confiriéndole una luminosidad que parecía generar otra luminosidad interior; sus ojos relucían y su expresión era tan seria y solemne que Will habría vuelto a enamorarse de ella si el amor no se hubiera apoderado ya de cada fibra de su ser.

Lyra respiró hondo y empezó a mover las ruedecillas. Pero al cabo de unos momentos se detuvo y giró el instrumento.

—No lo había colocado bien —explicó brevemente, y volvió a intentarlo.

Will, que no le quitaba ojo, vio su tierno rostro con toda claridad. Y como lo conocía tan bien y había estudiado su expresión en momentos de dicha, de desesperación, de esperanza y de dolor, intuyó que algo iba mal. En vez de la intensa concentración en la que Lyra se sumía de inmediato, su rostro traslucía una expresión de congoja y perplejidad. Se mordió el labio, pestañeó varias veces seguidas y sus ojos se desplazaron lentamente de un símbolo a otro, casi de forma aleatoria, en lugar de fijarse en ellos con rapidez y seguridad.

—No sé —dijo Lyra, meneando la cabeza—. No sé qué ocurre… Lo conozco perfectamente, pero no comprendo lo que significa…

Lyra soltó un profundo y angustiado suspiro y giró de nuevo el instrumento. En sus manos ofrecía un aspecto raro y desmañado. Pantalaimon, en versión ratón, se encaramó sobre su regazo y apoyó sus patas negras sobre el cristal, observando los símbolos con atención. Lyra giró una rueda, la otra y luego todo el aparato.

—¡Ay, Will! —exclamó consternada—. ¡No puedo hacerlo! ¡Me ha abandonado!

—Cálmate —contestó Will—, no te inquietes. Sigue conteniendo todos los conocimientos que puedas precisar. No te pongas nerviosa y acabarás encontrando lo que buscas. No lo fuerces. Deja que tus dedos floten sobre él…

Lyra tragó saliva, asintió con la cabeza, se pasó la muñeca bruscamente por los ojos y respiró hondo varias veces. Will observó que estaba tensa, y al apoyar las manos en sus hombros notó que temblaba y la abrazó con fuerza. Ella se apartó y volvió a intentarlo. Fijó los ojos de nuevo en los símbolos mientras giraba las ruedecitas, pero aquellas escalas invisibles de significado por las que solía descender con agilidad y seguridad se le resistían. No comprendía el significado de ningún símbolo.

Lyra volvió la cabeza y se abrazó desesperada a Will.

—¡Es inútil! ¡No puedo interpretarlo! ¡Me ha abandonado! Siempre me sacó de un apuro, cuando rescaté a Roger, cuando tú y yo estábamos en peligro… ¡Me ha abandonado, Will! ¡Lo he perdido! ¡Jamás lo recuperaré!

Lyra rompió a llorar con desesperación. Will sólo era capaz de abrazarla. No sabía cómo consolarla, porque era evidente que tenía razón.

De pronto los dos daimonions se estremecieron y alzaron la vista. Will y Lyra también miraron el cielo y vieron una luz que se dirigía hacia ellos, una luz dotada de alas.

—Es el ángel que vimos —aventuró Pantalaimon.

No se equivocaba. Mientras los dos niños y sus daimonions observaban cómo se acercaba, Xaphania abrió sus alas por completo y aterrizó en la arena. Pese al tiempo que había pasado en compañía de Balthamos, Will no estaba preparado para aquel extraño encuentro. Él y Lyra se tomaron con fuerza de la mano mientras el ángel femenino se dirigía hacia ellos, bañado en una luz procedente de otro mundo. Iba desnudo, pero el detalle carecía de importancia. ¿Qué ropa va a lucir un ángel?, se preguntó Lyra. Era imposible adivinar si era viejo o joven, pero su expresión era austera y amable, y tanto Will como Lyra tuvieron la sensación de que conocía los secretos de sus corazones.

—He venido para pedirte que me ayudes, Will —dijo Xaphania.

—¿Yo? ¿Cómo puedo ayudarte?

—Quiero que me enseñes a cerrar las aberturas que hace la daga.

—De acuerdo —respondió Will tragando saliva—. A cambio, ¿puedes ayudarnos a nosotros?

—No como tú pretendes. Sé de qué habéis estado hablando. Vuestra tristeza ha dejado unos rastros en el aire. Aunque no os sirva de consuelo, os aseguro que todos los seres que conocen vuestro dilema desearían que las cosas fueran distintas: pero hasta los más poderosos deben someterse a su suerte. No puedo ayudaros a modificar la situación.

—¿Por qué…? —empezó a decir Lyra, con voz débil y trémula—. ¿Por qué no puedo leer el aletiómetro? ¿Por qué no puedo hacer una cosa tan sencilla como ésa? Era lo que se me daba mejor, pero se ha desvanecido como si no hubiera existido nunca…

—Lo leías en virtud de una gracia especial —respondió Xaphania observándola—, que recuperarás si te aplicas en ello.

—¿Cuánto tiempo me llevará?

—Toda la vida.

—Eso es mucho…

—Pero cuando recobres esa gracia, después de toda una vida de reflexión y esfuerzo, tus lecturas serán más precisas porque se basarán en una comprensión consciente. La gracia adquirida de este modo es más profunda y rica que la que posees de forma natural, y después de haberla adquirido ya no te abandonará nunca.

—Te refieres a toda la vida, ¿no es cierto? —musitó Lyra—. No a unos pocos años…

—Así es.

—¿Y debemos cerrar todas las ventanas? —inquirió Will—. ¿Sin dejarnos ni una?

—Tened presente que el Polvo no es constante —respondió Xaphania—. No existe una cantidad fija, siempre la misma. Los seres conscientes crean el Polvo, lo renuevan de continuo mediante el pensamiento, el sentimiento y la reflexión, adquiriendo sabiduría y transmitiéndola.

»Y si ayudáis a todos los seres de vuestros mundos a conseguirlo, a aprender y comprender cómo son ellos mismos y otros, y cómo funciona todo, si les enseñáis a ser bondadosos en lugar de crueles, pacientes en lugar de atolondrados y alegres en lugar de ariscos, y sobre todo a mantener la mente abierta, libre y curiosa… De este modo renovarán el Polvo en una cantidad suficiente para reemplazar lo que se haya perdido a través de una ventana. Y podrá quedar una abierta.

Will temblaba de excitación y su mente se fijó en una sola cosa: una nueva ventana situada en el aire, entre su mundo y el de Lyra. Sería su secreto, y podrían atravesar esa ventana tantas veces como quisieran, y vivir una temporada en el mundo de uno y de otro, sin agotar su existencia en uno solo, para que sus daimonions no enfermaran; y crecerían juntos y quizá más adelante tendrían unos hijos que serían en secreto ciudadanos de ambos mundos; y ellos aportarían todos los conocimientos de un mundo al otro, y harían muchas cosas buenas…

Pero Lyra negó con la cabeza.

—No —dijo con tono quedo y apenado—. No podemos, Will…

Él adivinó en el acto su pensamiento.

—Tienes razón —convino con un tono tan triste y angustiado como el de ella—. Los muertos…

—¡Debemos dejarla abierta para ellos! ¡Es preciso!

—Sí, de lo contrario…

—Y debemos crear el Polvo suficiente para ellos, Will, y mantener esa ventana abierta…

Lyra se echó a temblar. En aquel momento, junto a Will, que apretaba su mano con fuerza, se sintió muy joven.

—Y si lo conseguimos —dijo Will con voz temblorosa—, si llevamos una vida ejemplar y pensamos en los otros, de paso tendremos algo que contarles a las arpías. Debemos decírselo, Lyra.

—Sí, pero lo que se les cuente debe ser real —dijo ella—, porque las arpías quieren oír historias reales a cambio. Eso es. De modo que si las personas consumen su vida y cuando acaba no tienen nada que decir de ella, entonces nunca podrán dejar el mundo de los muertos. Tenemos que decírselo, Will.

—Pero solo…

—Sí, solo —dijo ella.

Al oír la palabra «solo», Will sintió que de lo más recóndito de su ser brotaba una ola de intensa rabia y desesperación que se desplazaba hacia el exterior, como si su mente fuera un océano sacudido por una violenta convulsión. Había estado solo toda su vida, y volvería a estarlo, porque iban a arrebatarle el precioso don que le habían otorgado durante breve tiempo. Sintió que la ola de indignación se elevaba más y más hasta ensombrecer el cielo; la cresta de la ola comenzó a temblar y a derramarse, y de golpe la gigantesca masa cayó con todo el peso del océano sobre la costa blindada e inexorable del deber. Desesperado, Will se puso a temblar, a protestar y a gritar con una furia como jamás había experimentado, y sintió que Lyra temblaba también de impotencia en sus brazos. Pero cuando la ola expandió su fuerza y las aguas retrocedieron, las siniestras rocas permanecieron incólumes. Era inútil discutir con la suerte; ni su desesperación ni la de Lyra habían logrado que se movieran un ápice.

Will no sabía cuánto duró su rabia. Poco a poco fue disipándose y el océano aparecía más calmado después de la convulsión. Las aguas seguían agitadas, y quizá no volvieran a remansarse por completo, pero la fuerza había desaparecido.

Los niños se volvieron hacia el ángel y vieron que éste comprendía su desesperación y se sentía tan apenado como ellos. Pero Xaphania veía más allá que ellos y su expresión traslucía una serena esperanza.

Will tragó saliva.

—De acuerdo —declaró—. Te enseñaré cómo cerrar una ventana. Pero primero tengo que abrirla, aunque signifique crear otro espanto. De haber sabido que cada vez que abría una ventana ocurría eso, habría tenido más cuidado.

—Nosotros nos ocuparemos de los espantos —repuso Xaphania.

Will sacó la daga, dispuesto a enfrentarse con el impetuoso océano. Curiosamente, las manos no le temblaban. Cortó una ventana que daba a su mundo y contemplaron una enorme planta química, con un complicado sistema de tuberías que se extendían entre los edificios y los tanques de almacenamiento, con luces encendidas en todos los rincones y con la atmósfera saturada de unas nubecillas de vapor.

—Me choca que los ángeles no sepáis hacer esto —comentó Will.

—El cuchillo es un invento humano.

—De modo que vas a cerrar todas las ventanas menos una —dijo Will—. Todas salvo la ventana del mundo de los muertos.

—Sí, te lo prometo. Pero es una promesa condicional, y ya conocéis la condición.

—Sí. ¿Hay muchas ventanas que cerrar?

—Miles. Existe el terrible abismo creado por la bomba, y la inmensa abertura que creó lord Asriel en su mundo. Ambas deben cerrarse, y lo serán. Pero hay muchas otras aberturas más reducidas, algunas bajo tierra, otras en el aire, que se produjeron de otras formas.

—Baruch y Balthamos me explicaron que utilizaban esas aberturas para desplazarse entre los mundos. Cuando las ventanas estén cerradas, ¿los ángeles ya no podréis pasar de un mundo a otro? ¿Estaréis confinados en uno solo como nosotros?

—No, disponemos de otros medios para viajar entre los mundos.

—¿Podríamos nosotros aprender a hacerlo?

—Sí, como hizo el padre de Will. Se trata de utilizar la facultad que denomináis imaginación. Pero eso no significa inventarse las cosas. Es una forma de ver.

—O sea que en realidad no viajaríamos —dijo Lyra—, sino que fingiríamos…

—No —replicó Xaphania—, no se trata de fingir. Fingir es sencillo. Este sistema es más difícil, pero más auténtico.

—¿Es como el aletiómetro? —preguntó Will—. ¿Tardaríamos toda la vida en aprenderlo?

—Requiere mucha práctica, sí. Tendréis que trabajar duro. ¿O pensasteis que lo lograríais con sólo chascar los dedos, como si se tratara de un don llovido del cielo? Lo valioso siempre exige un esfuerzo. Pero tenéis un amigo que ya ha dado los primeros pasos y que podría ayudaros.

Will no tenía ni remota idea de quién pudiera ser, pero en aquellos momentos no tenía ganas de preguntárselo al ángel.

—Ya —dijo con un suspiro de resignación—. ¿Volveremos a verte algún día? ¿Volveremos a hablar con algún ángel cuando regresemos a nuestros mundos?

—No lo sé —respondió Xaphania—. Pero no perdáis el tiempo esperando que eso ocurra.

—Y yo tengo que romper la daga —dijo Will.

—Así es.

Mientras hablaban, la ventana había permanecido abierta junto a ellos. Las luces estaban encendidas en la planta fabril, el trabajo continuaba; las máquinas giraban, las sustancias químicas se combinaban, la gente fabricaba artículos y se ganaba el sustento. Ése era el mundo al que pertenecía Will.

—Te enseñaré cómo cerrarla —dijo Will.

Enseñó al ángel cómo tentar los bordes de la ventana, tal como Giacomo Paradisi le había enseñado a él, palpándolos con las yemas de los dedos y pellizcándolos para juntarlos. Poco a poco la ventana se fue cerrando y la fábrica desapareció de la vista.

—¿Es necesario cerrar las ventanas que no fueron abiertas por la daga? —preguntó Will—. Porque imagino que el Polvo sólo se escapa a través de las aberturas practicadas por la daga. Las otras debe de hacer miles de años que existen, y sigue habiendo Polvo.

—Las cerraremos todas —contestó el ángel—, porque si supierais que quedaba alguna ventana abierta, os pasaríais la vida buscándola, lo cual sería una pérdida de tiempo. Tenéis otros trabajos mucho más importantes y útiles que realizar en nuestros mundos, y ya no podréis viajar fuera de él.

—¿Qué trabajo tengo que hacer? —inquirió Will, pero se apresuró a agregar—: No me lo digas. Yo decidiré lo que quiero hacer. Si dices que debo ser guerrero, médico, explorador o lo que sea, y termino haciendo ese trabajo tendré la sensación de hacerlo por obligación, y si no lo hago tendré un complejo de culpabilidad. Prefiero ser yo quien decida lo que quiero hacer.

—Eso significa que has dado el primer paso hacia la sabiduría —dijo Xaphania.

—Veo una luz en el mar —intervino Lyra.

—Es el barco en el que viajan vuestros amigos que os conducirán a casa. Mañana estarán aquí.

La palabra «mañana» cayó sobre los niños como una pedrada. Lyra nunca habría imaginado que no tendría ganas de ver a Farder Coram, a John Faa y a Serafina Pekkala.

—Me marcho —dijo el ángel—. Ya he averiguado lo que quería saber.

Abrazó a los dos niños con sus brazos livianos y frescos y les besó en la frente. Luego se inclinó para besar a los daimonions, que se transformaron en pájaros y alzaron el vuelo con el ángel mientras éste desplegaba las alas y se elevaba por el aire. A los pocos segundos había desaparecido.

Lyra soltó una breve exclamación de enojo.

—¿Qué pasa? —preguntó Will.

—No le pregunté por mi padre y mi madre, y ya no puedo preguntárselo al aletiómetro… Me gustaría saber si tendré noticias de ellos algún día…

Lyra se sentó despacio, y Will se sentó junto a ella.

—Ay, Will, ¿qué podemos hacer? —exclamó Lyra—. Quiero vivir siempre contigo. Quiero besarte y acostarme a tu lado y despertarme junto a ti cada día de mi vida, hasta que muera, dentro de muchos, muchísimos años. No quiero tener un recuerdo, un mero recuerdo…

—Yo tampoco quiero conformarme con recuerdos —dijo Will—. Lo que yo deseo es tu pelo, tu boca, tus brazos, tus ojos y tus manos. No sabía que era capaz de amar tanto a una persona. ¡Oh, Lyra, ojalá esta noche no terminara nunca! ¡Ojalá pudiéramos quedarnos aquí para siempre, y que la Tierra cesara de girar, y todo el mundo se sumiera en un sueño!

—¡Todos excepto nosotros! ¡Y que tú y yo pudiéramos vivir aquí eternamente, amándonos!

—Te amaré siempre, pase lo que pase. Hasta que muera y después de que muera, y cuando consiga salir de la tierra de los muertos mis átomos vagarán para siempre, hasta que vuelva a encontrarte…

—Yo te esperaré, Will, cada momento de mi vida. Y cuando volvamos a encontrarnos nos abrazaremos con tal fuerza que nada ni nadie podrá separarnos. Cada átomo de mi ser y cada átomo del tuyo… Viviremos en los pájaros, las flores, las libélulas, los pinos, las nubes y en esas motas de luz que flotan en los rayos de sol… Y cuando utilicen nuestros átomos para crear nueva vida, no podrán tomar uno solo sino que tendrán que tomar dos, uno tuyo y otro mío, porque estaremos unidos para siempre…

Se tendieron en el suelo, tomados de la mano, y contemplaron el firmamento.

—¿Recuerdas cuando entraste por primera vez en aquel café de Cittàgazze y nunca habías visto a un daimonion? —susurró Lyra.

—No sabía lo que era eso. Pero me gustaste en cuanto te vi, por lo valiente que eras.

—No, tú me gustaste antes que yo a ti.

—¡No es verdad! ¡Te peleaste conmigo!

—Bueno, sí —reconoció Lyra—, pero tú me atacaste.

—¡Mentira! Tú saliste como una furia y me atacaste a mí.

—Sí, pero me detuve enseguida.

—No hay peros que valgan —replicó Will con tono burlón.

Will notó que Lyra temblaba, y unos instantes después sintió que los delicados huesos de su espalda se movían de forma convulsa y la oyó llorar quedamente. Will acarició su cálido pelo y sus tiernos hombros y la besó en la cara una y otra vez, hasta que por fin Lyra suspiró con un estremecimiento y se calmó.

Los daimonions descendieron de nuevo por el aire, habiendo cambiado nuevamente de forma, y se dirigieron hacia ellos a través de la mullida arena. Lyra se incorporó para recibirlos. Will se maravilló de poder distinguir en el acto cuál era su daimonion, al margen de la forma que presentara. Pantalaimon se había transformado en un animal cuyo nombre Will no atinaba a recordar: un animal semejante a un enorme y poderoso hurón, de un rojizo dorado, ágil, sinuoso y dotado de una maravillosa gracia. Kirjava era de nuevo un gato. Pero de un tamaño fuera de lo común, con un pelo espeso y lustroso, irisado por mil reflejos y matices de negro azabache, gris humo, azul como el de un profundo lago bajo el cielo al atardecer, lavanda-bruma-luz de luna-niebla… Bastaba contemplar su pelaje para comprender el significado de la palabra «sutil».

—Una marta —declaró Will al dar por fin con el nombre del animal que representaba Pantalaimon—, una marta-pino.

—No vas a seguir transformándote continuamente, ¿verdad, Pan? —preguntó Lyra.

—No —contestó el daimonion.

—Es curioso —dijo Lyra—, ¿recuerdas cuando éramos más jóvenes y yo no quería que dejaras de transformarte? Bueno, pues ahora no me importaría. Al menos si conservaras esta forma.

Will apoyó la mano sobre la muñeca de Lyra. Su estado de ánimo había cambiado, se sentía sereno y decidido. Sabiendo exactamente lo que hacía y lo que significaba, retiró la mano de la muñeca de Lyra y acarició el pelo dorado rojizo de su daimonion.

Lyra lo miró estupefacta. Pero su estupor se mezclaba con una sensación de placer tan intenso —como el que había sentido al acercar la fruta a los labios de Will— que no pudo protestar, pues se había quedado sin aliento. Con el corazón acelerado, respondió de la misma forma: apoyó la mano sobre el sedoso y cálido pelo del daimonion de Will, y al acariciarlo con sus dedos comprendió que Will sentía exactamente lo mismo que ella.

Y al mismo tiempo intuyó que ninguno de los dos daimonions, tras sentir la mano de su amor sobre su pelo, volverían a transformarse. Conservarían aquellas formas el resto de sus vidas: no deseaban otra.

Así, preguntándose si habrían existido unos amantes que hubieran realizado antes que ellos aquel maravilloso descubrimiento, permanecieron tumbados en el suelo mientras la Tierra giraba lentamente y la luna y las estrellas resplandecían en lo alto.