HA LLEGADO EL CUMPLEAÑOS
DE MI VIDA. MI AMOR HA VENIDO
A MÍ.
CHRISTINA ROSSETTI
Doctora Malone —dijo Lyra por la mañana—, Will y yo tenemos que ir en busca de nuestros daimonions. Cuando los hayamos encontrado sabremos qué hacer. No podemos seguir sin ellos. Queremos ir en su busca.
—¿Adónde iréis? —preguntó Mary. Estaba ojerosa y le dolía la cabeza porque apenas había pegado ojo. Había bajado con Lyra a la ribera, Lyra para lavarse y ella para buscar disimuladamente las huellas del extraño. Hasta el momento no había encontrado ninguna.
—No lo sé —contestó Lyra—. Pero deben de andar cerca. En cuanto atravesamos la ventana, después de la batalla, huyeron como si ya no se fiaran de nosotros. No se lo reprocho, sinceramente. Pero sabemos que se encuentran en este mundo. Nos pareció verlos en un par de ocasiones, así que confiamos en dar con ellos.
—Escucha —dijo Mary, y empezó a contar a Lyra, aunque de mala gana, lo que había visto la noche anterior.
En ese momento apareció Will, y él y Lyra escucharon a Mary muy serios y con ojos como platos.
—Probablemente se trata de un viajero que halló una ventana y pasó a través de ella desde otro mundo —comentó Lyra cuando Mary hubo terminado su relato. La niña tenía cosas más interesantes que pensar que en aquel hombre—. Como hizo el padre de Will —prosiguió—. A estas alturas deben de existir muchas ventanas. De todos modos, si ese hombre dio media vuelta y se marchó, no debía de venir con malas intenciones, ¿verdad?
—No lo sé. Su presencia no me gustó. Me preocupa que os vayáis solos, aunque sé que habéis hecho cosas más peligrosas que ésta. ¡No sé qué hacer! Por favor, sed prudentes. Mirad siempre alrededor. Al menos en la pradera se ve de lejos si se acerca alguien…
—Si vemos a ese hombre huiremos a otro mundo para que no nos haga daño —declaró Will.
Estaban decididos a marcharse, y Mary no quería discutir con ellos.
—Prometedme al menos que no os adentraréis en el bosque —dijo—. Si ese hombre anda cerca, es posible que se oculte allí y no os dará tiempo de escapar.
—Prometido —contestó Lyra.
—Bien, os prepararé algo de comer por si estáis fuera todo el día.
Mary tomó unas rebanadas de pan, un poco de queso y unas frutas rojas y dulces que calmaban la sed, lo envolvió todo en un paño y lo ató con un cordel para que uno de los niños se lo colgara al hombro.
—Buena suerte —dijo cuando se despidió de ellos—. Tened cuidado.
Mary observó llena de inquietud cómo se alejaban ladera abajo.
—¿Por qué está tan triste? —preguntó Will a Lyra mientras subían por la carretera hacia el cerro.
—Seguramente se pregunta si regresará algún día a su hogar —contestó Lyra—. Y si el laboratorio seguirá siendo suyo cuando regrese. O quizás esté triste porque recuerda al hombre del que se enamoró.
—Hummm. ¿Tú crees que nosotros regresaremos algún día a nuestro hogar?
—Yo ya no creo que tenga un hogar. Es difícil que vuelvan a admitirme en el Colegio Jordan y no puedo vivir con los osos ni con las brujas. Quizá podría vivir con los giptanos. No me importaría, si ellos estuvieran de acuerdo.
—¿No te gustaría vivir en el mundo de lord Asriel?
—No tardará en desaparecer —replicó Lyra.
—¿Por qué?
—Por lo que dijo el fantasma de tu padre, poco antes de que pasáramos a este mundo, de que los daimonions sólo pueden vivir mucho tiempo si se quedan en su propio mundo. Seguramente lord Asriel, mi padre, no pensó en eso, porque nadie sabía gran cosa sobre los otros mundos cuando él comenzó… a hacer de las suyas. ¡Qué derroche de valor y destreza! —exclamó de sopetón—. ¡Y total para nada!
Will y Lyra continuaron subiendo. Resultaba fácil avanzar por la carretera de basalto, y cuando llegaron a la cima del cerro se pararon y miraron hacia atrás.
—¿Y si no los encontramos, Will? —preguntó Lyra.
—Estoy seguro de que daremos con ellos. Lo que no sé es qué aspecto tendrá mi daimonion.
—Tú lo viste. Y yo lo tomé en brazos —contestó Lyra, sonrojándose, porque era de muy mala educación tocar algo tan íntimo como el daimonion de otra persona. No sólo lo prohibía el código de conducta sino algo más profundo… como la vergüenza. Lyra miró a Will a hurtadillas y vio que también él se había ruborizado; eso quería decir que también él estaba enterado. Lo que Lyra no podía adivinar era si experimentaba la misma sensación de susto y excitación que había sentido ella la noche anterior, y que volvía a sentir en aquellos momentos.
Siguieron caminando juntos, turbados. Pero Will no estaba dispuesto a dejarse vencer por la vergüenza.
—¿Cuándo dejará tu daimonion de cambiar de forma? —preguntó de repente.
—Pues… Supongo que cuando alcance nuestra edad, o un poco más. A veces lo hacen de mayores. Pan y yo hablábamos sobre cuándo adquiriría su forma definitiva. Nos preguntábamos qué sería…
—¿Es que las personas no lo saben?
—De jóvenes, no. Cuando crecemos nos ponemos a pensar si nuestro daimonion será esto o aquello… Por lo general acaba asumiendo una forma que encaja con tu verdadera naturaleza. Por ejemplo, si tu daimonion es un perro, eso significa que te gusta que alguien te mande y complacer a la gente que te rodea. Muchos sirvientes tienen unos daimonions perros. Es conveniente saber cómo eres y el trabajo o la profesión que se te da mejor. ¿Cómo averiguan las personas de tu mundo cómo son?
—No lo sé. No sé mucho sobre mi mundo. Lo único que sé es que no hay que llamar la atención, estar calladito y esconderte. No sé mucho sobre… ser mayor, o tener amigos. O novias. Debe de ser complicado tener un daimonion y que todo el mundo sepa cómo eres con sólo mirarte. A mí me gusta pasar inadvertido y que nadie se fije en mí.
—Puede que tu daimonion sea un animal muy hábil a la hora de esconderse. O uno de esos animales que parecen otro…, una mariposa que parece una avispa, para que no la reconozcan. Seguro que en tu mundo existe este tipo de animales, porque en el nuestro sí existen y somos muy parecidos.
Los dos amigos siguieron avanzando en silencio. Hacía una mañana despejada; el aire en las hondonadas presentaba un aspecto límpido, y en la cálida atmósfera superior un matiz azul irisado. La inmensa sabana, que abarcaba una amplia gama de matices pardos, dorados y verdes, rielaba en el horizonte y aparecía desierta. Parecía como si Will y Lyra fueran las dos únicas personas en el mundo.
—Pero en realidad no está desierta —dijo Lyra.
—¿Te refieres a ese hombre?
—No. Ya sabes a qué me refiero.
—Sí. Veo unas sombras en la hierba… Quizá sean pájaros.
De vez en cuando Will observaba unos pequeños y fugaces movimientos. Le resultaba más fácil ver las sombras si no las miraba; estaban más dispuestas a mostrarse al rabillo del ojo.
—Es una facultad negativa —dijo Lyra cuando Will se lo comentó.
—¿Qué es eso?
—El primero que se refirió a ello fue el poeta Keats. La doctora Malone sabe lo que es. Así es como yo leo el aletiómetro y como tú utilizas la daga, ¿no?
—Supongo que sí. Pensé que quizá fueran daimonions.
—Yo también lo pensé, pero…
Lyra se llevó el índice a los labios. Will asintió con la cabeza.
—Fíjate en ese árbol que ha caído —comentó.
Era el árbol de la plataforma en el que se encaramaba Mary. Los niños se acercaron a él con cautela, por si caía algún otro árbol del bosquecillo. En aquella apacible mañana en la que sólo una leve brisa agitaba las hojas, parecía imposible que un árbol tan inmenso se hubiera desplomado, pero ahí estaba.
El gigantesco tronco, sujeto al suelo por sus raíces y con múltiples ramas asomando en la hierba, se elevaba sobre sus cabezas. Algunas ramas, aplastadas y partidas, tenían un diámetro tan grande como los árboles más enormes que Will había visto en su vida; la copa del árbol, cuajada de ramas menos recias y con hojas todavía verdes, se erguía como un palacio en ruinas en la templada atmósfera.
De pronto Lyra asió a Will del brazo.
—Chsss. No mires. Estoy segura de que están ahí arriba. He visto que se movía algo y juraría que era Pan…
Tenía la mano caliente. Will era más consciente de eso que de la gigantesca masa de hojas y ramas que yacía sobre ellos. Fingiendo mirar el horizonte con aire distraído, alzó la vista disimuladamente hacia el confuso amasijo verde, marrón y azul y… ¡Lyra tenía razón! Allí arriba había algo que no era el árbol. Y junto a él, otro.
—Alejémonos —murmuró Will—. Nos dirigiremos hacia otro sitio y veremos si nos siguen.
—Pero ¿y si no lo hacen? Vale, de acuerdo —respondió Lyra en voz baja.
Ambos simularon echar un vistazo a su alrededor; palparon una rama que yacía en el suelo, como si pretendieran trepar por ella, y luego menearon la cabeza, como si hubieran desechado la idea, y se marcharon.
—Ojalá pudiéramos mirar hacia atrás —dijo Lyra cuando se hubieron alejado unos centenares de metros.
—Sigue caminando. Ellos pueden vernos, no se perderán. Acudirán a nosotros cuando quieran.
Dejaron la carretera de basalto y se adentraron en la alta hierba, avanzando entre los largos tallos que les rozaban los muslos, observando los insectos que revoloteaban en el aire o permanecían suspendidos batiendo las alas sin cesar, mientras escuchaban los chirridos de un coro de un millón de voces.
—¿Qué piensas hacer, Will? —preguntó Lyra suavemente después que hubieron caminado un rato en silencio.
—Tengo que regresar a casa —respondió él.
A Lyra le pareció detectar cierta vacilación en su voz. En realidad confiaba en que estuviera indeciso.
—Pero quizás esos hombres aún te persigan —dijo.
—He visto cosas peores —replicó él.
—Ya, pero supón que… Yo quería enseñarte el Colegio Jordan y los Fens. Quería…
—Sí —replicó Will—, y yo quería… Sería agradable volver a Cittàgazze. Era un lugar muy bonito, y si todos los espantos han desaparecido… Pero debo regresar con mi madre y cuidar de ella. La dejé con la señora Cooper, y no es justo para ninguna de las dos.
—Pero tampoco es justo que tengas que hacerlo tú.
—Ya —convino Will—, pero eso no es una injusticia como un terremoto o una tempestad de lluvia. Puede que no sea justo, pero nadie tiene la culpa. Si dejo a mi madre al cuidado de una anciana que también está delicada, eso sí es una injusticia. No estaría bien. Debo regresar a casa. Será difícil volver y que todo siga igual que antes. Seguramente todo el mundo se habrá enterado del secreto. Imagino que la señora Cooper no habrá podido cuidar sola de mi madre si ha pasado por una de esas épocas en que todo la aterroriza, y habrá tenido que pedir ayuda. Así que cuando regrese probablemente me meterán en una institución.
—¿Un orfelinato?
—Creo que eso es lo que hacen en estos casos. No lo sé. Pero debe de ser horroroso estar en uno de esos sitios.
—¡Podrías utilizar la daga para escapar, Will! ¡Podrías venir a mi mundo!
—Debo quedarme donde esté mi madre. Cuando sea mayor podré cuidar de ella, en mi propia casa. Nadie podrá inmiscuirse entonces.
—¿Te casarás?
Will guardó silencio. Lyra sabía lo que estaba pensando.
—Faltan muchos años para eso, no sé lo que haré —respondió Will—. En todo caso, tendré que casarme con alguien que comprenda lo de… No creo que exista una persona así en mi mundo. ¿Y tú? ¿Piensas casarte?
—Me pasa lo que a ti —contestó Lyra con voz ligeramente temblorosa—. Creo que no podría casarme con alguien de mi mundo.
Los niños siguieron avanzando despacio hacia el horizonte. Disponían de todo el tiempo del mundo, todo el tiempo del que dispusiera el mundo.
—Te quedarás con la daga, ¿verdad? —preguntó Lyra al cabo de un rato—. Así podrás visitar mi mundo.
—Desde luego. Jamás se la entregaré a nadie, te lo aseguro.
—No mires… —le pidió Lyra sin aminorar el paso—. Han vuelto a aparecer. A la izquierda.
—¡Nos están siguiendo! —exclamó Will, alborozado.
—¡Chsss!
—Supuse que lo harían. Vale, fingiremos que los andamos buscando y miraremos en los sitios más raros y absurdos.
Eso se convirtió en un juego. Los niños exploraron entre los juncos y el barro cuando se toparon con el estanque, comentando en voz alta que los daimonions seguramente habían asumido la forma de unas ranas, unos insectos acuáticos o unas babosas; retiraron la corteza de un árbol muerto que había en el borde de un bosquecillo, fingiendo haber visto a los dos daimonions asomándose debajo de ésta en forma de tijeretas; Lyra hizo muchos aspavientos al pisar una hormiga, lamentándose de haberla lastimado, afirmando que tenía una cara igualita que la de Pan, preguntándole con fingido tono lastimoso por qué se negaba a hablarle.
Pero cuando creyó que los daimonions no podían oírla, dijo con tono serio a Will, acercándose mucho a él para hablar en voz baja:
—No nos quedó más remedio que abandonarlos, ¿verdad?
—Sí, tuvimos que hacerlo. Fue mucho peor para ti que para mí, pero no tuvimos otro remedio porque tú habías prometido ayudar a Roger y tenías que cumplir tu palabra.
—Y tú querías volver a hablar con tu padre…
—Y teníamos que liberar a los fantasmas de allí…
—Sí. Me alegro de que lo hiciéramos. Algún día, cuando yo muera, Pan también se alegrará. Nadie podrá separarnos. Hicimos lo que debíamos.
Cuando el sol estuvo en lo alto del cielo, Will y Lyra buscaron un lugar sombreado donde refugiarse del calor. Al mediodía llegaron a una ladera que conducía a la cima de un cerro. Cuando la alcanzaron Lyra se tumbó sobre la hierba.
—¡Uf! —exclamó—. ¡Menos mal que hemos encontrado pronto unos árboles que dan sombra!
Al otro lado de la ladera se extendía un valle cubierto de vegetación, y los niños dedujeron que discurriría un arroyo por él. Atravesaron la ladera del cerro hasta llegar a la cabeza del valle, y allí, entre helechos y juncos, vieron un manantial que brotaba de la roca.
Sumergieron la cabeza en el agua para refrescar sus rostros acalorados y bebieron con avidez. Luego siguieron el curso del arroyo, que formaba unos diminutos remolinos y caía sobre pequeños salientes de roca a medida que se hacía más ancho y caudaloso.
—¿Cómo es posible? —se maravilló Lyra—. No entra agua de ningún otro lugar, y el arroyo es mucho más abundante que aquí.
Will observó las sombras por el rabillo del ojo y las vio escabullirse, saltando sobre los helechos, y desaparecer entre unos matorrales más abajo.
—Fluye más lentamente —contestó, señalando en silencio—. No discurre con la rapidez con que brota el agua del manantial, y por eso forma estos charcos… Se han metido allí —susurró, indicando un pequeño grupo de árboles situado al pie de la ladera.
El corazón le latía acelerado. Ella y Will cruzaron una mirada seria, de complicidad, antes de seguir el curso del arroyo. A medida que descendían por el valle, la maleza se iba haciendo más densa; el arroyo se metía entre unos túneles de vegetación y salía a unos claros sombreados por los árboles, para precipitarse sobre un saliente y hundirse de nuevo en la vegetación. En ocasiones los niños lo perdían de vista y tenían que seguirlo guiándose por el oído.
Al pie de la colina, el arroyo discurría a través de un bosquecillo de árboles de corteza plateada.
El padre Gómez los observó desde la cima del cerro. No le había resultado difícil seguirlos; pese a la confianza que le inspiraba a Mary la amplia sabana, había muchos lugares donde ocultarse entre la hierba y algún que otro grupo de matorrales y arbustos. Durante un buen rato Will y Lyra no habían hecho más que mirar alrededor como si sospecharan que les seguía alguien, y el sacerdote se había mantenido a una distancia prudencial. Pero a medida que transcurría la mañana, los niños parecían enfrascados en su conversación y prestaban menos atención al paisaje. Ante todo no quería lastimar al niño. Le horrorizaba lastimar a un ser inocente. La única forma de no errar el tiro era aproximarse lo suficiente para distinguir a Lyra con nitidez, lo cual significaba seguir a los niños hasta el bosque.
Con sigilo y cautela, el padre Gómez siguió el curso del río. Su daimonion, el escarabajo de lomo verde, revoloteaba probando el aire; su vista era menos aguda que la del sacerdote, pero su sentido del olfato, muy desarrollado, captó el olor de la carne de los niños con toda claridad. Se adelantaba un poco, se posaba en un tallo de hierba para aguardar al sacerdote, y después volvía a adelantarse. Cuando el insecto captó el rastro que los cuerpos de los niños habían dejado en el aire, el padre Gómez alabó a Dios por la misión que le habían encomendado, porque estaba claro que el niño y la niña iban a caer en un pecado mortal. Allí estaba: el movimiento rubio oscuro producido por el pelo de la niña. El sacerdote se acercó un poco y sacó el rifle, equipado con un telescopio maravillosamente construido, de forma tal que al mirar por él la imagen no sólo aparecía ampliada sino más nítida. Sí, allí estaba la niña, que se detuvo para mirar atrás. Al ver la expresión de su rostro, al sacerdote le chocó que un ser tan malvado pudiera ofrecer un aspecto tan radiante, confiado y feliz.
El padre Gómez estaba tan próximo a alcanzar el éxito que por primera vez se puso a pensar en lo que haría posteriormente, y si al Reino del Cielo le complacería más que regresara a Ginebra o se quedara en el mundo para evangelizarlo. Lo primero que haría sería convencer a aquellos seres de cuatro patas, que parecían poseer los rudimentos de la razón, de que su costumbre de circular sobre ruedas era abominable, satánica y contraria a la voluntad de Dios. Si lograba que desecharan ese hábito, alcanzarían la salvación.
Al llegar al pie de la ladera, donde comenzaban los árboles, el sacerdote dejó silenciosamente el rifle en el suelo.
Contempló las sombras plateadas-verde-doradas y se puso a escuchar, con ambas manos detrás de las orejas, para captar y localizar las voces humanas a través de los chirridos de los insectos y el murmullo del arroyo. Sí, allí estaban los dos niños. Se habían detenido.
El padre Gómez se agachó para tomar el rifle…
Pero de pronto soltó una exclamación ronca y entrecortada al notar que alguien le arrebataba a su daimonion.
¡Pero allí no había nadie! ¿Dónde estaba el escarabajo? El sufrimiento era atroz. El sacerdote lo oyó gemir y miró desesperado en todas direcciones, tratando de localizarlo.
—No te muevas —dijo una voz desde el aire—, y no digas una palabra. Tengo a tu daimonion en mi poder.
—Pero… ¿dónde estás? ¿Quién eres?
—Me llamo Balthamos —respondió la voz.
Will y Lyra siguieron el arroyo a través del bosque, avanzando con cautela, sin apenas despegar los labios, hasta que estuvieron en el centro.
En medio del bosquecillo había un claro tapizado con mullida hierba y rocas cubiertas de musgo. Las ramas formaban un denso entramado a través del cual se filtraban unas pequeñas cuentas y lentejuelas de sol, de forma que todo aparecía envuelto en un resplandor dorado y plateado. Y todo estaba en silencio. Sólo el murmullo del arroyo y de las hojas agitadas en lo alto por un pequeño remolino de brisa rompía el silencio.
Will dejó el paquete de comida en el suelo y Lyra hizo lo propio con su mochila. No había señal de los daimonions sombras. Estaban solos.
Los niños se quitaron los zapatos y los calcetines, se sentaron en las rocas cubiertas de musgo junto al arroyo y metieron los pies en el agua fría, que estimuló la circulación.
—Tengo hambre —dijo Will.
—Yo también —repuso Lyra. Aparte del hambre, experimentaba una sensación a la vez plácida y apremiante, entre agradable y dolorosa, que no sabía exactamente qué era.
Retiraron el trapo que cubría la comida y tomaron un poco de pan y queso. Sus ademanes eran lentos y torpes y apenas probaron la comida, aunque notaron que el pan que Mary preparaba sobre unas piedras ardientes era harinoso y crujiente y el queso compacto, salado y muy fresco. Luego Lyra se llevó a la boca una de las pequeñas frutas rojas.
—Will… —dijo, sintiendo que el corazón le latía aceleradamente mientras le acercaba la fruta a los labios.
Al mirarlo a los ojos, Lyra comprendió que había captado su intención y que se sentía tan dichoso que no podía articular palabra. Will notó que los dedos de Lyra temblaban sobre sus labios y le sostuvo la mano con una de las suyas. Ninguno de ellos se atrevía a mirar al otro a los ojos; se sentían confundidos, eufóricos.
Sus labios se rozaron, como dos polillas que chocan torpemente entre sí. De pronto, antes de que pudieran percatarse de lo que hacían, se abrazaron y besaron con avidez, ciegamente.
—Como dijo Mary —susurró Will—, enseguida te das cuenta cuando alguien te gusta. Mientras estabas dormida, en la montaña, antes de que ella te raptara, le dije a Pan…
—Ya lo oí —musitó Lyra—. Estaba despierta. Quise decirte lo mismo y ahora sé que esto que siento por ti lo sentí desde el primer momento en que nos conocimos. Te amo, Will, te amo…
Aquellas palabras estimularon los centros nerviosos de Will. Sintió un cosquilleo en todo el cuerpo y respondió con las mismas palabras, besándola en la cara una y otra vez, aspirando con fruición el perfume de su cuerpo, la cálida fragancia de su pelo de color miel y su dulce y húmeda boca que sabía como la pequeña fruta roja.
A su alrededor reinaba un profundo silencio, como si el mundo entero contuviera la respiración.
Balthamos estaba aterrorizado. Echó a correr río arriba para alejarse del bosque, llevando consigo al daimonion insecto, que no cesaba de arañar, morder y picar, al tiempo que hacía todo lo posible por ocultarse del hombre que los perseguía.
No podía dejar que lo atrapara. Sabía que el padre Gómez lo mataría en el acto. Un ángel de su rango no podía medirse con un hombre tan corpulento, aunque estuviera fuerte y sano, que no era el caso de Balthamos. Además, estaba destrozado por la muerte de Baruch y la vergüenza de haber abandonado a Will. Ni siquiera tenía fuerzas para volar.
—Para, para —le rogó el padre Gómez—. Te suplico que te detengas. No te veo… Por favor, hablemos. No hagas daño a mi daimonion, te lo suplico…
En realidad era el daimonion quien lastimaba a Balthamos. El ángel atisbó su minúscula forma verde a través de los dedos de sus manos. El insecto le clavaba una y otra vez sus poderosas mandíbulas en las palmas. Si Balthamos abría las manos aunque fuera tan sólo un instante, el escarabajo desaparecería, de modo que no tenía más remedio que mantenerlas cerradas.
—Sígueme —respondió el ángel—. Aléjate del bosque. Quiero hablar contigo, pero no aquí.
—¿Quién eres? No te veo. Acércate. ¿Cómo puedo saber qué eres si no te veo? ¡Para, no te muevas tan rápidamente!
Pero la única defensa que tenía Balthamos era moverse con rapidez. Procurando no prestar atención al agresivo insecto, avanzó a través de la pequeña hondonada por la que fluía el arroyo, saltando de roca en roca.
Pero cometió un error: al tratar de volverse para mirar hacia atrás, resbaló y metió un pie en el agua.
—¡Ajá! —exclamó el padre Gómez con satisfacción al ver la salpicadura.
Balthamos sacó el pie del agua y continuó avanzando, pero cada vez que apoyaba el pie en las rocas secas dejaba una huella húmeda. El sacerdote reparó en ello y apretó el paso, sintiendo en la mano el roce de unas plumas. Se detuvo, perplejo. La palabra «ángel» reverberaba en su mente. Balthamos aprovechó la oportunidad para avanzar otro trecho. El sacerdote sintió que su daimonion tiraba de él, al tiempo que experimentaba otra brutal punzada de dolor.
—Un poco más adelante, cuando lleguemos a la cima de la colina hablaremos, te lo prometo.
—¡Hablemos aquí! ¡Detente y juro que no te tocaré!
El ángel no respondió. Le costaba concentrarse, pues tenía que repartir su atención en tres frentes: a sus espaldas para no ser atrapado por el hombre, delante para ver donde pisaba y en el furioso daimonion que le devoraba las manos.
En cuanto al sacerdote, su mente discurría a toda prisa. Un adversario realmente peligroso habría matado a su daimonion al instante para zanjar el asunto. Pero aquel contendiente temía atacarlo.
Teniendo esto presente, el sacerdote fingió avanzar torpemente, tropezando un par de veces e implorándole que se detuviera…, sin quitarle ojo de encima, aproximándose cada vez más, calculando su estatura, lo rápidamente que podía moverse y hacia dónde miraba.
—Te lo suplico —dijo con voz entrecortada—, no sabes lo que duele esto… No puedo hacerte ningún daño… Por favor, ¿no podríamos detenernos y hablar?
El padre Gómez no quería perder el bosque de vista. Habían llegado al lugar donde comenzaba el manantial y entrevió los pies de Balthamos oprimiendo levemente la hierba. El sacerdote no le había quitado el ojo de encima y estaba seguro de dónde se hallaba el ángel.
Balthamos se volvió. El sacerdote alzó la vista hacia el lugar donde suponía que se encontraba el rostro del ángel y lo vio por primera vez: un resplandor trémulo pero inconfundible. El sacerdote no estaba lo suficientemente cerca para abatir a su enemigo de un solo movimiento, y el ser arrastrado por su daimonion, aparte de dolerle le había dejado muy debilitado. Quizá debía avanzar unos pasos…
—Siéntate —dijo Balthamos—. Ahí mismo, ni un paso más.
—¿Qué quieres? —preguntó el padre Gómez sin moverse.
—¿Que qué quiero? Matarte, pero me faltan las fuerzas.
—¿Pero no eres un ángel?
—¡Qué más da!
—Quizá cometas un error. Puede que estemos en el mismo bando.
—No. Te he estado siguiendo. Sé muy bien de qué bando estás tú. ¡No se te ocurra moverte!
—Nunca es tarde para arrepentirse. Incluso los ángeles se arrepienten. Puedes confesarte conmigo.
—¡Ayúdame, Baruch! —exclamó Balthamos exasperado, volviéndose de espaldas.
En este momento el padre Gómez se precipitó sobre él. Golpeó a Balthamos con el hombro, derribándolo al suelo. Al alargar la mano para sujetarse, Balthamos soltó al daimonion insecto. El escarabajo se alejó volando en el acto y el padre Gómez experimentó una profunda sensación de alivio y renovado vigor. Paradójicamente, eso fue lo que le mató. Se arrojó con tal ímpetu sobre la tenue forma del ángel, suponiendo que éste opondría una fuerte resistencia, que perdió el equilibrio. Resbaló y cayó rodando hacia el arroyo; y Balthamos, pensando en lo que habría hecho Baruch, propinó una patada a la mano del sacerdote cuando éste la extendió para agarrarse a algo.
El padre Gómez cayó con todo su peso. Se partió la cabeza contra una piedra y cayó de bruces en el arroyo, aturdido. Las gélidas aguas le despabilaron enseguida, pero mientras boqueaba y pugnaba por incorporarse, Balthamos, desesperado y prescindiendo del daimonion que le picaba en el rostro, los ojos y los labios, utilizó su escaso peso para mantener la cabeza del hombre sumergida en el agua, firmemente, sin soltarlo, hasta que éste se ahogó.
Cuando el daimonion desapareció de golpe, Balthamos soltó al sacerdote. Tras cerciorarse de que estaba muerto, sacó el cadáver del arroyo y lo depositó con cuidado sobre la hierba, colocando las manos del sacerdote sobre su pecho y cerrándole los párpados.
Seguidamente se incorporó, agotado y dolorido.
—¡Ay, Baruch, ya no puedo más! —exclamó—. Will y la niña están a salvo y todo irá bien, pero éste es el fin para mí, aunque lo cierto es que morí contigo, mi amado Baruch.
Y en unos instantes desapareció.
En el campo de judías, adormilada en el calor de la tarde, Mary oyó la voz de Atal, pero era difícil adivinar si estaba nerviosa o alarmada. ¿Se habría caído otro árbol? ¿Había aparecido de nuevo el hombre del rifle?
—¡Mira! ¡Mira! —dijo Atal, tocando el bolsillo de Mary con la trompa. Mary sacó el catalejo y lo orientó hacia el cielo.
—¡Dime lo que hace! —insistió Atal—. Noto una diferencia, pero no veo nada.
El temible torrente de Polvo había cesado de fluir a través del cielo, aunque no se había detenido. Al escrutar el firmamento con el catalejo ámbar, Mary vio una corriente aquí, un remolino allí, un vórtice más allá; el flujo de partículas estaba en constante movimiento, pero no se alejaba. Más bien caía como copos de nieve.
Mary pensó en los árboles de cápsulas de semillas. Las flores que se abrían al sol beberían con avidez la dorada lluvia. Mary casi sintió cómo la ingerían con sus gargantas resecas, perfectamente adaptadas a aquella lluvia de la que se habían privado durante tanto tiempo.
—Los niños —dijo Atal.
Mary se volvió, catalejo en mano, y vio a Will y a Lyra, que regresaban. Estaban algo lejos y caminaban sin apresurarse. Pese a la distancia se percató de que iban de la mano, enfrascados en su conversación, ajenos a cuanto les rodeaba.
Mary estuvo a punto de llevarse el catalejo al ojo, pero decidió guardarlo en el bolsillo. No tenía necesidad de utilizar el catalejo; sabía lo que vería a través de él: los niños aparecerían como si estuvieran hechos de oro vivo, la auténtica imagen de lo que los seres humanos podían ser cuando percibían su herencia.
El Polvo que caía de las estrellas había vuelto a hallar un hogar vivo, y ello se debía a aquellos niños, que ya no eran tan niños, colmados de amor.