TODO SE MUESTRA
VIVO EN EL MUNDO,
DONDE CADA
PARTÍCULA DE
POLVO EXHALA SU
ALEGRÍA…
WILLIAM BLAKE
Mary no podía dormir. Cada vez que cerraba los ojos, algo le producía vértigo, como si se hallara al borde de un precipicio, y se despertaba bruscamente, atemorizada.
Eso ocurrió tres, cuatro, cinco veces, hasta que Mary comprendió que no iba a conciliar el sueño. De modo que se levantó, se vistió en silencio, salió de la casa y pasó frente al árbol cuyas grandes ramas formaban una especie de tienda de campaña y bajo el cual dormían Will y Lyra.
La luna relucía en el cielo. Soplaba una fuerte brisa y el inmenso paisaje aparecía tachonado de sombras de las nubes que se movían, pensó Mary, como una manada de animales fantásticos que migraran. Pero los animales migraban con un propósito; cuando veías avanzar unas manadas de ciervos a través de la tundra, o unos ñus atravesar la sabana, sabías que se dirigían en busca de comida, o a un lugar propicio para aparearse y tener descendencia. Su desplazamiento poseía un significado. Pero las nubes se movían al azar, como consecuencia de unas caprichosas circunstancias a nivel de átomos y moléculas; el hecho de que sus sombras se extendieran sobre el pastizal no encerraba significado alguno.
No obstante las nubes parecían tensas, como si se desplazaran con un propósito muy concreto. Toda la noche producía esa sensación. Mary ignoraba qué propósito era ése. Pero las nubes parecían saber perfectamente lo que hacían y por qué, al igual que el viento y la hierba… Todo el universo estaba consciente y bullía de actividad.
Mary subió la ladera y se volvió para contemplar el pantano, donde el agua despedía un resplandor plateado a través de la reluciente oscuridad del pantano y los lechos de juncos. Las sombras de las nubes aparecían allí con toda nitidez: daba la impresión de que huían de algo espantoso que las perseguía, o que se apresuraran para abrazar algo maravilloso. Pero Mary nunca averiguaría qué era.
Al cabo de un rato echó a andar hacia el bosquecillo donde se encontraba el árbol con la plataforma. Quedaba a una distancia de veinte minutos a pie. Mary lo vio con claridad, irguiéndose entre los demás árboles, sacudiendo su imponente cabeza en un diálogo con el impetuoso viento. Tenían cosas que decirse, pero ella no podía oírlas.
Mary se dirigió apresuradamente hacia el bosquecillo, impulsada por la excitación de la noche y ansiosa de participar en ella. Esto era lo que había dicho a Will cuando el niño le había preguntado si echaba de menos a Dios: la sensación de que todo el universo estaba vivo, de que todo estaba conectado entre sí mediante unos hilos de significado. Cuando era cristiana, también ella se había sentido conectada al universo, pero al abandonar la Iglesia se había sentido independiente, libre y ligera, en un universo sin propósito.
Luego se había producido el descubrimiento de las Sombras y su viaje a otro mundo. Y ahora, esta vívida noche, Mary había comprendido que todo el universo vibraba con un propósito y un significado, y que ella estaba desligada del universo. Y que era imposible hallar una conexión, porque Dios no existía.
Entre dichosa y desesperada, Mary decidió encaramarse al árbol e intentar perderse en el Polvo.
Pero cuando se hallaba a mitad de camino del bosquecillo percibió un sonido distinto entre las agitadas hojas y el ulular del viento a través de la hierba. Parecía un gemido, una nota grave, sombría, distinta de las notas de un órgano. De pronto oyó un crujido, un ruido como de madera al partirse y chillar de dolor.
¿Sería su árbol? No, era imposible.
Mary se paró en seco, en medio del pastizal, mientras el viento le golpeaba la cara, las sombras de las nubes se deslizaban ante ella y las altas hierbas le azotaban los muslos, y contempló las copas de los árboles. Las ramas gemían, los tallos se partían, grandes masas de madera verde se desprendían como si se tratara de ramas secas y caían al suelo. De pronto la copa —la copa del árbol que ella conocía tan bien— se doblegó y comenzó a desplomarse lentamente.
Cada fibra del tronco, de la corteza, de las raíces parecía gritar protestando contra aquel asesinato. Pero el árbol siguió cayendo; su gigantesco tronco se desplomó entre los demás árboles, inclinándose hacia Mary, antes de estrellarse en el suelo como una ola al chocar con un rompeolas. Por fin, tras un gemido de madera partida, se quedó quieto.
Mary corrió hacia el árbol para acariciar las hojas agitadas por el viento. ¡Su plataforma hecha añicos! Con el corazón latiéndole con violencia, se abrió camino entre las ramas desprendidas e inclinadas en unos ángulos increíbles, y se encaramó lo más alto que pudo.
Tras sujetarse a una gruesa rama, sacó el catalejo. A través de él vio dos movimientos distintos en el cielo.
Uno era el de las nubes, que se deslizaban ante la luna en un sentido, y el otro el de la corriente de Polvo, que cruzaba ante ella en sentido opuesto.
De los dos, el Polvo fluía con mayor rapidez y mayor volumen. Parecía inundar todo el firmamento como si se tratara de un inmenso e inexorable torrente que brotaba del mundo, de todos los mundos, para desembocar en un último vacío.
Lentamente, como si se movieran en la mente de Mary, todos los átomos y moléculas comenzaron a unirse.
Will y Lyra habían dicho que la daga tenía por lo menos trescientos años. Eso les había asegurado el anciano en la torre.
Los mulefa le habían explicado que el sraf, que había alimentado sus vidas y su mundo durante treinta y tres mil años, había comenzado a fallar hacía poco más de trescientos años.
Según Will, los miembros de la Corporación de la Torre degli Angeli, los dueños de la daga, eran muy descuidados pues no siempre cerraban las ventanas que abrían. Bien, pues Mary había hallado una, y seguramente existían muchas más.
¿Y si durante ese tiempo el Polvo se hubiera ido filtrando, poco a poco, a través de las heridas causadas por la daga en la naturaleza…?
Mary se sintió mareada, y no sólo por el balanceo y las sacudidas de las ramas entre las que se había instalado. Guardó el catalejo en el bolsillo, se aferró con ambas manos a la rama que tenía ante ella y contempló el cielo, la luna, las nubes que se deslizaban apresuradamente.
La daga tenía la culpa de ese pequeño, pequeñísimo derrame de Polvo. Era perjudicial, y el universo sufría a causa de él. Mary comprendió lo que debía hacer: tenía que hablar con Will y Lyra y buscar el medio de impedirlo.
Pero la vasta corriente que fluía a través del cielo era un asunto muy distinto. Era una novedad catastrófica. Si no lograban frenarla, toda la vida consciente llegaría a su fin. Tal como le habían explicado los mulefa, el Polvo cobraba vida cuando los seres vivos tomaban conciencia de sí mismos; pero necesitaba algo que lo alimentara, que lo reforzara y lo hiciera invulnerable, al igual que los mulefa disponían de sus ruedas y del aceite de los árboles. Sin ello, todo desaparecería. El pensamiento, la imaginación, el sentimiento… Todo se desvanecería dejando sólo un salvaje automatismo; y esa breve época en que la vida había sido consciente de sí misma se apagaría como una vela en los millones de mundos donde había ardido con vigor.
Mary sintió el peso de su responsabilidad. Tenía la impresión de haber envejecido de golpe, como si fuera una vieja decrépita de ochenta años que anhelara la muerte.
Mary se bajó de las ramas del gigantesco árbol abatido y emprendió el camino hacia la aldea, sintiendo aún el viento que agitaba las hojas, la hierba, su pelo.
Al llegar a la cima de la ladera se detuvo y echó un último vistazo a la corriente de Polvo. El viento y las nubes se deslizaban a través de ella mientras la luna permanecía impertérrita en el centro.
De pronto comprendió lo que hacían, comprendió cuál era su importante y urgente propósito.
¡Trataban de contener la corriente de Polvo, de erigir unas barreras contra aquel nefasto torrente! El viento, la luna, las nubes, las hojas, la hierba, todas aquellas hermosas cosas dejaban sentir su protesta y participaban en la lucha por retener a las partículas de sombra en aquel universo que tanto enriquecían.
La materia amaba el Polvo. No deseaba que desapareciera. Ése era el significado de aquella noche, y el de Mary.
¿Había pensado acaso que la vida carecía de significado y de propósito por haber desaparecido Dios? Sí, lo había pensado.
—¡Pero el presente existe! —exclamó Mary, y repitió más alto—: ¡El presente existe!
Cuando volvió a observar las nubes y la luna resistiéndose a la corriente de Polvo, le parecieron tan frágiles y vulnerables como una presa de ramitas y guijarros que tratara de contener el Misisipí. Pero no cejaban en su intento, y seguirían esforzándose hasta el fin de todo.
Mary no sabía cuánto tiempo estuvo ausente. Cuando la intensidad de sus sentimientos empezó a disiparse y dio paso al cansancio, echó a andar lentamente ladera abajo hacia la aldea.
Pero a mitad de la ladera, cerca de un bosquecillo de centauras, vio algo raro en el pantano: un resplandor blanco, un movimiento, un objeto que subía con la marea.
Mary se detuvo y lo miró fijamente. No podían ser los tualapi, porque siempre se desplazaban en bandadas, y aquel objeto estaba solo; pero todo lo demás era idéntico: las alas que parecían velas, el cuello largo… Pensó que sería una de las aves. Nunca había oído decir que se desplazaran solas y dudó en bajar corriendo para alertar a los aldeanos, pues el extraño objeto se había detenido. Flotaba en la superficie del agua, junto al sendero.
Se estaba deshaciendo… No, algo había bajado de él.
¡Ese algo era un hombre!
Pese a la distancia, Mary lo vio con claridad; la luna brillaba en el cielo, y sus ojos se habían adaptado a la penumbra. Miró a través del catalejo e identificó con toda seguridad la misteriosa aparición: era una figura humana que irradiaba Polvo.
Portaba un objeto largo: un palo o algo parecido. Avanzó con paso firme y ligero por el sendero, no a la carrera como un atleta o un cazador. Vestía un atuendo sencillo, que en circunstancias normales le habría permitido pasar inadvertido; pero el catalejo ponía de relieve cada detalle, como si le iluminara un reflector.
Cuando el hombre se aproximó a la aldea, Mary se percató de que lo que portaba en la mano era un rifle.
De pronto se sintió como si alguien le hubiera arrojado un jarro de agua helada y se le puso la piel de gallina.
Mary estaba demasiado lejos para intervenir: aunque hubiera gritado, el hombre no la habría oído. Observó impotente cómo el hombre entraba en la aldea, mirando a un lado y a otro, deteniéndose de vez en cuando para escuchar, deslizándose de casa en casa.
Con un esfuerzo sobrehumano, como la luna y las estrellas al tratar de contener la corriente de Polvo, Mary dijo en silencio: «No mires debajo del árbol… aléjate del árbol…»
Pero el hombre se fue aproximando cada vez más hasta que por fin se detuvo frente a la casa de Mary. Desesperada, guardó el catalejo en el bolsillo y echó a correr ladera abajo. Cuando se disponía a gritar algo, cualquier cosa, para que los niños se despertaran y advirtieran su presencia, se contuvo.
Entonces, ansiosa de averiguar qué hacía el hombre, se detuvo para mirar a través del catalejo.
El hombre abrió la puerta de la casa de Mary y desapareció dentro, pero dejó una trémula estela de Polvo, como el humo cuando pasamos una mano a través de él. Al cabo de un minuto, que a Mary se le antojó interminable, el hombre apareció de nuevo.
Se detuvo en el umbral, mirando despacio a izquierda y derecha y sin fijarse en el árbol.
Acto seguido avanzó unos pasos y volvió a detenerse, como si no supiera por dónde tirar. Mary era consciente de que el hombre podía verla en la ladera y dispararle con su rifle, pero sólo parecía interesado en la aldea. Un par de minutos después, dio media vuelta y se alejó tranquilamente.
Mary observó con atención cómo avanzaba por el sendero del río, y vio con claridad que se montaba en el ave, acomodándose sobre su lomo con las piernas cruzadas. El ave se alejó rápidamente hacia el mar, y cinco minutos más tarde ambos desaparecieron de la vista.